Kazuo Ishiguro - Los Restos Del Dia

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Novela de una discreta belleza (tal vez demasiado discreta), Los restos del día (The remains of the day, 1989), del inglés nacido en Japón, Kazuo Ishiguro (1954), está centrada en la recreación de la compleja psicología y el lenguaje de su personaje central, Stevens, mayordomo de una mansión inglesa a lo largo de la primera mitad del siglo XX. El objetivo parece ser explicar las razones de un comportamiento ejemplar aun a costa de la felicidad propia, por un rigor que lo empuja a renunciar a la realidad.
En cambio, la historia es poca cosa: el nuevo dueño de la mansión, un norteamericano, le propone a Stevens que se tome unos días para conocer el país. A bordo del automóvil de su “señor”, el empleado viaja por la campiña y se dirige hasta una ciudad lejana, donde espera ver a miss Benton, otrora ama de llaves de la mansión, de quien está secretamente enamorado, algo que no es capaz de confesar ni siquiera en su yo interior: a lo largo de su camino, Stevens recuerda los años de esplendor de la casa, antes de que su amo (un filonazi que trató de cambiar el rumbo de la política exterior de su país durante la segunda guerra) cayera en la desgracia del escarnio público y el colaboracionismo. Pero en sus solitarias disquisiciones, nunca se atreve a aceptar lo innegable: que durante años rehuyó hablarle de amor a miss Benton, sólo que ahora es demasiado tarde; sin embargo, el personaje disfraza lo que es un viaje de amor de un fin práctico: supone (quiere suponer) que su vieja amiga tal vez se reintegre en el servicio.
Pasa algo parecido con los sentimientos de Stevens hacia su jefe: a pesar de que ya no está a su servicio y el patrón ha muerto, el mayordomo se niega a criticarlo con dureza, como hacen los demás; su fidelidad (o su ceguera, no lo sé) se mantiene más allá del tiempo, como si se tratara de una variante británica de Job; nada cambia lo anterior: ni el talante antidemocrático del magnate ni su ocasional antisemitismo; Stevens encuentra una justificación hasta para los actos más reprobables, aunque el humillado sea él mismo. Como estamos ante un hombre para el cual las formas lo son todo (nunca se permite un ex abrupto o la escandalosa certidumbre de que tiene sentimientos), hay un especial acento en la redacción de su lenguaje, que resulta ser inútil más allá de los límites de su oficio: es incapaz de hacer una broma o conversar sin recelo con la gente más humilde, de la misma forma que le resulta imposible hablar de sexualidad humana con un joven hombre a punto de casarse, a quien pretende aleccionar con ejemplos pueriles. El suyo es el lenguaje de los cubiertos de plata y las botellas de oporto, pero en su pobre vida interior todo es contención y prudencia. En cambio miss Benton es apasionada y, cuando no resiste más la frialdad a toda prueba de su jefe, puede llegar a expresarse con una rudeza que sólo el amor perdona.
Me gusta la técnica de esta novela de Ishiguro, su escritura cuidadosa y su dibujo elegante de un ser atormentado, que me parece logrado pero al mismo tiempo repulsivo: es como estar ante la encarnación de las oportunidades perdidas, porque el personaje recibe una oferta preciosa pero la deja pasar para recluirse en una penosa existencia marcada por el sino de una excesiva disciplina; sin embargo, como lo he dicho, se trata de una novela que apenas me ha conmovido.

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– Es un error comprensible, miss Kenton, pero piense por un instante en las circunstancias y se dará cuenta de que es una gran falta de tacto que alguien como usted trate de «inferior» a una persona como mi padre.

– Sigo sin entender muy bien lo que quiere decirme, mister Stevens. Dice usted alguien como yo; que yo sepa, soy el ama de llaves de esta casa, mientras que su padre no es más que un subordinado.

– Como bien dice, su cargo es de ayudante de mayordomo, pero me sorprende que sus dotes de observación todavía no hayan descubierto que, en realidad, es mucho más que eso. Muchísimo más.

– Seguramente no habré prestado la debida atención. Hasta ahora sólo había reparado en que su padre era un sirviente muy competente, y le he dado el trato que correspondía. Al parecer, recibir este trato de mí debe de haber sido muy humillante para él.

