– Aún no conozco a las señoras Bruner.
Cuando Gris Marsala se volvió hacia Quart, había un reflejo malvado en sus ojos claros.
– ¿No? Pues ya las conocerá -hizo una pausa y ladeó la cabeza, divertida-. A las dos.
Quart la oyó reír por lo bajo mientras hacía girar el interruptor de la luz. La oscuridad cubrió de nuevo el retablo.
– ¿Qué está ocurriendo aquí? -preguntó.
– ¿En Sevilla?
– En esta iglesia.
Ella tardó unos segundos en contestar.
– Es usted quien tiene que decirlo -apuntó al fin-. Para eso lo han enviado.
– Pero trabaja en este lugar. Tendrá alguna idea.
– Tengo ¡deas, por supuesto. Pero me las guardo. Lo único que sé es que hay más gente interesada en que esto se venga abajo que en mantenerlo en pie.
– ¿Por qué?
– Ah, lo ignoro -las ofertas de complicidad parecían haberse desvanecido. Ahora era ella quien se cerraba, distante, y el frío de la nave desierta parecía sentirse de nuevo entre ambos-. Tal vez porque en este barrio el metro cuadrado de suelo vale una fortuna… -movió la cabeza, sacudiendo pensamientos incómodos-. Ya encontrará quien se lo cuente.
– Ha dicho antes que tiene ideas sobre esto.
– ¿Lo dije?… -sonreía en un extremo de la boca, pero se trataba de un gesto insincero, forzado-. Es posible. De cualquier modo, no es asunto mío. Lo que me incumbe es salvar cuanto pueda del edificio mientras haya con qué pagar las obras, que no es el caso.
– ¿Por qué sigue aquí sola, entonces?
– Hago horas extras. Desde que me ocupo de esta iglesia no he conseguido ninguna otra cosa, así que dispongo de muchísimo tiempo libre.
– Mucho tiempo libre -repitió Quart.
– Eso es -su voz había recobrado un tono amargo-. Y no tengo otro sitio a donde ir.
Iba él a insistir, intrigado, cuando unos pasos a su espalda lo hicieron volverse. Enmarcada en la puerta había una silueta negra, pequeña e inmóvil, y el trazo oscuro de su sombra caía, compacto, sobre el rectángulo de luz en las losas del suelo.
Gris Marsala, que se había vuelto también, le dirigió a Quart una extraña sonrisa:
– Ya es hora de que conozca al párroco. ¿No le parece?… Me refiero a don Príamo Ferro.
Cuando Celestino Peregil salió del bar Casa Cuesta, don Ibrahim se puso a contar con disimulo, bajo el mármol de la mesa, los billetes que el asistente del banquero Pencho Gavira les había dejado para primeros gastos.
– Cien mil -dijo al término de la operación.
El Potro del Mantelete y la Niña Puñales asintieron en silencio. Don Ibrahim hizo tres fajos de treinta y tres mil, se introdujo uno en el bolsillo interior de la chaqueta y pasó los otros a sus compadres. El billete sobrante lo puso encima de la mesa.
– ¿Cómo lo veis? -preguntó.
El Potro del Mantelete, fruncidas las cejas, alisó el billete y se quedó mirando la efigie de Hernán Cortés.
– Parece bueno -aventuró.
– Me refiero al trabajo. Al encargo.
El Potro siguió mirando el billete con aire taciturno y la Niña Puñales se encogió de hombros:
– Es dinero -dijo como si aquello lo resumiera todo-. Pero enredarse con curas tiene mala sombra.
Don Ibrahim hizo un gesto para quitarle gravedad al asunto. Lo hizo con la mano izquierda, donde el cigarro humeaba junto a la sortija de oro, y la ceniza volvió a caerle sobre el pantalón blanco.
– Lo resolveremos con mucho tacto -apuntó, inclinado con esfuerzo sobre la tripa mientras sacudía el polvillo gris.
La Niña Puñales dijo ozú y el Potro del Mantelete asintió con la cabeza, todavía mirando el billete. El Potro debía de andar por los cuarenta y cinco años, y cada uno lo llevaba impreso en la cara. Una juventud de novillero sin suerte le había dejado en las pupilas y el gaznate el polvo del fracaso en plazas de tercera categoría, amén de una cicatriz de asta de toro bajo la oreja derecha. En cuanto a su breve y oscura trayectoria como aspirante al título de campeón de Andalucía de peso gallo entre dos reenganches en la Legión, lo único que había sacado en limpio era la nariz rota, dos cejas abultadas e intermitentes a causa de las cicatrices, y cierta lentitud de reflejos a la hora de enlazar acción, palabra y pensamiento. En los timos callejeros a turistas interpretaba bien el papel de tonto: había mucho de real en su desvalida forma de mirar al vacío esperando el clarín del tercer aviso, o el gong de alguna improbable cuenta atrás.
