A mi juicio, nuestra generación fue la primera en reconocer un hecho que había pasado inadvertido hasta entonces, a saber, que las decisiones importantes que afectan al mundo no se tornan, en realidad, en las cámaras parlamentarias o en los congresos internacionales que duran varios días y están abiertos al público y a la prensa. Antes bien, es en los ambientes íntimos y tranquilos de las mansiones de este país donde se discuten los problemas y se toman decisiones cruciales. La pompa y la ceremonia que presencia el público no es más que el remate final o una simple ratificación de lo que entre. las paredes de estas mansiones se ha discutido durante meses o semanas. Para nosotros el mundo era, por tanto, una rueda cuyo eje lo formaban estas grandes casas de las que emanaban las decisiones relevantes, decisiones que influían en el resto de los mortales, ricos o pobres, que giraban a su alrededor. Y la mayor aspiración de todos los que teníamos ambiciones profesionales era forjar nuestra carrera tan cerca de este eje como nos fuera posible, dado que, como he dicho, éramos una generación de idealistas a quienes nos importaba no sólo el correcto ejercicio de nuestra profesión, sino con qué fin la ejercíamos, y todos alimentábamos el deseo de aportar nuestro granito de arena a la creación de un mundo mejor; resultaba obvio que, como profesionales, el medio más seguro de conseguirlo era servir a los grandes caballeros de nuestra época, en cuyas manos estaba el futuro de la civilización.
Naturalmente, todo esto son consideraciones de tipo general, y debo admitir que muchos profesionales de nuestra generación no tenían ideales tan elevados. Por otra parte, estoy seguro de que muchos mayordomos de la generación de mi padre reconocían instintivamente esta dimensión «moral» de su trabajo. Sin embargo, creo que no me equivoco al generalizar de este modo, y realmente los «ideales» que he mencionado motivaron en gran manera mi propia carrera. Durante los primeros años cambié varias veces de empleo al comprender que no eran puestos que pudiesen proporcionarme una satisfacción duradera, hasta que finalmente me vi recompensado con la oportunidad de servir a lord Darlington.
Es curioso, pero hasta ahora no me había planteado esta cuestión en estos términos. A pesar de habernos pasado tantas horas discutiendo el significado del concepto de «grandeza» junto a la chimenea del salón del servicio, ni mister Graham ni yo consideramos nunca la verdadera dimensión de esta cuestión. Sin retractarme de ninguna de las opiniones que anteriormente he expresado sobre el concepto de «dignidad», debo admitir que, por mucho que un mayordomo hiciese gala de esta virtud, si estaba al servicio de una persona indigna resultaría difícil que sus colegas le considerasen un «gran» mayordomo. Profesionales como mister Marshall o mister Lane sirvieron siempre a caballeros de indiscutible talla moral -lord Wakeling, lord Camberley, sir Leonard Grey-, y es lógico suponer que nunca habrían consagrado su talento a señores de tres al cuarto. Cuanto más se piensa en este hecho, más obvio parece: pertenecer a una casa verdaderamente distinguida es condición necesaria para ser considerado un «gran» mayordomo, y sin duda alguna sólo es un «gran» mayordomo el que a lo largo de su carrera ha estado siempre al servicio de grandes caballeros y, a través de éstos, ha servido a toda la humanidad.
Como he dicho, hasta ahora no me había planteado esta cuestión en estos términos. Tal vez sea propio de viajes como el que realizo que uno se vea incitado a replantearse, desde perspectivas sorprendentemente nuevas, temas que ya creía superados. Otro hecho que sin duda me ha impulsado a reflexionar sobre este tema ha sido un pequeño incidente que ha ocurrido hace una hora aproximadamente, y que me ha trastornado bastante.
