Diane Setterfield - El cuento número trece

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El cuento número trece: краткое содержание, описание и аннотация

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Entre mentiras, recuerdos e imaginación se teje la vida de la señora Winter, una famosa novelista ya muy entrada en años que pide ayuda a Margaret, una mujer joven y amante de los libros, para contar por fin la historia de su misterioso pasado.
«Cuénteme la verdad», pide Margaret, pero la verdad duele, y solo el día en que Vida Winter muera sabremos qué secretos encerraba Él cuento número trece, una historia que nadie se había atrevido a escribir.
Después de cinco años de intenso trabajo;, Diane Setterfield ha logrado el aplauso de los lectores y el respeto de los críticos con una primera novela que pronto sé convertirá en un clásico.

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Fui a ver a John y le dije lo que pensaba. Le dije que no permitiría que ningún niño trabajara para él en horas de colegio, que era un error malograr su educación por los pocos peniques que ganaba y que si sus padres no estaban de acuerdo, iría a verlos en persona. Le dije que si hacían falta más manos para trabajar el jardín hablaría con el señor Angelfield y emplearíamos a otro hombre. Ya había planteado esa posibilidad, la de contratar más personal tanto para el jardín como para la casa, pero John y la señora Dunne se habían mostrado tan contrarios a la idea que decidí que sería mejor esperar a estar más familiarizada con el funcionamiento de la casa.

John se limitó a menear la cabeza, negando estar al corriente de la existencia de ese niño. Cuando le recalqué que lo había visto con mis propios ojos, dijo que debía de ser cualquier niño del pueblo merodeando, que sucedía de vez en cuando, que él no era el responsable de todos los niños del pueblo que hacían novillos y aparecían en el jardín. Le dije entonces que había visto al niño en otra ocasión, el día de mi llegada, y que en esa ocasión era evidente que estaba trabajando. John se limitó a apretar los labios y repetir que no había visto a ningún niño, que todo el que quisiera desherbar su jardín sería bienvenido, pero que no había ningún niño.

Enfadada, cosa de la que no me arrepiento, le dije que le contaría el asunto a la maestra del colegio y que hablaría directamente con los padres y solucionaría el problema con ellos. John se limitó a agitar la mano, como diciendo que no era asunto suyo y que hiciera lo que quisiera (y desde luego que lo haré). Estoy segura de que conoce a ese niño y me escandaliza su negativa a ayudarme en mi deber para con él. No es propio de John poner dificultades, pero supongo que él mismo entró como aprendiz de jardinero siendo un niño y considera que eso no le perjudicó. En las zonas rurales tales actitudes tardan en desaparecer.

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Estaba absorta en el diario. Los obstáculos a la legibilidad me obligaban a leer despacio, detenerme ante los escollos, servirme de toda mi experiencia, conocimientos e imaginación para dar cuerpo a las palabras fantasma, pero esas dificultades no conseguían frenarme, sino todo lo contrario. Los márgenes difuminados, las ilegibilidades, las palabras emborronadas parecían llenas de vida, rebosantes de significado.

Mientras leía ensimismada, en otra parte de mi mente se estaba fraguando una decisión. Cuando el tren entró en la estación donde debía apearme para mi transbordo advertí que la decisión ya me había tomado a mí; por lo visto, mi destino ya no era mi casa. Era Angelfield.

En el tren regional a Banbury había tantos pasajeros que regresaban para las fiestas navideñas que no pude sentarme, y nunca leo de pie. Con cada bandazo del tren, con cada empellón y tropezón de mis compañeros de viaje, sentía el rectángulo del diario de Hester clavado en mi pecho. Solo había leído la mitad. El resto podía esperar.

«¿Qué fue de ti, Hester? -pensé-. ¿Adonde demonios fuiste?»

Demoler el pasado

Las ventanas me mostraron una cocina vacía, y cuando rodeé la casa y llamé a la puerta principal no apareció nadie. ¿Podría haberse marchado? Mucha gente viaja en esa época del año, pero van a ver a sus familias, de modo que Aurelius, que no tenía familiares, se habría quedado. Con retraso, caí en la cuenta del motivo de su ausencia: probablemente estaría repartiendo tartas para las fiestas navideñas. ¿Dónde si no podía estar el responsable de un catering la víspera de Navidad? Decidí volver más tarde. Metí en el buzón la tarjeta que había comprado en una tienda próxima a la estación y eché a andar por el bosque en dirección a la casa de Angelfield.