– Lo del tacto es importante -dijo despacio.
– Ozú -corroboró la Niña.
El Potro del Mantelete aún fruncía el ceño, como cada vez que se ponía a considerar algo. Del mismo modo, con el ceño fruncido y considerando muy por lo menudo la cuestión, había entrado un día en casa para encontrar a su hermano paralítico en la silla de ruedas, con los pantalones por las rodillas y su cuñada -la mujer del Potro- sentada encima entre elocuentes jadeos. Sin apresurarse ni levantar la voz, asintiendo dulcemente con la cabeza mientras el hermano aseguraba que aquello era un malentendido y que podía explicarlo todo, el Potro del Mantelete se había situado detrás de la silla de ruedas, llevándola casi con ternura hasta el rellano para dejarla caer, junto a su propietario, escaleras abajo con el resultado de treinta y dos escalones haciendo cloc-clac, y una fractura de cráneo mortal de necesidad. La mujer salió librada con una paliza metódica, científica, consistente en dos ojos morados y un K.O. por gancho de izquierda del que se repuso a la media hora, justo a tiempo de hacer la maleta y desaparecer para siempre. Lo del hermano tuvo peor arreglo: enfrentado a una petición fiscal de treinta años, sólo la habilidad del abogado logró cambiar en el ánimo del juez la tesis del asesinato por la de homicidio accidental, con el resultado de absolución in dubio pro reo . Aquel abogado era don Ibrahim, cuyo diploma emitido en La Habana todavía consideraba auténtico el Colegio sevillano. Pero con título o sin él, lo cierto es que el antiguo torero y boxeador no olvidaría nunca el conmovedor alegato que ganó, palmo a palmo, su libertad. Ese hogar destruido, Señoría. Ese hermano infiel, el calor del asunto, el nivel intelectual de mi defendido, la ausencia de animus necandi , la silla de ruedas sin frenos. Desde entonces, el Potro del Mantelete profesaba a su benefactor una fidelidad ciega, heroica, indestructible; más abnegada si cabe tras la ignominiosa expulsión de don Ibrahim de la abogacía. Lealtad de lebrel silencioso y duro, dispuesto a todo por una orden o una caricia de su amo.
– Sigo viendo demasiados curas -insistió la Niña.
Las pulseras de plata tintineaban de nuevo al darle vueltas a la copa vacía. Don Ibrahim y el Potro se miraron, y el ex falso abogado pidió tres finos La Ina más y unas tapitas de caña de lomo para acompañar. Apenas el camarero puso el jerez frío sobre la mesa, ella liquidó su copa de un solo trago mientras los dos hombres apartaban la vista, haciendo como que no veían el gesto.
Vino amargo, que no da alegría,
aunque me emborrache
no puedo olvidar…
Cantó desgarrado y bajito la Niña Puñales, pasándose la lengua por los labios rojos de carmín, brillantes por la humedad del fino, y el Potro susurró ole sin mirarla, palmeando suave sobre el mármol de la mesa. La Niña Puñales tenía los ojos oscuros de copla, grandes, trágicos, que el exceso de maquillaje y lápiz negro hacía parecer enormes en un rostro que mostraba restos de una belleza cuajada, marchita bajo el caracolillo de pelo teñido y repeinado en la frente. Cuando se le iba la mano con el jerez o la manzanilla, solía contar que un hombre moreno de verde luna mató a otro por ella a navajazos, como en sus canciones; y buscaba en el bolso un recorte de periódico sin duda perdido mucho tiempo atrás. De haber ocurrido realmente, eso tuvo que ser cuando la Niña figuraba en los carteles del espectáculo con toda su casta de gitana guapa, bravía, joven promesa de la canción española. La sucesora, contaban, de doña Concha Piquer. Ahora, tres décadas después del fugaz momento de gloria, arrastraba su poca fortuna, su triste leyenda y sus canciones por mesas manchadas de vino y tablaos de mala muerte, como actuación de relleno para circuitos turísticos con cena y espectáculo incluidos, Sevilla de noche, sobre tarimas mugrientas que astillaba el taconeo cansado de sus zapatos de baile.
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