Diane Setterfield - El cuento número trece

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Entre mentiras, recuerdos e imaginación se teje la vida de la señora Winter, una famosa novelista ya muy entrada en años que pide ayuda a Margaret, una mujer joven y amante de los libros, para contar por fin la historia de su misterioso pasado.
«Cuénteme la verdad», pide Margaret, pero la verdad duele, y solo el día en que Vida Winter muera sabremos qué secretos encerraba Él cuento número trece, una historia que nadie se había atrevido a escribir.
Después de cinco años de intenso trabajo;, Diane Setterfield ha logrado el aplauso de los lectores y el respeto de los críticos con una primera novela que pronto sé convertirá en un clásico.

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Y Aurelius siguió pensando en voz alta mientras yo me adentraba en una nube y seguía el hilo de su voz.

Fue entonces cuando la vi. Una sombra que pasó por mi lado, pálida en la luz acuosa. Creo que sabía que no era Aurelius. De repente reparé en los latidos de mi corazón y alargué una mano, en parte asustada, en parte esperanzada. La figura me esquivó y desapareció.

– ¿Aurelius? -Mi voz me salió trémula incluso para mis oídos.

– ¿Sí?

– ¿Sigues ahí?

– Claro.

Su voz llegaba de la dirección equivocada. ¿Qué había visto? A Aurelius desde luego que no. Probablemente había sido un efecto de la niebla. Temiendo lo que todavía podría ver si aguardaba, me quedé muy quieta, escudriñando el aire acuoso, deseando que la figura apareciera de nuevo.

– ¡Aja, aquí estás! -tronó una voz a mí espalda. Aurelius. Cuando me di la vuelta, me agarró por los hombros con sus manos con mitones-. Válgame el cielo, Margaret, estás blanca como el papel. ¡Cualquiera diría que has visto un fantasma!

Nos adentramos en el jardín. Con el abrigo, Aurelius parecía más alto y ancho de lo que era en realidad. A su lado, con mi gabardina color gris neblina, me sentía casi incorpórea.

– ¿Cómo va tu libro?

– Por ahora solo son notas. Entrevistas con la señorita Winter. E indagaciones.

– Hoy toca indagar, ¿eh?

– Sí.

– ¿Qué necesitas saber?

– Solo quiero hacer algunas fotos. Aunque me temo que el tiempo no está de mi parte.

– Dentro de una hora gozarás de buena visibilidad. La neblina no durará mucho.

Fuimos a parar a una especie de senda flanqueada por conos tan anchos que casi formaban un seto.

– ¿Por qué vienes a este lugar, Aurelius?

Caminamos pausadamente hasta el final del sendero y penetramos en un espacio donde parecía que solo hubiera niebla. Al llegar a un muro de tejos de una altura que duplicaba la de Aurelius, lo bordeamos. Divisé destellos en la hierba y las hojas; el sol había salido. La humedad del aire comenzó a evaporarse y el campo de visibilidad creció por minutos. Nuestro muro de tejos nos había llevado en círculo dentro de un espacio vacío; habíamos regresado al sendero por el que habíamos entrado.

Cuando mi pregunta se me antojó tan perdida en el tiempo que ni siquiera estaba segura de haberla formulado, Aurelius respondió:

– Nací aquí.

Me paré en seco. Aurelius siguió andando, ajeno al impacto que sus palabras habían tenido en mí. Corrí hasta darle alcance.

– ¡Aurelius! -Le agarré de la manga del abrigo-. ¿En serio? ¿De verdad naciste aquí?

– Sí.

– ¿Cuándo?

Esbozó una sonrisa extraña, triste.

– El día de mi cumpleaños.

Sin detenerme a reflexionar, insistí:

– Vale, pero ¿cuándo?

– Un día de enero, probablemente. O puede que de febrero. O hasta puede que de finales de diciembre. Hace unos sesenta años. Me temo que no sé nada más.

Fruncí el entrecejo, recordé lo que me había contado sobre la señora Love y el hecho de que no tenía madre. Pero ¿cuál ha de ser la situación de un niño adoptado para que sepa tan poco sobre sus circunstancias originales que incluso desconozca qué día nació?

– ¿Me estás diciendo, Aurelius, que eres un expósito?

– Sí, eso es justamente lo que soy. Un expósito.

Me quedé sin habla.

– Supongo que acabas acostumbrándote -dijo, y lamenté que el tuviera que consolarme a mí por su pérdida.

– ¿En serio?

