Cayeron bien en el ánimo de Raimundo Silva estas ponderadas palabras, no por el hecho de entregar a Dios la resolución de las diferencias que en Nombre de él y precisamente por su exclusiva causa llevan a los hombres a luchar unos contra otros, sino por una serenidad tan admirable ante la previsible muerte, que, siendo siempre cierta, resulta por así decir fatal al venir con figura de probable, parece esto una contradicción, pero basta pensar un poco. Confrontando los dos discursos le pesó al corrector ver cómo un simple moro a quien faltaban las luces de la verdadera fe, si bien adornado con patente de gobernador, supo, en prudencia y en elocuencia, librar más alto vuelo que un arzobispo de Braga, pese a ser éste versado en concilios, bulas y doctrinales. Muy natural es propender en nosotros el deseo de que ganen en todo los nuestros, y a Raimundo Silva, aunque sospechando que haya en el cuerpo de la nación a la que pertenece más sangre de morisma que de arios lusitanos, le habría gustado aplaudir la dialéctica de Don João Peculiar en vez de tener que humillarse intelectualmente ante el discurso ejemplar de un infiel que no dejó nombre en la historia. No obstante, cabe aún la posibilidad de que prevalezcamos al fin sobre el enemigo en esta justa oratoria, porque el obispo de Oporto toma la palabra, también él armado, pone mano en el puño del montante, sobre la cruz que allí está, y dice, Benévolamente os hemos hablado, esperando encontrar en vosotros oídos benévolos, pero si irritados nos habéis escuchado, tiempo es que os digamos palabras irritadas, y ellas serán para que quedéis sabiendo cuánto desprecio sentimos por ese hábito vuestro de esperar el correr de los hechos y los males que nos vengan, cuando claramente se muestra qué frágil y flaca es la esperanza que no depende de la confianza en el valor propio, y sí de la desgracia ajena, es como si de antemano ya os reconocieseis vencido, y puesto que habéis hablado de lo incierto y del futuro, aprended que cuantas más veces nos fue desfavorable el resultado de una empresa, tantas más veces la retomaremos para que bien nos suceda, y habiendo sido frustradas contra vosotros todas nuestras tentativas hasta hoy, aquí estamos intentándolo de nuevo, para que al fin experimentéis el destino que os espera cuando entremos por esas puertas que ahora no nos queréis abrir, sí, vivid vos lo que sea de la voluntad de Dios, que a nosotros esa misma voluntad nos hará venceros, y sin más que valga la pena de deciros, nos retiramos sin saludaros, como tampoco queremos vuestros saludos. Dichas estas palabras de insultante despedida, volvió el obispo de Oporto las riendas de su montura, aunque según la jerarquía no competía a él tomar tales iniciativas que lo había movido un impulso de su airado ánimo, y ya llevaba en pos de sí la compañía toda, cuando inesperada se levantó la voz del moro, sin vestigio alguno de la insolente resignación que había puesto al prelado fuera de sí, ahora hablaba con no menor insolencia y orgullo, y he aquí lo que dijo, Peligroso error es el vuestro si confundís paciencia con timidez de espíritu y temor a la muerte, mirad que así no lo hicieron vuestros padres y abuelos, a quienes vencimos una y mil veces por la fuerza de las armas, por toda España, bajo ese mismo suelo que pisáis yacen algunos que creyeron poder oponerse a nuestro dominio, no creáis, pues, que han acabado para vosotros las derrotas, aquí contra estos muros se quebrarán vuestros huesos, aquí serán cortadas vuestras manos ávidas, id, y preparaos para morir, nosotros, lo sabéis ya, siempre lo estamos.
No hay una nube en el cielo, el sol brilla alto y ardiente, una bandada de golondrinas va y viene, ruedan sobre las cabezas de los dos enemigos, y gritan ásperamente. Mogueime mira para el cielo, siente un estremecimiento, tal vez la causa sea el loco chillar de las aves, tal vez la amenaza del moro, el calor del sol no conforta, entrechocándose los dientes con un frío súbito, vergüenza de un hombre que con una simple escalera de mano hizo caer Santarem.