El viaje resultaba espléndido, pues el tiempo era magnifico, y después de un buen almuerzo en una hostería crucé los límites con Dorset. Justo en ese momento, me di cuenta de que el motor del coche desprendía un fuerte olor a quemado. Evidentemente, mi mayor preocupación fue pensar que quizá había estropeado el Ford de mi patrón, y por este motivo decidí detener el vehículo.
Me encontraba en una estrecha carretera, limitada a ambos lados por un bosque espeso que apenas me permitía hacerme una idea de lo que había a mi alrededor. Al frente tampoco alcanzaba a ver muy lejos, ya que la carretera iniciaba una curva bastante pronunciada a unos veinte metros de distancia. Pensé entonces que no podía permanecer mucho tiempo donde estaba, puesto que corría el riesgo de que algún vehículo girase por aquel recodo y colisionara contra el Ford de mi señor. Puse de nuevo el coche en marcha y, en parte, me tranquilizó comprobar que el olor era menos intenso.
Lo mejor que podía hacer, pensé, era buscar un taller, o alguna mansión, en la que con toda probabilidad hallaría a un chofer que me diría qué tenía el coche. Pero la carretera seguía serpenteando entre el bosque, y el follaje que se alzaba a ambos lados me impedía ver bien. Así, aunque pasé ante varias portaladas que sin duda daban acceso a caminos particulares, no divisé casa alguna. Después avancé casi un kilómetro, molesto al advertir que el olor del motor volvía a ser más fuerte, hasta que llegué a un tramo de la carretera que corría entre campos. Podía ver a mi alrededor a una distancia mucho mayor, y efectivamente, al fondo, a mi izquierda, vislumbré una casa victoriana muy alta, con una amplia extensión de césped al frente y un camino asfaltado que, a todas luces, debía de haber sido antaño un paseo para carruajes. Al llegar y pararme, me causó gran alegría ver un Bentley tras las puertas abiertas de un garaje contiguo al cuerpo principal de la casa.
Al comprobar que la verja estaba abierta, avancé con el Ford unos cuantos metros, bajé del coche y me dirigí a la puerta trasera de la casa. Me abrió un hombre en mangas de camisa. Tampoco llevaba corbata, pero al preguntarle por el chofer de la casa, me contestó de un modo muy simpático que «había acertado a la primera». Le expliqué mi problema y, sin vacilar, salió a ver el Ford, abrió el capó y, tras inspeccionar el motor durante unos segundos, me dijo:
– Agua, amigo, lo que tiene que hacer es echarle un poco de agua al radiador.
La situación pareció divertirle, pero se mostró muy amable. Volvió a entrar en la casa y, tras unos instantes, salió de nuevo con un jarro de agua y un embudo. Con la cabeza inclinada sobre el motor, se puso a hablar conmigo mientras llenaba el radiador, y al averiguar que estaba haciendo una excursión en coche por la región, me recomendó que visitara un bonito rincón con un estanque situado a menos de un kilómetro de distancia.
Mientras tanto, pude observar la casa. Era más alta que ancha y constaba de cuatro plantas. La hiedra cubría gran parte de la fachada hasta el tejado. Por las ventanas vi, sin embargo, que la mayoría de las habitaciones tenían los muebles enfundados para librarlos del polvo. Seguidamente, cuando el hombre acabó con el radiador, tras cerrar el capó le comenté lo que había observado:
– Sí, es una pena -me dijo-. Es una mansión antigua y muy bonita, pero lo cierto es que el coronel quiere vendérsela. Es una casa muy grande y ahora apenas la utiliza.
Sin poder contenerme, le pregunté cuántas personas componían la servidumbre y me quedé bastante sorprendido al averiguar que se reducía a él y el cocinero, que sólo iba por las tardes. Por lo visto, hacía de mayordomo, ayuda de cámara, chofer y encargado de la limpieza en general. Durante la guerra fue ordenanza del coronel, me comentó. Estuvieron juntos en Bélgica cuando los alemanes invadieron el país y después volvieron a estar juntos en el desembarco aliado. De pronto, me miró atentamente y exclamó:
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