Me estudió con curiosidad, preguntándose hasta dónde debía contarme.

– No, en realidad no -dijo.

Con los pasos lentos y pesados de los enfermos, reanudamos nuestro paseo. La neblina casi se había disipado. Las formas mágicas de las figuras del jardín habían perdido su encanto y volvían a mostrarse como los arbustos y setos desatendidos que eran.

– De modo que fue la señora Love quien… -empecé.

– Me encontró. Sí.

– ¿Y tus padres…?

– Ni idea.

– Pero ¿sabes que naciste aquí, en esta casa?

Aurelius hundió las manos en las profundidades de los bolsillos y tensó los hombros.

– No espero que nadie más lo entienda. No tengo pruebas. Pero lo sé. -Me lanzó una mirada rauda y con mi mirada le alenté a continuar-. A veces podemos saber cosas. Cosas de nosotros que sucedieron antes de lo que somos capaces de recordar. No sé cómo explicarlo.

Asentí y Aurelius prosiguió:

– La noche en que me encontraron hubo un gran incendio aquí. Me lo contó la señora Love cuando yo tenía nueve años. Pensó que debía hacerlo, por el olor a humo que tenían mis ropas cuando me encontró. Más tarde vine para echar un vistazo. Y desde entonces he estado viniendo. Luego busqué la noticia del incendio en los archivos del periódico local. Sea como fuere…

Su voz poseía la levedad de alguien que está contando algo tremendamente importante. Un historia tan preciada que había que frivolizarla para disimular su trascendencia por si el oyente no estaba dispuesto a escuchar.

– Sea como fuere, en cuanto llegué aquí lo supe. «Esta es mi casa», me dije. «Procedo de este lugar.» Estaba seguro. Lo sabía.

Con sus últimas palabras Aurelius había dejado que la levedad se esfumara, había permitido que lo embargara el fervor. Se aclaró la garganta.

– Naturalmente, no espero que nadie me crea. No tengo pruebas. Solo unas fechas que coinciden y el vago recuerdo de la señora Love del olor a humo. Y mi certeza.

– Te creo -dije.

Aurelius se mordió el labio y me lanzó una mirada recelosa.

Sus confidencias y aquella neblina nos habían conducido inesperadamente a una isla de intimidad y advertí que me disponía a contar lo que nunca le había contado a nadie. Las palabras entraron en mi cabeza ya compuestas y se organizaron enseguida en frases, en largas secuencias de oraciones que hervían de impaciencia por salir de mi boca, como si llevaran años planeando ese momento.

– Te creo -repetí con la lengua repleta de todas esas palabras-. Yo también he tenido esa sensación. La sensación de saber cosas que no puedes saber. Hechos que sucedieron antes de lo que podemos recordar.

¡Ahí estaba otra vez! Un movimiento repentino en el rabillo de mi ojo, visto y no visto en el mismo instante.

– ¿Has visto eso, Aurelius?

Siguió mi mirada hasta más allá de las pirámides.

– ¿Qué? No, no he visto nada.

Ya no estaba. O quizá nunca había estado.

Me volví de nuevo hacia Aurelius, pero había perdido el valor. El momento para las confidencias se había esfumado.

– ¿Tienes una fecha de cumpleaños? -preguntó Aurelius.

– Sí, tengo una fecha de cumpleaños.

Todas mis palabras no pronunciadas regresaron al lugar donde habían estado encerradas esos años.

– La anotaré -dijo animadamente-. Así podré enviarte una tarjeta.

Fingí una sonrisa.

– Ya falta muy poco.

Aurelius abrió una libretita azul dividida en meses.

– El día diecinueve -le dije, y lo anotó con un lápiz tan pequeño que en su enorme mano semejaba un palillo de dientes.

El calcetín gris de la señora Love

Cuando empezó a llover nos subimos la capucha y corrimos a refugiarnos en la iglesia. En el porche bailamos una pequeña giga para sacudirnos las gotas del abrigo y entramos.

Nos sentamos en un banco cercano al altar, alcé la vista hasta el blanco techo abovedado y me quedé mirándolo hasta marearme.

– Háblame de cuando te encontraron -dije-. ¿Qué sabes al respecto?

– Sé lo que la señora Love me contó -respondió Aurelius-. Puedo contarte eso. Y no hay que olvidar lo de mi herencia.

– ¿Tienes una herencia?

– Sí. No es mucho. No es lo que la gente suele considerar una herencia, pero así y todo… Ahora que lo pienso, puedo enseñártela más tarde.

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