A Setsuko la encontré sentada, sola, en la terraza, contemplando el jardín. El sol seguía brillando pero hacía más fresco. Al llegar yo, Setsuko se volvió y me puso un cojín en un sitio donde daba el sol.
– Padre, hemos hecho té -dijo-, ¿le apetece un poco?
Se lo agradecí y, mientras me servía, me quedé observando el jardín.
Nuestro jardín, a pesar de la guerra, tenía muy buen aspecto y seguía siendo el mismo que Akira Sugimura había diseñado hacía unos cuarenta años. En el otro extremo, cerca del muro del fondo, Noriko e Ichiro examinaban un bambú. Este arbusto, así como los demás árboles y plantas del jardín, por orden de Sugimura había sido trasplantado a éste ya crecido, desde algún otro lugar de la ciudad. Se dice que Sugimura, cuando paseaba, escudriñaba a través de las verjas de los jardines y si encontraba algún árbol o arbusto que le gustaba, ofrecía al propietario grandes sumas de dinero para que se lo vendiera. Verdad o no, es evidente que sabía elegir. El resultado fue, y sigue siendo, un jardín de una armonía espléndida, con un diseño tan libre y espontáneo, que nadie diría que se trata de un jardín artificial.
– Noriko siempre ha sido muy buena con los niños -dijo Setsuko mirándolos a los dos-. Ichiro le ha cogido mucho cariño.
– Qué gran chico es Ichiro -dije-. A diferencia de casi todos los niños de su edad, no es nada tímido.
– Espero que no le haya molestado mucho. A veces es muy obstinado. Si en algún momento se pone pesado, no dude en regañarle.
– Pero si nos llevamos muy bien. Hemos estado dibujando juntos.
– ¿De verdad? Le encanta dibujar.
– También me ha ofrecido una pequeña representación. Es muy buen actor.
– Ah, sí, eso lo hace muchas veces.
– Las palabras que dice, ¿se las inventa? He intentado comprender lo que decía, pero no entendí nada. Mi hija reprimió la risa con la mano.
– Eso es que estaba jugando a los vaqueros. Cuando juega a los vaqueros, hace como si hablara en inglés.
– ¡En inglés! Vaya, vaya. Conque era eso.
– Un día lo llevamos a ver una película americana. Era una película del Oeste, y, desde ese día, le encanta jugar a los vaqueros. Tuvimos incluso que comprarle un sombrero. Está convencido de que con esos sonidos imita a los vaqueros. Le debe de haber resultado rarísimo.
– Entonces era eso -dije riéndome-. ¡Mi nieto se ha convertido en un vaquero!
La brisa mecía las hojas del jardín. Noriko estaba acurrucada junto al farol de piedra, cerca del muro del fondo, señalándole algo a Ichiro con el dedo.
– Y pensar -dije suspirando- que hace sólo unos pocos años a Ichiro no le habrían permitido ver ese tipo de películas. Sin apartar su mirada del jardín, Setsuko dijo:
– Suichi piensa que más vale que le gusten los vaqueros a que idolatre a gente como Miyamoto Musashi. Suichi piensa que ahora, para los niños, los mejores ejemplos son los héroes americanos.
– ¿Ah, sí? ¿Así es como piensa Suichi?
Ichiro parecía no interesarse por el farol de piedra, porque vimos cómo tiraba con fuerza del brazo de su tía. Setsuko, a mi lado, sonrió un poco violenta.
– Es muy insolente, este niño. Siempre arrastra a la gente de un lado para otro. ¡Qué modales!
– A propósito -dije-, Ichiro y yo vamos mañana al cine.
– ¿De verdad?
E inmediatamente noté que Setsuko no parecía estar muy de acuerdo.
– Sí -dije-, parece que le apasiona el monstruo prehistórico. Pero no te preocupes, el periódico dice que es una película apta para niños de su edad.
– No, si de eso estoy segura.
– La verdad es que había pensado que podríamos ir todos. Sería como una salida familiar. Setsuko carraspeó nerviosa:
– Sería muy divertido. Claro, a menos que Noriko haya hecho también sus planes para mañana.
– ¿Tú crees? ¿Qué planes?
– Creo que ha pensado que fuésemos todos al parque de los ciervos. Aunque también podríamos ir otro día.
