Diane Setterfield - El cuento número trece

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Entre mentiras, recuerdos e imaginación se teje la vida de la señora Winter, una famosa novelista ya muy entrada en años que pide ayuda a Margaret, una mujer joven y amante de los libros, para contar por fin la historia de su misterioso pasado.
«Cuénteme la verdad», pide Margaret, pero la verdad duele, y solo el día en que Vida Winter muera sabremos qué secretos encerraba Él cuento número trece, una historia que nadie se había atrevido a escribir.
Después de cinco años de intenso trabajo;, Diane Setterfield ha logrado el aplauso de los lectores y el respeto de los críticos con una primera novela que pronto sé convertirá en un clásico.

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Estoy sola.

Sin nombre.

Sin hogar.

Sin familia.

No soy nada.

No tengo adonde ir.

No tengo a nadie.

Me miro la palma abrasada, pero no puedo sentir dolor.

¿Qué soy? ¿Estoy siquiera viva?

Podría ir a cualquier lugar, pero regreso a Angelfield. Es el único lugar que conozco.

Emergiendo de los árboles, me acerco a la casa. Un coche de bomberos. Aldeanos con cubos, algo apartados, aturdidos y con la cara tiznada, viendo cómo los profesionales lidian con las llamas. Mujeres contemplando hipnotizadas el humo que se eleva hacia el cielo negro. Una ambulancia. El doctor Maudsley arrodillado sobre una silueta en la hierba.

Nadie me ve.

En la linde del campo donde se desarrolla toda esa actividad me detengo, invisible. Quizá sea cierto que no soy nada. Quizá nadie pueda verme. Quizá perecí en el incendio y todavía no me he dado cuenta. Quizá, por fin, soy lo que siempre he sido: un fantasma.

Una de las mujeres se vuelve hacia mí.

– Mirad -grita, señalándome-. ¡Está ahí!

Y todos se vuelven. Me clavan sus miradas. Una de las mujeres corre a avisar a los hombres. Los hombres apartan los ojos del fuego y me miran también.

– ¡Gracias a Dios! -exclama alguien.

Abro la boca para decir… no sé el qué. Pero no digo nada. Me quedo quieta, haciendo muecas con la boca, sin voz, sin palabras.

– No intentes hablar. -El doctor Maudsley está ahora a mi lado.

Tengo la mirada fija en la muchacha que yace en la hierba.

– Sobrevivirá -dice el médico.

Miro la casa.

Las llamas. Mis libros. No creo que pueda soportarlo. Recuerdo la página de Jane Eyre , la pelota de palabras que salvé de la pira. La he dejado con el bebé.

Empiezo a sollozar.

– Está bajo el efecto del trauma -le dice el médico a una de las mujeres-. Manténgala abrigada y quédese con ella mientras metemos a su hermana en la ambulancia.

Una mujer se me acerca chasqueando la lengua con preocupación. Se quita el abrigo y me envuelve en él, con ternura, como si estuviera vistiendo a un bebé, y murmura:

– No te preocupes, te pondrás bien, tu hermana se pondrá bien. Oh, mi pobre chiquilla.

Levantan a la muchacha de la hierba y la trasladan a la camilla de la ambulancia. Luego me ayudan a subir. Me sientan frente a ella. Y nos llevan al hospital.

Ella tiene la mirada perdida. Los ojos abiertos y vacíos. Tras un primer instante desvío los ojos. El hombre de la ambulancia se inclina sobre ella, se asegura de que respira y se vuelve hacia mí.

– ¿Qué me dices de esa mano?

Aunque mi mente no haya advertido el dolor, mi cuerpo desvela mi secreto: estoy apretando con mi mano izquierda la derecha.

El hombre me toma la mano y dejo que me estire los dedos. Tengo la marca profunda de una quemadura en la palma. La llave.

– Cicatrizará -me dice-. No te preocupes. ¿Quién eres tú, Adeline o Emmeline?

Señala a la otra muchacha.

– ¿Ella es Emmeline?

No puedo responder, no puedo sentirme, no puedo moverme.

– No te preocupes -dice-. Todo a su tiempo.

Renuncia a intentar hacerse entender. Masculla para sí:

– Pero tenemos que llamarte de alguna manera. Adeline, Emmeline, Emmeline, Adeline. Mitad y mitad, ¿no es cierto? Se pasará todo cuando te lavemos.

