Arturo Pérez-Reverte - La piel del tambor

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Un pirata informático irrumpe clandestinamente en el ordenador personal del Papa. Entretanto, en Sevilla una iglesia barroca se ve obligada a defenderse matando a quienes están dispuestos a demolerla. El Vaticano envía un agente, sacerdote, especializado en asuntos sucios: el astuto y apuesto padre Lorenzo Quart, quien en el curso de sus investigaciones verá quebrantarse sus convicciones e incluso peligrar sus votos de castidad ante una deslumbrante aristócrata sevillana… Estos son solo algunos de los elementos que conforman esta laberíntica intriga donde se dan cita el suspense, el humor y la Historia a lo largo de un apasionante recorrido por la geografía urbana de una de las ciudades más bellas del mundo.
«Arturo Pérez-Reverte es el novelista más perfecto de la literatura española de nuestro tiempo.»
El País

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– ¿Ayudarme?… No sé en qué puede ayudarme alguien como usted -se había vuelto a mirarlo por última vez, incorporándose, y su voz levantaba ecos en el crucero de la nave-. Conozco bien a los de su clase… La ayuda que esta iglesia necesita es otra; y de ésa no trae en sus preciosos bolsillos. Y ahora váyase. Tengo un bautizo dentro de veinte minutos.

Gris Marsala lo acompañó hasta la puerta. Quart, que apelaba a toda la disciplina y sangre fría para no exteriorizar su despecho, escuchó sin prestar demasiada atención los esfuerzos por disculpar al párroco. Está bajo fuerte presión, resumía la arquitecto a modo de excusa. Los políticos, los bancos y el Arzobispado rondaban en torno como una manada de lobos. Sin la obstinación del padre Ferro, la iglesia estaría demolida hace tiempo.

– Puede que terminen demoliéndola, de todos modos -apuntó Quart, dejando correr un poco de inquina-. Gracias a él, y con él dentro.

– No diga eso.

Ella tenía razón. No debía decir tales cosas. No debía decirlas en absoluto, se recriminó Quart otra vez dueño de sí, respirando el aroma de azahar cuando salieron a la calle. Había un albañil trabajando con una pala junto a la hormigonera, en el rincón formado por la fachada de la iglesia en ángulo con el edificio contiguo. Quart le dirigió un vistazo distraído mientras caminaban entre los naranjos de la plaza.

– No entiendo esa actitud -dijo-. A fin de cuentas yo estoy de su parte. La Iglesia está de su parte.

Gris Marsala lo miró, irónica.

– ¿A qué Iglesia se refiere?… ¿A la de Roma? ¿Al arzobispo de Sevilla? ¿A usted mismo?… -movió la cabeza, incrédula-. No. El tiene razón, y lo sabe. Nadie está de su parte.

– No me sorprende. Parece dispuesto a buscarse todo tipo de problemas.

– Ya los tiene. Su enfrentamiento con el arzobispo es una guerra abierta… En cuanto al alcalde, amenaza con poner una querella: considera insultantes los términos en que don Príamo se refirió a él durante la homilía de la misa dominical, hace un par de semanas.

Se detuvo Quart, interesado. Aquello no figuraba en el informe de monseñor Spada.

– ¿Qué dijo?

La arquitecto moduló una sonrisa torcida:

– Lo llamó especulador infame, prevaricador y político sin conciencia -miró de reojo, a ver qué cara ponía-. Que yo me acuerde.

– ¿Suele pronunciar ese tipo de sermones?

– Sólo cuando se calienta mucho -Gris Marsala se detuvo, reflexionando un poco-. Últimamente quizá con cierta frecuencia. Habla de los mercaderes que invaden el templo, y cosas así.

– Los mercaderes -repitió Quart.

– Sí. Entre otros.

El sacerdote enarcaba las cejas, valorando el asunto:

– No está mal -concluyó-. Veo que nuestro párroco es un experto en el arte de hacer amigos.

Tiene amigos -protestó ella. Después le dio un puntapié a una chapa de cerveza para quedarse viéndola rodar-. También tiene feligreses; gente buena que viene aquí a rezar y que lo necesita. Y usted no puede juzgarlo por lo de hace un rato.

Había un punto de pasión en su voz, que por alguna razón la hacía parecer más joven. Quart negó, molesto.

– Yo no he venido a juzgar -se había vuelto a observar la deslucida espadaña de la iglesia, pero en realidad evitaba los ojos de la mujer-. Serán otros quienes lo hagan.

– Claro -se quedó parada delante, con las manos en los bolsillos de los téjanos, y a él no le gustó el modo en que lo miraba-. Usted es de los que redactan su informe y se lavan las manos, ¿verdad?… Se limita a llevar a la gente al Pretorio y todo eso. Son otros los que dicen ibi ad crucem .

Quart ironizó un gesto de sorpresa:

– No la imaginaba tan versada en los Evangelios.