– Por lo que dice, es evidente que no ha observado con atención a mi padre, de lo contrario, usted misma habría caído en la cuenta de que llamarle William denota gran falta de tacto por parte de una persona de su edad y su condición.

– Mister Stevens, aunque llevo poco tiempo ejerciendo como ama de llaves, puedo asegurarle que no me han faltado los elogios.

– En ningún momento he puesto en duda sus buenas cualidades, miss Kenton, pero hay muchos detalles que deberían haberle hecho adivinar que mi padre es una persona de gran distinción, de la que podría usted recibir infinidad de enseñanzas si fuese más observadora.

– Le agradezco enormemente sus consejos, mister Stevens, y le ruego que me exponga qué magníficas enseñanzas son ésas.

– Creo que saltan a la vista, miss Kenton.

– Será así, pero parece que soy bastante deficiente como observadora, ¿no hemos quedado en eso?

– Miss Kenton, si a su edad ya se considera usted perfecta, nunca llegará todo lo lejos que le permiten sus facultades. Un ejemplo: muchas veces no sabe usted dónde van las cosas ni para qué sirven.

Parece que mis palabras desconcertaron a miss Kenyon, ya que durante unos instantes la noté molesta.

– Al llegar tuve algunas dificultades, pero considero que es lo normal. -¿Lo ve? Si hubiese observado a mi padre, que llegó una semana después que usted, se habría dado cuenta de que conocía la casa perfectamente desde que puso los pies en Darlington Hall.

Miss Kenton se quedó un rato pensativa al oír mis palabras v, acto seguido, dijo de mala gana:

– No dudo que su padre sea excelente en su trabajo, pero también yo lo soy en el mío, se lo aseguro. A partir de hoy, cada vez que me dirija a él lo haré llamándole por su apellido. Y ahora le ruego que me disculpe.

Tras esta conversación, miss Kenton cejó en su intento de poner flores en mi mesa y, en general, me alegró observar que se iba adaptando magníficamente. Era evidente, por otra parte, que era un ama de llaves que se tomaba muy en serio su trabajo, y que, a pesar de su juventud, no le costaba ganarse el respeto del personal a su cargo.

También observé que, efectivamente, llamaba a mi padre mister Stevens. Una tarde, creo que transcurridas dos semanas después de nuestra conversación en la despensa, estaba atareado en la biblioteca cuando entró miss Kenton y me dijo:

– Discúlpeme, mister Stevens, pero si necesita el recogedor recuerde que está en el vestíbulo.

– ¿Cómo dice, miss Kenton?

– Le digo que ha dejado tuera el recogedor. ¿Quiere que se lo traiga?

– No lo he utilizado.

– ¡Ah!, entonces perdóneme. Creía que se había servido de él y lo había dejado fuera. Siento haberle distraído.

Al llegar a la puerta, se volvió y dijo:

– Podría dejarlo yo misma en su sitio, pero ahora tengo que subir al piso de arriba. ¿Tendrá la bondad de hacerlo?

– Por supuesto, miss Kenton. Le agradezco que me lo haya dicho.

– No tiene importancia.

Oí que cruzaba el vestíbulo y empezaba a subir la escalera. Acto seguido, salí al vestíbulo. Desde la puerta de la biblioteca se domina todo el vestíbulo hasta la puerta principal de la casa, prácticamente en medio del piso, muy limpio por cierto, se destacaba el recogedor al que había hecho referencia miss Kenton.

El error me pareció trivial, pero irritante. El recogedor no sólo era visible desde las cinco puertas que daban al vestíbulo, sino que también podía verse desde la escalera y desde la balaustrada del piso. Crucé el vestíbulo e hice desaparecer el cuerpo del delito, consciente de lo que aquello implicaba. Recordé que mi padre había estado barriendo el vestíbulo aproximadamente media hora antes. Al principio, me costó atribuirle semejante error, pero enseguida comprendí que cualquiera podía tener de vez en cuando fallos como aquél y mi cólera se concentró entonces en miss Kenton por haber intentado organizar un escándalo injustificado a partir de un incidente sin importancia.