En el silencio se oyó la voz del arzobispo de Braga, una orden dada al escribano, Fray Rogeiro, no dejaréis constancia de lo que ha dicho ese moro, fueron palabras lanzadas al viento y nosotros ya no estábamos aquí, íbamos bajando la cuesta de Santo André, camino del real donde el rey nos espera, él verá, sacando nosotros las espadas y haciéndolas brillar al sol, que ha comenzado la batalla, esto sí podéis escribirlo.
En los primeros días después de tirar los tintes con los que durante años había escondido los estragos del tiempo, Raimundo Silva, como un sembrador ingenuo a la espera de ver romper el primer tallo, observaba con atención obsesiva, de la mañana a la noche, la raíz de los cabellos, saboreando mórbidamente la expectativa del choque que ciertamente le iba a causar el surgimiento de su verdad capilar desnuda de artificio. Pero porque el cabello, a partir de cierta edad, es vagoroso en el crecer, o porque el último tinte hubiera alcanzado, o teñido, las propias capas subcutáneas, dígase de paso que todo esto no es más que suposición obligada por una necesidad de explicar lo que en definitiva poca importancia tiene, Raimundo Silva acabó por ir dando cada vez menos importancia al caso, y últimamente metía el peine al pelo tan libre de cuidados como si estuviera en su primera juventud, debiendo observarse no obstante que había en esta actitud cierta parte de mala fe, una especie de falsificación de sí consigo mismo, más o menos traducible en una frase que no fue dicha ni pensada, No veo porque soy capaz de fingir que no veo, lo que llegó a convertirse en una convicción aparente, aunque no formulada, si es posible, e irracional, de que el último tinte había sido definitivo, algo así como un premio concedido por el destino en pago de su valeroso gesto de renuncia a las futilidades del mundo. Hoy, sin embargo, que tiene que ir a la editorial a llevar la novela al fin leída y lista para la imprenta, Raimundo Silva, entrando en el cuarto de baño, acercó lentamente el rostro al espejo, con dedos cautelosos empujó hacia arriba el flequillo, y no quiso creer lo que veían sus ojos, allí estaban las raíces blancas, tan blancas que el contraste del color parecía volverlas fortísimas, y tenían un aire súbito, si tal se puede decir, como si hubieran brotado de la noche al día, mientras el sembrador, de puro cansancio, se había quedado dormido. En ese momento se arrepintió Raimundo Silva de la decisión que había tomado, es decir, no llegó exactamente a arrepentirse, pero pensó que podía haberla aplazado algún tiempo, eligió estúpidamente la ocasión menos oportuna, y la contrariedad que sintió fue tal que imaginó que podría tener por ahí algún frasco olvidado con un resto de tinte en el fondo, al menos hoy, mañana volveré a mis firmes resoluciones. Aun así, no buscó, en parte por saber que lo había tirado todo, en parte porque, suponiendo que encontrara algo, temía tener que decidir de nuevo, pues había la posibilidad de que acabara tomando la decisión contraria permaneciendo en este juego de ida y vuelta de una voluntad incapaz de ser suficientemente fuerte pero que se niega a ceder de una vez para siempre a la flaqueza que reconoce en sí mismo.
