Lentamente, se volvió hacia mí.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó-. Judith dice que no come mucho.
– Nunca he comido mucho.
– Está pálida.
– Será que estoy un poco cansada.
Terminamos pronto. Creo que ninguna de las dos se sentía con ánimo de continuar.
Cuando volví a verla, la señorita Winter estaba diferente. Cerró los ojos con cansancio y tardó más de lo acostumbrado en evocar el pasado y comenzar a hablar. Mientras juntaba los hilos la observé y advertí que no se había puesto las pestañas postizas. Conservaba la sombra de ojos violeta y la arrolladora raya negra, pero sin las pestañas de araña parecía una niña que ha estado jugando con el estuche de pinturas de su madre.
Las cosas no salieron como Hester y el médico esperaban. Se habían preparado para una Adeline que despotricara, bramara, pataleara y batallara. En cuanto a Emmeline, contaban con que su cariño por Hester la ayudara a aceptar la repentina ausencia de su gemela. Esperaban, en resumidas cuentas, las mismas niñas de siempre, solo que separadas en lugar de juntas. De ahí que al principio les sorprendiera que las gemelas se convirtieran en dos muñecas de trapo inertes.
Bueno, no del todo inertes. La sangre seguía circulando perezosamente por sus venas. Tragaban las cucharadas de sopa que les metían en la boca, el ama en una casa, la esposa del médico en la otra. Pero tragar es un acto reflejo, y las gemelas no tenían hambre. Sus ojos, abiertos durante el día, no veían, y por la noche, aunque los cerraban, no gozaban de la tranquilidad del sueño. Estaban separadas, estaban solas, estaban en una suerte de limbo. Eran dos seres mutilados, mas no les faltaba un miembro, sino el alma.
¿Dudaron los supuestos científicos de sí mismos? ¿Se detuvieron a pensar si estaban haciendo lo correcto? ¿Proyectaron las figuras inconscientes y desmañadas de las gemelas una sombra sobre su bello proyecto? En realidad no eran deliberadamente crueles. Solo insensatos. Mal orientados por sus conocimientos, por su ambición por su propia ceguera.
El médico realizaba pruebas. Hester observaba. Y cada día se reunían para comparar notas, para comentar lo que al principio, con optimismo, llamaban progreso. Ante el escritorio del médico o en la biblioteca de Angelfield, se sentaban juntos con las cabezas inclinadas sobre papeles donde estaban anotados todos los pormenores sobre la vida de las niñas. Conducta, dieta, sueño. Cavilaban sobre la falta de apetito, sobre la propensión a dormir todo el tiempo, ese dormir que no era dormir. Proponían teorías que explicaran los cambios generados en las gemelas. El experimento no estaba yendo todo lo bien que esperaban, de hecho había comenzado de manera desastrosa, pero ambos científicos eludían la posibilidad de que estuvieran perjudicándolas y preferían alimentar la creencia de que juntos podían obrar un milagro.
Al médico le proporcionaba una enorme satisfacción trabajar por primera vez desde hacía décadas con una mente científica tan lúcida. Le maravillaba la capacidad de su protegida para captar un principio y, al minuto siguiente, aplicarlo con originalidad y perspicacia profesionales. No tardó en reconocer para sus adentros que la institutriz era más una colega que una protegida. Y Hester estaba encantada de ver que por fin su mente estaba siendo debidamente alimentada y desafiada. Salía de sus reuniones diarias rezumando entusiasmo y satisfacción. Así se explica fácilmente la ceguera de ambos. ¿Cómo podía esperarse de la institutriz y el médico que comprendieran que lo que a ellos les estaba haciendo tanto bien podía estar causando un enorme daño en las niñas que tenían a su cargo? A menos que por las noches sentados a solas transcribiendo sus observaciones del día, levantaran la vista hacia la niña de mirada inerte que permanecía inmóvil en la silla del rincón y sintieran que una duda cruzaba por sus mentes. Pero de ser así, no lo anotaban en sus observaciones, ni siquiera lo mencionaban.