– Hay demasiadas cosas que usted no imagina, me parece.

Incómodo, el sacerdote descargó el peso de su cuerpo en una pierna y luego en la otra. Luego se pasó una mano por el pelo gris cortado a cepillo. A una veintena de metros de distancia, el albañil que trabajaba junto a la hormigonera se había detenido y los miraba, apoyado en la pala. Era un joven vestido con viejas prendas militares manchadas de cal.

– Lo único que pretendo -dijo Quart- es garantizar una amplia investigación.

Todavía frente a él. Gris Marsala negó con la cabeza.

– No -ahora los ojos claros lo diseccionaban con la simpatía de un bisturí-. Don Príamo acertó el diagnóstico: usted ha venido a garantizar una limpia ejecución.

– ¿Dijo eso?

– Sí. En cuanto el Arzobispado anunció que vendría.

Quart desvió la mirada por encima del hombro de la mujer. Había una ventana y una reja con geranios, y un canario inmóvil en su jaula.

– Sólo quiero ayudar -dijo en tono neutro, y su voz le pareció de pronto la de un extraño. En ese momento sonó a su espalda la campana de la iglesia, y el canario se puso a cantar, feliz de tener compañía.

Aquél iba a ser un trabajo difícil.

III Once bares en Triana

Tienes que talar, talar y seguir talando, y tienes que abatir sin piedad, hasta que se despejen las filas de árboles y el bosque pueda considerarse sano.

( Jean Anouilh. La Alondra)

Hay perros que definen a sus amos, y coches que anuncian a sus propietarios. El Mercedes de Pencho Gavira era oscuro, reluciente, enorme, con una amenazadora estrella de tres puntas enhiesta sobre el radiador como el punto de mira de un ametrallador de proa. Aún no se había detenido del todo cuando Celestino Peregil ya estaba de pie en el bordillo de la acera, manteniendo abierta la portezuela para que bajara su jefe. El tráfico frente a La Campana era intenso, y la contaminación maculaba el cuello color salmón de la camisa del esbirro, entre la chaqueta cruzada azul marino y la corbata de seda a flores rojas, verdes y amarillas, que le destellaba en mitad del pecho como un infame semáforo. La humareda de los tubos de escape hacía ondear su pelo lacio y escaso, destruyendo la paciente disposición de camuflaje que cada mañana construía, con esmero y mucho fijador, desde la oreja izquierda.

– Has perdido más pelo -dijo Gavira con mala fe, mirándole al pasar el destruido peluquín. Sabía que nada mortificaba más a su escolta y asistente que ese género de alusiones; pero el financiero atribuía al uso periódico de la espuela la virtud de mantener despiertos a los animales de su cuadra. Además, Gavira era un hombre duro, hecho a sí mismo, y su naturaleza incluía tales ejercicios de caridad cristiana.

A pesar del tráfico y la contaminación, se anunciaba un hermoso día. Gavira consideró brevemente el panorama, bien erguido en la acera, mientras disponía los puños de su camisa para que sobresalieran de las mangas de la chaqueta; lo justo para mostrar el reflejo del sol de mayo en los gemelos de veinticuatro quilates que lastraban las dobles vueltas de seda azul pálido, confeccionadas por el mejor camisero de Sevilla. Parecía un modelo de revista de moda para caballeros, a la espera del fotógrafo, cuando se tocó el nudo de la corbata y, con la misma mano, pasó la palma por la sien para rozarse el pelo negro y abundante, algo ondulado tras las orejas, peinado hacia atrás con reluciente brillantina. Pencho Gavira era moreno, apuesto, ambicioso, elegante, triunfador, tenía dinero y estaba a punto de conseguir mucho más. De esos siete adjetivos o situaciones, cuatro o cinco eran debidos íntegramente al propio esfuerzo, y ése era su orgullo, y también su esperanza. El fundamento de la mirada segura, satisfecha, que paseó en torno antes de caminar hacia la esquina de la calle Sierpes, con el cabizbajo Peregil pegado a sus talones como un esbirro contrito.

Don Octavio Machuca estaba sentado en su mesa habitual de la confitería La Campana, revisando los papeles que le pasaba Cánovas, su secretario. Iba para algunos años que el presidente del Banco Cartujano cambiaba las mañanas de su despacho en el Arenal, decorado con maderas nobles y cuadros, por una mesa y cuatro sillas en aquella terraza donde latía el corazón de la ciudad. Allí leía el ABC y miraba pasar la vida mientras atendía sus asuntos desde la hora del desayuno hasta el aperitivo, antes de irse a comer a su restaurante favorito. Casa Robles. Ahora casi nunca iba al banco antes de las cuatro de la tarde, y sus empleados y clientes no tenían más remedio que acudir a La Campana para despachar los asuntos de urgencia. Esto incluía al propio Gavira, que como vicepresidente y director general no podía eludir tan incómodo trance casi a diario.

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