Aunque lamentaba la infelicidad del ama, John celebraba la partida de Hester. La marcha de la institutriz fue como si le quitaran un gran peso de encima. Entraba en la casa con mayor libertad y por las noches pasaba más horas con el ama en la cocina. En su opinión, la marcha de Hester no constituía pérdida alguna. La institutriz solo había tenido un efecto positivo en su vida -al animarle a trabajar de nuevo en el jardín de las figuras-, y lo había hecho de manera tan sutil tan discreta, que para John resultó fácil reorganizar su propia mente hasta que esta le dijo que la decisión había sido enteramente suya. Cuando tuvo claro que Hester ya no volvería, sacó sus botas del cobertizo y procedió a sacarles brillo ante la lumbre de la cocina con las piernas encima de la mesa, pues ¿quién iba a impedírselo ahora?
En el cuarto de arriba, la rabia y la furia parecían haber abandonado a Charlie, dejándole en su lugar un cansancio acongojado. A veces se podía oír el roce de sus lentos pasos en el suelo y a veces, al pegar la oreja a la puerta, se le oía llorar con los sollozos exhaustos de un niño desdichado de dos años. ¿Podía ser que Hester, de una forma misteriosa pero así y todo científica, hubiera ejercido su influencia a través de la puerta cerrada bajo llave y mantenido a raya lo peor de su desesperación? No parecía algo imposible.
No solo las personas reaccionaron ante la ausencia de Hester. También la casa respondió de inmediato. El primer síntoma fue el silencio. Ya no se oía el tap, tap, tap de los pies de Hester recorriendo pasillos y escaleras. Luego también cesaron los golpes y martillazos del albañil en el tejado. El hombre, tras enterarse de que Hester ya no estaba, había tenido la bien fundada sospecha de que a falta de alguien que pusiera sus facturas delante de las narices de Charlie, nadie le pagaría por su trabajo. Recogió sus herramientas y se marchó; apareció otro día para llevarse la escalera de mano y nunca más regresó.
El primer día de silencio, y como si nada lo hubiera interrumpido, la casa reanudó su largo y lento proceso de deterioro. Al principio fueron pequeñas cosas: la suciedad empezó a manar de cada grieta de cada objeto en cada habitación, las superficies escupían polvo, las ventanas se cubrieron con la primera capa de mugre. Todos los cambios de Hester habían sido superficiales y su mantenimiento exigía una atención diaria. Por tanto, cuando el programa de limpieza del ama empezó a flaquear y finalmente se vino abajo, la verdadera naturaleza de la casa se impuso de nuevo. Llegó un momento en que no se podía coger nada sin notar la vieja pegajosidad de la mugre en los dedos.
También los objetos recuperaron rápidamente sus antiguos hábitos. Las llaves fueron las primeras en salir andando. De la noche a la mañana se desprendieron de cerraduras y anillas y se juntaron, en polvorienta camaradería, en una cavidad bajo una tabla suelta del suelo. Los candelabros de plata, que todavía conservaban el brillo que les había sacado Hester, viajaron desde la repisa de la chimenea del salón hasta el tesoro que Emmeline guardaba bajo la cama. Los libros salían de los estantes de la biblioteca y subían a otros pisos para descansar en todos los rincones y debajo de los sofás. A las cortinas les dio por correrse y descorrerse a su antojo. Hasta el mobiliario aprovechó la falta de supervisión para desplazarse. Un sofá se alejaba unos centímetros de la pared, una silla se movía medio metro hacía la izquierda. Pruebas, todo ello, de que el fantasma de la casa dominaba de nuevo su territorio.
Un tejado en vías de reparación empeora en lugar de mejorar. Algunos de los agujeros que había dejado el albañil eran más grandes que los que se le había encomendado reparar. No estaba nada mal tumbarse en el suelo del desván y sentir el sol en la cara, pero notar la lluvia era algo muy diferente. Las tablas del suelo empezaron a ablandarse, luego el agua se filtró en las habitaciones inferiores. Había lugares donde sabíamos que no debíamos pisar, lugares donde el suelo se hundía peligrosamente bajo nuestros pies. Pronto se desmoronaría y se podría ver la habitación de abajo. ¿Y cuánto tiempo tendría que pasar para que el suelo de esa habitación cediera y se pudiera ver la biblioteca? ¿Y terminaría cediendo el suelo de la biblioteca? ¿Llenaría el día en que sería posible divisar el cielo desde el sótano a través de las cuatro plantas?