– No tenía la menor idea de que Noriko hubiese hecho planes. En cualquier caso, no me ha comentado nada. Yo ya le he dicho a Ichiro que mañana iremos al cine a ver esa película. Ahora no voy a desilusionarlo.
– Sí, creo que le gustará mucho ir al cine.
Ichiro subía por el sendero del jardín, llevando de la mano a Noriko. Yo les habría hablado enseguida de mis planes para el día siguiente, pero en vez de quedarse en la terraza, se metieron dentro para lavarse las manos. Hasta después de la cena, por lo tanto, no pude hablar del tema.
Aunque durante el día el comedor resulte algo lúgubre, dado que apenas entra el sol, después del atardecer, cuando encendemos la pantalla de encima de la mesa, el ambiente es más acogedor. Aquella noche, después de llevar un rato sentados alrededor de la mesa leyendo revistas y periódicos, le dije a mi nieto:
– Y bien, Ichiro, ¿ya le has dicho a tu tía lo de mañana? Ichiro levantó la mirada de su libro, algo confuso.
– ¿Nos llevamos a las mujeres, sí o no? -dije-. Recuerda lo que hablamos. Quizá les dé demasiado miedo.
Esta vez me comprendió y sonrió burlonamente.
– Sí, a tía Noriko quizá le dé mucho miedo -dijo-. ¿Le gustaría ir con nosotros, tía Noriko?
– ¿Ir adonde, Ichiro-san? -preguntó Noriko.
– Al cine, a ver la película del monstruo.
– Había pensado que podríamos ir mañana todos al cine -expliqué yo-. Salir en familia, vamos.
– ¿Mañana? -Noriko me miró y después se volvió hacia mi nieto-. Pero Ichiro, mañana no podemos. ¿No te acuerdas de que tenemos que ir al parque de los ciervos?
– Los ciervos pueden esperar -dije-. Al chico le hace ilusión ver la película.
– Ni hablar -dijo Noriko-. Ya está todo decidido. Y a la vuelta, le haremos una visita a la señora Watanabe. Tiene ganas de conocer a Ichiro. Ya lo habíamos decidido hace tiempo. ¿Verdad, Ichiro?
– Es usted muy amable -intervino Setsuko-, pero como es natural la señora Watanabe nos estará esperando. Quizá sería mejor dejar el cine para pasado mañana.
– Pero a Ichiro le hacía mucha ilusión -protesté-. ¿No es cierto, Ichiro? Estas mujeres, ¡qué pesadas son!
Ichiro, que parecía estar absorto en su libro, ni siquiera me miró.
– Vamos, díselo, Ichiro -insistí.
Pero mi nieto siguió con la mirada clavada en el libro.
– ¡Ichiro!
De pronto dejó caer el libro en la mesa, se levantó y salió corriendo de la habitación en dirección al salón del piano. Yo me reí.
– ¿Veis? -le dije a Noriko-. Le habéis decepcionado. Deberíais haber dejado las cosas como estaban.
– Padre, no sea ridículo. Hace tiempo que habíamos quedado con la señora Watanabe. Además, es absurdo llevar a Ichiro a una película de ésas. No le gustan, ¿verdad que no, Setsuko?
Mi hija mayor sonrió incómoda.
– Padre, es muy amable -dijo-, quizá pasado mañana…
Me encogí de hombros y suspiré. Seguí leyendo el periódico y seguidamente, al ver que ninguna de las dos se ocupaba de Ichiro, me levanté y fui a buscarlo al salón del piano.
Ichiro, como no llegaba al cordón de la lámpara del techo, había encendido la lamparita de encima del piano. Se había sentado en el taburete, con un lado de la cabeza apoyado sobre la tapa. Como tenía media cara pegada a la madera oscura del piano, sus rasgos aparecían deformados. Aun así, pude captar su mal humor.
– Lo lamento, Ichiro -dije-. Pero no te preocupes. Iremos pasado mañana.
Al ver que no reaccionaba, le dije:
– Vamos Ichiro, no hay que darle tanta importancia.
Me acerqué a la ventana. Fuera ya era de noche y no vi más que mi reflejo y el de la habitación a mis espaldas en el cristal. En la otra habitación, las mujeres hablaban en voz baja.
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