El hospital. Abren las puertas de la ambulancia. Ruido y bullicio. Voces hablando deprisa. Trasladan la camilla a una cama con ruedas y empujan a gran velocidad. Una silla de ruedas. Unas manos en mi hombro, «Siéntate, cariño». La silla avanza. Una voz a mi espalda: «No te preocupes, criatura. Cuidaremos de ti y de tu hermana. Ya estás a salvo, Adeline».

картинка 59

La señorita Winter dormía.

Observé la suave flojedad de su boca entreabierta, el mechón de pelo rebelde sobre la sien. Mientras dormía me pareció muy, muy vieja y muy, muy joven. Con cada respiración las sábanas subían y bajaban sobre sus hombros huesudos, y con cada descenso las cintas del borde de la manta le rozaban el rostro. No parecía notarlo, pero de todos modos me incliné para doblarla y devolver el rizo de pelo blanco a su lugar.

No se movió. ¿Dormía realmente, me pregunté, o había entrado ya en un estado de inconsciencia?

No sé cuánto tiempo estuve contemplándola. Había un reloj, pero el movimiento de sus manecillas significaban tan poco como un mapa de la superficie marina. Las olas del tiempo me lamían mientras mantenía los ojos cerrados pero despiertos, como una madre atenta a la respiración de su hijo.

No sé muy bien qué decir sobre lo que ocurrió entonces. ¿Es posible que alucinara a causa del cansancio? ¿Me quedé dormida y soñé? ¿O es cierto que la señorita Winter habló una última vez?

«Le daré el mensaje a su hermana.»

Abrí los ojos de golpe, pero ella los tenía cerrados. Parecía tan profundamente dormida como antes.

No vi venir al lobo. No lo oí. Solo hubo esto: poco antes del alba tomé conciencia del silencio reinante, y me di cuenta de que la única respiración que se oía en la habitación era la mía.

Inicios

Nieve

La señorita Winter falleció y la nieve siguió cayendo. Cuando Judith llegó pasó un rato conmigo ante la ventana, contemplando la luz fantasmagórica del cielo nocturno. Más tarde, cuando una alteración en la luz nos indicó que ya era de día, me mandó a la cama.

Desperté al atardecer.

La nieve que había cortado la línea telefónica alcanzaba los alféizares de las ventanas y trepaba por las puertas. Nos separaba del resto del mundo con tanta eficacia como la llave de una celda. La señorita Winter se había fugado; también la mujer a la que Judith llamaba Emmeline y que yo evitaba nombrar había logrado huir. El resto de nosotros, Judith, Maurice y yo, seguíamos atrapados.

El gato estaba inquieto. La nieve lo enervaba; no le gustaba esa alteración en el aspecto de su universo. Saltaba de una ventana a otra buscando su mundo perdido y nos maullaba con apremio a Judith, a Maurice y a mí, como si restablecerlo estuviera en nuestras manos. En comparación con aquel encierro forzado, la pérdida de sus dueñas era un hecho nimio que, si reparó en él, no lo perturbó en absoluto.

La nieve nos había sumergido en un lapso de tiempo paralelo y cada uno de nosotros encontró su propia forma de sobrellevarlo. Judith, imperturbable, hizo sopa de verduras, limpió el interior de los armarios de la cocina y cuando se le acabaron las tareas, se hizo la manicura y se preparó una mascarilla facial. Maurice, irritado por el confinamiento y la inactividad, hacía interminables solitarios, pero cuando tuvo que beber el té solo por falta de leche, Judith se prestó a jugar al rummy con él para distraerlo de su amargura.

En cuanto a mí, pasé dos días redactando mis últimas notas y, cuando terminé, me extrañó que no me apeteciera leer. Ni siquiera Sherlock Holmes conseguía encontrarme en ese paisaje atrapado en la nieve. Sola en mi habitación, pasé una hora examinando mi melancolía, tratando de poner nombre a lo que pensaba que era un nuevo elemento en ella. Entonces me di cuenta de que echaba de menos a la señorita Winter. Deseosa de compañía humana, bajé a la cocina. Maurice se alegró de poder jugar a cartas conmigo aun cuando yo solo conociera juegos de niños. Luego, mientras las uñas de Judith se secaban, preparé chocolate caliente y té sin leche, y después dejé que Judith me limara y pintara las uñas.

De ese modo los tres y el gato pasamos los días, encerrados con nuestros muertos y con la sensación de que el viejo año se estiraba indefinidamente.

Al quinto día me dejé invadir por una inmensa tristeza.

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