Hacía frío; la temperatura había bajado lo suficiente para que nevara. El suelo estaba escarchado y el cielo aparecía peligrosamente blanco. Avivé el paso. Con la cara envuelta por la bufanda hasta la altura de la nariz, enseguida entré en calor.

Al llegar al claro me detuve. A lo lejos, en el solar, vislumbré una actividad desacostumbrada. Fruncí el entrecejo. ¿Qué estaba ocurriendo? Llevaba la cámara colgada del cuello, debajo del abrigo; el frío se coló al desabrocharme los botones. Contemplé la escena a través del objetivo. Había un coche de policía en la entrada. Los vehículos y las máquinas estaban parados y los obreros estaban concentrados en un grupo. Parecía haber dejado de trabajar hacía un buen rato, pues estaban frotándose las manos y pateando el suelo con los pies para calentarlos. Tenían el casco en el suelo o colgando del codo sujeto por la correa. Un hombre pasó un paquete de cigarrillos. De vez en cuando alguno hacía un comentario aislado, pero no estaban conversando. Traté de leer la expresión de sus caras. ¿Aburrimiento? ¿Preocupación? ¿Curiosidad? Estaban de cara al bosque y a mi objetivo, pero de vez en cuando alguien echaba una ojeada por encima del hombro hacia el escenario que tenían a su espalda.

Detrás del grupo habían levantado una carpa blanca que cubría una parte del solar. La casa había desaparecido, pero por la ubicación de la cochera, el camino de grava y la iglesia, deduje que era el lugar donde había estado situada la biblioteca. Junto a la carpa, uno de los obreros y un hombre que supuse era el capataz estaban charlando con otros dos individuos. Uno vestía traje y abrigo; el otro, un uniforme de policía. En esos momentos estaba hablando el capataz, apresuradamente, negando y asintiendo con la cabeza, pero cuando el hombre del abrigo formuló una pregunta, se dirigió al obrero, y cuando este contestó, los otros tres le observaron con atención.

El obrero no parecía notar el frío. Hablaba con frases cortas; durante sus largas y frecuentes pausas los demás no decían nada, solo le miraban pacientemente y con atención. En un momento dado señaló con un dedo la máquina e imitó el movimiento de la dentada mandíbula mordiendo el suelo. Después se encogió de hombros, frunció el entrecejo y se pasó la mano por los ojos, como si quisiera borrar la imagen que acababa de rememorar.

En un costado de la carpa se abrió una portezuela. Un quinto hombre salió y se unió al grupo. Tras intercambiar unas palabras con semblante grave, el capataz se acercó al grupo de obreros y habló con ellos. Los hombres asintieron y, como si lo que acabaran de oír fuera exactamente lo que estaban esperando, procedieron a recoger los cascos y termos que descansaban a sus pies y se dirigieron a los coches aparcados junto a las verjas de la casa del guarda. El policía uniformado se colocó frente a la entrada de la carpa, de espaldas a la portezuela, y el otro condujo al obrero y su capataz hacia el coche de policía.

Bajé lentamente la cámara, pero seguí contemplando la carpa. Conocía ese lugar; yo misma había estado allí. Recordaba la desolación de la biblioteca profanada; los estantes caídos, las vigas estrelladas contra el suelo, mí estremecimiento al tropezar con la madera quemada y partida.

En esa habitación había habido un cuerpo, sepultado bajo páginas abrasadas, con una estantería como féretro. Una tumba oculta y protegida durante medio siglo por las vigas desplomadas.

No pude evitar la ocurrencia. Yo había estado buscando a alguien y al parecer acababan de encontrarlo. La simetría era irresistible. ¿Cómo no relacionar una cosa con otra? Pero Hester se había marchado hacía un año. ¿Qué razones habría tenido para regresar? Entonces me asaltó una idea, cuya simplicidad me indujo a pensar que podía ser cierta.

¿Y si Hester nunca se había marchado?

Cuando alcancé la linde del bosque vi a los dos niños rubios bajando desconsoladamente por el camino. Caminaban dando bandazos y traspiés; la tierra estaba cubierta de surcos negros abiertos por los pesados vehículos de los obreros y no iban mirando por dónde pisaban. Caminaban mirando por encima de sus hombros, hacia el lugar de donde venían.

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