Kazuo Ishiguro - Un artista del mundo flotante

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Ultimamente he de reconocer que cada vez me gusta más la literatura japonesa, su estilo me tiene enganchado. Narración directa, sencilla, pero siempre con un “algo” que te atrapa. Esta novela de Ishiguro no es una excepción.
En ella nos cuenta la historia de Ono, (bueno para ser sincero Ono nos cuenta su propia historia ya que está contada en primera persona) un pintor laureado en el pasado, que reflexiona sobre su carrera pictórica desde la experiencia y la madurez que le proporciona su edad. La historia está ambientada en el Japón posterior a la Segunda Guerra Mundial. Ono en su juventud era un pintor que apoyó al Japón imperial, lo que le acarreó enemistades entre los demás pintores, y aunque era reconocido por la crítica, con el paso de los años reflexiona y esto le hace replantearse su pasado, más aún cuando las nuevas generaciones quieren tomar ejemplo de todo lo que hacen los estadounidenses y no ven con buenos ojos su obra.
Es un libro que propone algunas reflexiones muy interesantes sobre temas como la moral, las dificultades por las que pasan los artistas para expresarse, las elecciones que deben realizar en su carrera…
Yo personalmente como “intento de artista” sé que hay veces en que te planteas si seguir haciendo lo que a tí realmente te gusta o intentar acercarte más a lo que guste a la mayoría. Yo de momento lo tengo claro, pobre pero auténtico.
Por último os dejo una crítica de un colega, para que tengais una opinión más.

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– ¡Shintaro-san! [1]-le gritó la señora Kawakami-, ¿qué modales son ésos?

Al oírla, Shintaro levantó la mirada muy afligido, como si de verdad hubiese cometido un delito atroz, y profirió una retahila de disculpas, que animaron aún más a la señora Kawakami.

– ¡Nunca he visto a nadie con peores modales! Por lo visto, Shintaro-san, no me tiene usted ningún respeto. Al final, me decidí a intervenir:

– Ya está bien, Obasan. Ya está bien, dígale que no es más que una broma.

– ¿Una broma? No bromeo en absoluto. ¡Realmente increíble!

Y así siguió hasta un punto en que daba pena ver a Shintaro. Por el contrario, en otras ocasiones Shintaro está convencido de que bromean con él cuando en realidad le están hablando muy en serio. Me acuerdo de una vez en que puso a la señora Kawakami en un aprieto cuando, a propósito de un general ejecutado hacía poco tiempo por crímenes de guerra, Shintaro declaró alegremente:

– Ya de niño admiraba a ese hombre. Me pregunto qué será de él. Seguramente estará retirado.

Algunos clientes nuevos que había aquella noche le miraron con un gesto de desaprobación. Cuando la señora Kawakami, siempre preocupaba por su negocio, se dirigió a él y en voz baja le hizo saber la suerte que había corrido el general, Shintaro soltó una carcajada:

– Realmente, Obasan -dijo en voz alta-, algunas de sus bromas son el colmo.

En esta clase de asuntos, la ignorancia de Shintaro es con frecuencia notable pero, como he dicho, digna de admiración. Deberíamos agradecer que todavía queden personas libres del cinismo que reina en nuestros días. Y de hecho, es seguramente esta característica de Shintaro, esta impresión que da de seguir intacto y de que nada lo ha corrompido, lo que me ha llevado en el transcurso de estos últimos años a apreciar cada vez más su compañía.

En cuanto a la señora Kawakami, aunque hace lo posible por no caer en el estado de ánimo general, es innegable que los años de guerra la han envejecido de manera notable. Antes de la contienda aún pasaba por una «mujer joven», pero desde entonces parece como si algo dentro de ella se hubiera quebrado, hundido. No es sorprendente si pensamos en todos los seres queridos que ha perdido en la guerra. Llevar su negocio también le resulta cada día más difícil. Debe costarle creer que se encuentra en el mismo barrio en el que hará dieciséis o diecisiete años abrió su pequeño local porque, a decir verdad, de nuestro antiguo barrio de vida nocturna ya no queda nada. Todos aquellos que le hacían la competencia han cerrado y se han marchado, y más de una vez la señora Kawakami debe haberse planteado hacer lo mismo.

Sin embargo, el día que abrió su negocio era tal la concentración de bares y casas de comidas que, según recuerdo, había quien dudaba que el local sobreviviese mucho tiempo. En verdad apenas se podía caminar por ninguna callejuela sin rozar las numerosas banderolas de tela que pendían por todos lados, sobresaliendo de las fachadas de las tiendas y anunciando con alegres inscripciones los atractivos de sus respectivos establecimientos. Pero por aquel entonces, como había clientela suficiente, bares y restaurantes, por numerosos que fuesen, prosperaban. Por las noches, sobre todo si la temperatura era agradable, toda esta parte de la ciudad se llenaba de gente deambulando de un bar a otro, o simplemente parada y charlando en medio de la calle. Los coches no se atrevían a circular por la zona, e incluso las bicicletas tenían que ser empujadas a pie por entre la despreocupada multitud de peatones.