Días más tarde, apenas transcurrida una semana, venía de la cocina por el pasillo del servicio cuando miss Kenton se asomó a la puerta de su habitación y pronunció unas palabras que, con toda seguridad, había estado ensayando. Resumiendo, me dijo que, aunque le resultaba violento advertirme los errores que cometía el personal a mi cargo, era mejor que trabajáramos en equipo, por lo que esperaba que, por mi parte, no tuviese ningún reparo en avisarle de los fallos del personal femenino. Prosiguió diciendo que alguien había dispuesto algunos cubiertos de plata para el comedor con restos perceptibles de la cera para pulir, y que las púas de un tenedor habían quedado prácticamente negras. Le di las gracias por la información, y miss Kenton se retiró de nuevo a su habitación. Sabía de sobras que la plata era una de las responsabilidades principales de mi padre y una de las tareas de las que más orgulloso se sentía.

Es posible que surgieran otras muchas situaciones como éstas, y que ahora ya no las recuerde. En cualquier caso, el momento culminante llegó una tarde gris y lluviosa en que me encontraba en la sala de billar, ocupado con los trofeos de lord Darlington. Entonces miss Kenton entró y, desde la puerta, me dijo:

– Mister Stevens, acabo de ver algo fuera que me ha extrañado.

– ¿De qué se trata?

– ¿Ha ordenado el señor que cambiemos la figura dcl chino que está siempre al lado de esta puerta por la del rellano de la escalera?

– ¿Cómo dice, miss Kenton?

– Verá, mister Stevens, la figura del rellano está ahora junto a la puerta.

– Creo que se ha confundido, mister Kenton.

– En absoluto, mister Stevens. Mi trabajo consiste en situar correctamente los objetos de la casa. A mi juicio, alguien ha limpiado la figura y después no ha sabido ponerla en su sitio. Si no me cree, le ruego que se tome la molestia de salir y podrá comprobar lo que digo.

– En estos momentos estoy ocupado, miss Kenton.

– Ya lo veo, mister Stevens, pero, al parecer, no cree lo que le digo. Le pido, pues, que salga ‹l lo compruebe usted mismo.

– Ahora estoy ocupado. Saldré dentro de unos instantes. No creo que sea tan urgente.

– Reconoce, entonces, que tengo razón.

– Hasta que lo compruebe no sabré si tiene usted razón o no. Ahora estoy muy ocupado.

Volví a mi trabajo, pero miss Kenton se quedó en el umbral de la puerta, observándome. Al cabo de un rato dijo:

– Veo que casi ha terminado. Le esperaré fuera, y cuando salga podremos dejar zanjado este asunto.

– Miss Kenton, creo que le da demasiada importancia.

Miss Kenton ya había salido, pero al ver que yo seguía trabajando, empezó a hacer toda clase de ruidos para recordarme que me esperaba fuera. Decidí, por lo tanto, permanecer en la sala e iniciar alguna otra tarea. Pensé que de ese modo se daría cuenta de que su comportamiento era absurdo y se iría. No fue así. Aunque transcurrió un buen rato durante el cual pude finalizar todas las tareas que los utensilios que tenía a mano me permitían, miss Kenton no se movió de su sitio. Dado que no estaba dispuesto a seguir perdiendo el tiempo con semejante chiquillada, consideré la posibilidad de salir por uno de los ventanales. Sólo había un inconveniente y era el tiempo, es decir, había charcos bastante grandes y trechos de barro, y por otra parte era evidente que, llegado el momento, tendría que volver a la sala de billar y cerrar el balcón por dentro. Por último, decidí que la mejor estratagema era, simplemente, salir de pronto de la habitación, a grandes pasos y con aire furioso. Me dirigí, por tanto, en silencio a un rincón de la sala donde miss Kenton no me veía para ejecutar mejor mi plan y, asiendo fuertemente mis utensilios de trabajo, crucé la puerta y avancé por el pasillo ante el asombro de miss Kenton, que no daba crédito a sus ojos. El ama de llaves reaccionó, no obstante, con rapidez y, a los pocos segundos, tras adelantárseme, se detuvo ante mí y me cerró el paso.

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