Tan dependiente se volvió la pareja de su empresa conjunta que no se dio cuenta de que el gran proyecto no estaba avanzando en lo más mínimo. El estado de Emmeline y Adeline era casi catatónico y la niña en la neblina no aparecía por ningún lado. Impertérritos ante la falta de conclusiones, los científicos proseguían con su trabajo: elaboraban tablas y gráficos, proponían teorías y desarrollaban intrincados experimentos que poner en práctica. Con cada fracaso se decían que habían acotado algo del campo de la investigación y pasaban a la siguiente gran idea.
La esposa del médico y el ama participaban en el proyecto, pero a distancia. Se ocupaban del cuidado físico de las niñas. Metían cucharadas de sopa en sus dóciles bocas tres veces al día. Las vestían, las bañaban, les lavaban la ropa y les cepillaban el pelo. Ambas mujeres tenían sus razones para desaprobar el proyecto; ambas tenían sus razones para guardarse sus opiniones. John-the-dig, por su parte, había quedado totalmente excluido. Nadie le preguntaba su parecer, pero eso no le impedía formular su dictamen diario ante al ama en la cocina:
– Esto no traerá nada bueno; te lo digo yo. Nada bueno.
Llegó un momento en que Hester y el médico deberían haberse rendido. Ninguno de sus planes había dado fruto y, aunque se devanaban los sesos, no se les ocurrían más tácticas. Justo entonces Hester detectó pequeños signos de progreso en Emmeline. La muchacha había vuelto la cabeza hacia una ventana y la habían visto asiendo con fuerza una baratija brillante de la que se negaba a separarse. Escuchando detrás de las puertas (lo cual no es de mala educación cuando se hace en nombre de la ciencia), Hester descubrió que la muchacha cuando estaba sola, hablaba en susurros en el antiguo lenguaje de las gemelas.
– Se consuela a sí misma imaginando la presencia de su hermana -le dijo al médico.
El médico decidió entonces dejar a Adeline sola durante largas horas mientras él escuchaba detrás de la puerta, libreta y pluma en mano. Nunca oyó nada.
Hester y el médico se recordaban a sí mismos que debían ser pacientes en el caso más serio de Adeline, al tiempo que se felicitaban por los progresos de Emmeline. Anotaban animados el aumento de su apetito, su buena disposición a sentarse recta, los primeros pasos que había dado por sí misma. Emmeline no tardó en pasearse de nuevo por la casa y el jardín sin abandonar del todo su aire errabundo. Oh, sí, coincidían Hester y el doctor, ¡el experimento realmente empezaba a dar resultados! Es difícil decir si en algún momento se pararon a pensar que lo que ellos llamaban «progresos» no era más que el regreso de Emmeline a los hábitos que ya mostraba antes de que comenzara el experimento.
No todo era coser y cantar con Emmeline. Hubo un terrible día en que su olfato la llevó hasta el armario donde estaban guardados los andrajos que su hermana solía ponerse. Se los llevó a la cara, aspiró su olor rancio animal, y, feliz, se los puso. Era una situación delicada, pero lo peor estaba por venir. Así vestida, se vio en un espejo y, confundiendo su reflejo con su hermana, echó a correr hacia él. El topetazo fue lo bastante estrepitoso para que el ama llegara corriendo. La mujer encontró a Emmeline junto al espejo, llorando no por su dolor, sino por su pobre hermana, que se había roto en varios pedazos y estaba sangrando.
Hester le quitó los harapos y ordenó a John que los quemara. Como medida de precaución, le pidió al ama que girara todos los espejos hacia la pared. Emmeline estaba perpleja, pero no volvieron a producirse incidentes de esa índole.
Emmeline no hablaba. Pese a sus cuchicheos en solitario, puertas adentro, siempre en el antiguo lenguaje de las gemelas, era imposible inducirla a pronunciar una sola palabra en inglés delante del ama o de Hester. Era un asunto controvertido. Hester y el médico tuvieron una larga charla en la biblioteca y llegaron a la conclusión de que no había de qué preocuparse. Emmeline podía hablar, así que con el tiempo lo haría. Su negativa a hablar y el incidente con el espejo eran decepciones, desde luego, pero la ciencia funcionaba así. ¡Y había que ver los progresos! ¿Acaso Emmeline no estaba ya lo bastante fuerte para permitirle salir? Además, últimamente pasaba menos tiempo en el borde de la carretera merodeando frente a la línea invisible que no osaba traspasar, mirando en dirección a la casa del médico. Las cosas no estaban yendo del todo mal.
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