Cuando Raimundo Silva se puso por primera vez un reloj de pulsera, hace ya muchos años, era entonces un jovencísimo adolescente, quiso la fortuna lisonjear su vanidad, inmensa, de andar paseando por Lisboa con la hermosa novedad, colocando en su camino nada menos que a cuatro personas ansiosas de saber qué hora era, Tiene hora, preguntaban, y él, generoso, tenía horas y las daba. El movimiento de extender el brazo para hacer retroceder la manga y dejar a la vista el reloj reluciente le confería un sentimiento de importancia que nunca más volvería a experimentar. Y menos ahora cuando va en el camino de casa a la editorial, intentando pasar inadvertido en la calle y entre los pasajeros del autobús, recogiendo el mínimo gesto que pueda atraer atenciones de quien, queriendo también saber la hora, se quedase mirando con expresión burlona la indisimulable línea blanca de separación en lo alto de la frente mientras esperaba que él, nervioso, desembarazase el reloj de las tres mangas que hoy lo esconden, la camisa, la chaqueta, la gabardina, Son las diez y media, responde al fin Raimundo Silva, furioso y vejado. Un sombrero sería útil, pero es objeto que el corrector nunca usó, y aunque lo usara, con él resolvería sólo una pequeña parte de las dificultades, desde luego no va a entrar en la editorial con el sombrero encasquetado, Hola, cómo va eso, y pasar luego al despacho de la doctora María Sara con el sombrero en la cabeza, Aquí tiene la novela, lo mejor sin duda será hacer como si todo fuera natural, blanco, negro, teñido, se mira una vez, no se mira la segunda, a la tercera ya nadie se fija. Pero una cosa es reconocer esto por el intelecto, convocar a examen la relatividad que concilia todas las diferencias, preguntarse, con desprendimiento estoico, qué es, desde el punto de vista de Venus, una cana en la tierra, y otra cosa, terrible, enfrentarse con la telefonista, soportar su mirada indiscreta, imaginar las risitas y las murmuraciones que van a alimentar los ocios en los próximos días, Silva ha dejado de teñirse el pelo, está de un cómico subido, antes se habían reído porque se lo teñía, hay gente que en todo ve motivo de diversión. Y de repente todas esas preocupaciones ridículas se fueron agua abajo porque la telefonista Sara estaba diciendo, La doctora María Sara no está, está enferma, hace dos días que no viene, con tan simples palabras se vio Raimundo Silva dividido entre dos sentimientos contrarios, el contento de que ella no pudiera verle el pelo blanco despuntando, y una aflicción desmedida, que no venía de la enfermedad, de cuya gravedad aún no sabía nada, podía ser una gripe sin complicaciones, o una indisposición accidental, cosas de mujeres, por ejemplo, pero de repente se vio como perdido, uno arriesga tanto, se somete a humillaciones, todo para poder entregar en propia mano el original de una novela, y la mano no está allí, reposa tal vez en una almohada al lado del pálido rostro, dónde, hasta cuándo. Raimundo Silva, en un segundo, comprende que si demoró la entrega del trabajo fue para saborear, con voluptuosidad inconsciente, la espera de un momento que ahora se le escapa, La doctora María Sara no está, dijo la telefonista, y él hizo un movimiento para retirarse, pero después recordó que tenía que entregar el original a alguien, a Costa, evidentemente, El señor Costa está, preguntó, en ese momento se dio cuenta de que se había colocado de perfil con relación a la telefonista, con el propósito obvio de hurtarse a la contemplación, e, irritado ante la demostración de flaqueza, giró sobre los talones para enfrentarse con todas las curiosidades del mundo, pero Sarita ni lo miró, estaba ocupada metiendo y sacando clavijas de la central telefónica, aún de modelo antiguo, y se limitó a hacer un gesto afirmativo, al mismo tiempo que con un vago movimiento de cabeza apuntaba al corredor de entrada, significando todo aquello que Costa estaba y que para Costa no era necesario anunciar a este visitante, cosa que Raimundo Silva sabía muy bien, pues antes de que llegara allí la doctora María Sara no tenía más que entrar e ir en busca de Costa que, siendo Producción, podía estar en cualquiera de los otros despachos, pidiendo, reclamando, protestando, o simplemente, disculpándose en la administración, como siempre tenía que hacer, fuese o no fuese responsabilidad suya, cuando había fallos en el programa.
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