He dicho «nuestro barrio de vida nocturna», pero en realidad no era más que un lugar donde beber, comer y charlar. Las auténticas zonas de vida nocturna, las casas de geishas y los teatros, estaban en el centro de la ciudad. Yo siempre he preferido nuestro barrio. Atraía a una muchedumbre animada y al mismo tiempo respetable, gente en su mayoría como nosotros -artistas y escritores seducidos por la idea de conversar animadamente hasta bien entrada la noche-. Mi círculo frecuentaba un local llamado Migi-Hidari, situado en una plazuela pavimentada formada por el cruce de tres callejuelas. El Migi-Hidari, a diferencia de los locales próximos, era un gran recinto de dos plantas con un buen número de camareras vestidas tanto al estilo tradicional como al occidental. Aunque modestamente, había contribuido a que el Migi-Hidari sobresaliese entre sus competidores y, en agradecimiento, nuestro grupo disfrutaba de una mesa en una esquina, reservada sólo para nosotros. Los que conmigo bebían eran, en efecto, la élite de mi escuela: Kuroda, Murasaki, Tanaka, jóvenes brillantes cuya reputación iba en aumento. Todos gustaban de la conversación y aún guardo el recuerdo de los muchos debates apasionados que celebramos alrededor de aquella mesa.

Debo decir que Shintaro nunca formó parte de aquel grupo de elegidos. Yo lo habría admitido desde un principio, pero entre mis alumnos había un profundo sentido de la jerarquía y consideraban a Shintaro un personaje secundario. Recuerdo que una noche, poco después de que Shintaro y su hermano vinieran a hacerme aquella visita, hablé en nuestra mesa del episodio. A Kuroda y a sus amigos les pareció muy cómico el excesivo agradecimiento que los hermanos me habían manifestado por un «simple cargo de chupatintas». Entonces, en medio de un silencio solemne, todos me escucharon exponer mi idea de que la fama y una buena posición pueden ser el premio de alguien que no ha hecho más que consagrarse a su trabajo, no por alcanzarlas, sino simplemente por el placer de cumplir con su obligación lo mejor posible. En ese momento, uno de ellos -sin duda Kuroda- se inclinó hacia adelante y dijo:

– Desde hace algún tiempo sospecho que Sensei no es consciente del prestigio que tiene en esta ciudad. El ejemplo que nos acaba de citar lo demuestra. Su fama rebasa ya el mundo del arte y abarca todas las esferas. Es algo que Sensei ignora, lo cual es muy típico de su naturaleza modesta, como también es típico que le sorprenda saberse estimado. A los aquí presentes no nos sorprende en absoluto. Y es más, sólo nosotros sabemos que el profundo respeto que el gran público siente por él, no es tanto como el que se merece. A mí, personalmente, no me cabe la menor duda de que su reputación irá aumentando y, dentro de unos años, nuestro mayor orgullo será decir a los cuatro vientos que un día fuimos discípulos de Masuji Ono.

Ahora bien, nada de esto era extraordinario. A cierta hora de la noche, cuando todos estábamos un poco bebidos, era habitual que mis protegidos (y sobre todo Kuroda, a quien se consideraba portavoz del grupo) se pusieran a hacer declaraciones de fidelidad a mi persona. Como es natural, por lo general no les hacía ningún caso, pero aquella vez, como cuando Shintaro y su hermano se habían quedado en la entrada de mi casa deshaciéndose en sonrisas y reverencias, me sentí profundamente satisfecho.

No vayan a pensar que sólo simpatizaba con mis mejores alumnos. De hecho, creo que la primera vez que puse los pies en el bar de la señora Kawakami fue porque quería pasar la tarde hablando con Shintaro. Cuando intento rememorar aquella tarde advierto que mis recuerdos se funden con las imágenes y los sonidos de otras veladas, los farolillos colgados de las puertas, las risas de la gente apiñada fuera del Migi-Hidari, el olor de las fritadas, alguna camarera convenciendo a un cliente de que volviese con su esposa y, procedente de todas direcciones, el eco de las sandalias de madera al taconear sobre el cemento. Era una cálida noche de verano, de eso me acuerdo, y como no encontré a Shintaro en los locales que él frecuentaba, anduve de aquí para allá. A pesar de la competencia que había entre los establecimientos, reinaba en la zona cierto espíritu de vecindad, y cuando en uno de los bares pregunté por Shintaro, una camarera me aconsejó, sin ningún resentimiento, que lo buscara en el «sitio nuevo».

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