El agua, como Dios, actúa de manera inescrutable. Una vez dentro de una casa, sigue la fuerza de la gravedad indirectamente. Encuentra surcos y cauces secretos dentro de las paredes y debajo de los suelos; penetra y gotea en direcciones inesperadas; emerge en los lugares más insospechados. Había trapos desperdigados por toda la casa para que embebieran el agua, pero nadie se molestaba en escurrirlos; se colocaban ollas y barreños para atrapar las gotas, pero rebosaban antes de que alguien se acordara de vaciarlos. La constante humedad arrancaba el yeso de las paredes y se comía la argamasa. En el desván había paredes tan inestables que, como un diente flojo, podías mecerlas con la mano.
¿Y las gemelas?
La herida que Hester y el médico les habían causado era muy profunda. Las cosas, lógicamente, ya nunca serían como antes. Las gemelas compartirían siempre una cicatriz y los efectos de la separación nunca serían erradicados por completo. No obstante, cada una vivía la cicatriz de forma diferente. Adeline, después de todo, había caído en un estado de amnesia temporal en cuanto comprendió lo que Hester y el médico estaban tramando. Se ausentó de sí misma casi en el mismo instante en que perdió a su gemela y no guardaba recuerdo alguno del tiempo que había pasado separada de ella. Adeline ignoraba si la oscuridad que se había interpuesto entre la pérdida de su hermana y el reencuentro con ella había durado un año o un segundo. Pero eso ya no importaba. Todo había terminado y ella volvía a estar viva.
Para Emmeline la situación era distinta. Ella no había gozado del bálsamo de la amnesia; había sufrido durante más tiempo y con mayor intensidad. Durante las primeras semanas cada segundo había sido un tormento. Parecía una mutilada en los minutos previos a la anestesia, medio enloquecida por el dolor, atónita ante el hecho de que el cuerpo humano pudiera sentir tanto y no morir a causa de ello Pero poco a poco, de célula herida en célula herida, empezó a reponerse. Llegó un momento en que ya no era todo su cuerpo el que ardía de dolor, sino solo su corazón. Y llegó el día en que su corazón fue capaz, al menos durante un tiempo, de sentir otras emociones además de tristeza. En pocas palabras, Emmeline se adaptó a la ausencia de su gemela. Aprendió a vivir separada de ella.
Así y todo, consiguieron conectar de nuevo y volvieron a ser gemelas. Pero Emmeline ya no era la gemela de antes, aunque Adeline no lo percibió de inmediato.
Al principio solo hubo lugar para la dicha del reencuentro. Eran inseparables; a donde iba una, la otra la seguía. Correteaban entre los viejos árboles del jardín de las figuras jugando incansablemente al escondite, una repetición de su reciente experiencia de pérdida y reencuentro de la que Adeline nunca parecía cansarse. Para Emmeline la novedad empezó poco a poco a perder su brillo. Parte del antiguo antagonismo emergió a la superficie. Emmeline quería ir en una dirección, Adeline en la otra, de modo que reñían. Y como antes, era Emmeline quien, por lo general, cedía. Y eso molestaba a su nueva y secreta personalidad.
Aunque al principio Emmeline se había encariñado con Hester, ya no la echaba de menos. Durante el experimento su afecto había disminuido. Después de todo, sabía que era Hester quien la había separado de su hermana. Y no solo eso, sino que Hester había estado tan absorta en sus informes y reuniones científicas que, quizá sin darse cuenta, había descuidado a Emmeline. Durante esa época, envuelta por una soledad desacostumbrada, Emmeline había encontrado formas de evadirse de su dolor. Descubrió pasatiempos y entretenimientos con los que llegó a disfrutar de verdad, juegos a los que no estaba dispuesta a renunciar simplemente porque su hermana hubiera vuelto.
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