Diane Setterfield - El cuento número trece

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Entre mentiras, recuerdos e imaginación se teje la vida de la señora Winter, una famosa novelista ya muy entrada en años que pide ayuda a Margaret, una mujer joven y amante de los libros, para contar por fin la historia de su misterioso pasado.
«Cuénteme la verdad», pide Margaret, pero la verdad duele, y solo el día en que Vida Winter muera sabremos qué secretos encerraba Él cuento número trece, una historia que nadie se había atrevido a escribir.
Después de cinco años de intenso trabajo;, Diane Setterfield ha logrado el aplauso de los lectores y el respeto de los críticos con una primera novela que pronto sé convertirá en un clásico.

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No. Alguien lo había hecho.

Al doblar una esquina encontró la prueba: abandonadas sobre la hierba húmeda, abiertas las hojas, las tijeras de podar, y junto a ellas, la sierra.

Cuando no apareció a la hora de comer, el ama, preocupada, salió en su búsqueda. Al llegar al jardín de las figuras se llevó una mano a la boca, horrorizada, y agarrándose el delantal aceleró el paso.

Cuando dio con él, lo levantó del suelo. John se apoyó pesadamente sobre el ama mientras esta lo conducía con suma dulzura hasta la cocina y lo sentaba en una silla. Preparó té, dulce y bien caliente, mientras él parecía contemplar el vacío. Sin pronunciar una palabra, sosteniéndole la taza en los labios, el ama le vertió sorbos del líquido hirviente en la boca. Finalmente los ojos de él buscaron la mirada del ama y cuando ella advirtió en los ojos de John el dolor de la pérdida, sintió que también los suyos se llenaban de lágrimas.

– ¡Oh, Dig! Lo sé. Lo sé.

Las manos de John-the-dig se posaron en los hombros del ama y la convulsión del cuerpo de él se fundió con la del cuerpo de ella.

Las gemelas no aparecieron esa tarde y el ama no fue a buscarlas. Por la noche, cuando entraron en la cocina, John seguía en la silla, blanco y ojeroso. Al verlas se estremeció. Curiosos e indiferentes, los ojos verdes de las gemelas pasaron por alto su cara como habían pasado por alto el reloj del salón.

Antes de acostar a las gemelas, el ama les vendó los cortes de las manos que se habían hecho blandiendo la sierra y las tijeras de podar.

– No toquéis las cosas del cobertizo de John -rezongó-. Son afiladas, os haréis daño.

Y luego, sin esperar que la tuvieran en cuenta, les preguntó:

– ¿Por qué lo hicisteis? Oh, ¿por qué lo hicisteis? Le habéis roto el corazón.

Notó el contacto de una mano menuda en su mano.

– Ama triste -dijo la niña. Era Emmeline.

Sobresaltada, el ama parpadeó para ahuyentar la niebla de sus lágrimas y la miró fijamente.

La niña habló de nuevo.

– John-the-dig triste.

– Sí -susurró el ama-. Los dos estamos tristes.

La niña sonrió. Era una sonrisa sin malicia alguna, sin remordimiento. Era, sencillamente, una sonrisa de satisfacción por haber observado algo y haberlo identificado correctamente. Había visto lágrimas. Las lágrimas la habían desconcertado, y había resuelto el enigma: era tristeza.

El ama cerró la puerta y bajó. Habían avanzado un paso. Se habían comunicado, y quizá era el principio de algo más importante. ¿Cabía la posibilidad de que algún día la niña pudiera llegar a comprender?

Abrió la puerta de la cocina y entró para volver a unirse en su desesperación a John.

картинка 5

Esa noche tuve un sueño.

Estaba paseando por el jardín de la señorita Winter y me encontraba con mí hermana.

Radiante, desplegaba sus grandes alas doradas como si quisiera abrazarme y la dicha me embargaba, pero al acercarme advertía que sus ojos estaban ciegos, que no podían verme, y la desesperación se apoderaba de mi corazón.

Al despertarme, me hice un ovillo hasta que el calor punzante en mi costado amainó.

Merrily y el cochecito

La casa de la señorita Winter estaba tan aislada y sus habitantes llevaban una vida tan solitaria, que durante mi primera semana allí me sorprendió oír un vehículo avanzar por la grava hasta detenerse ante la casa. Desde la ventana de la biblioteca vi abrirse la portezuela de un gran coche negro y divisé fugazmente la figura de un hombre alto y moreno. El hombre desapareció en el porche y escuché un timbrazo corto de la puerta.

Volví a verlo al día siguiente. Me encontraba en el jardín, a unos tres metros del porche, cuando oí el crepitar de unos neumáticos sobre la grava. Me quedé muy quieta, replegada en mí misma. Si alguien se hubiera tomado la molestia de mirar, me habría visto perfectamente; pero cuando la gente espera no ver nada, no suele ver, así que el hombre no me vio.

Su rostro era serio. La gruesa línea de las cejas proyectaba una sombra sobre sus ojos, mientras que el resto de su cara destacaba por una inmovilidad pétrea. Se inclinó para recoger el maletín del coche, cerró la portezuela y subió los escalones para tocar el timbre.

Oí la puerta. Ni él ni Judith dijeron una palabra y el hombre desapareció dentro de la casa.

Más tarde, ese mismo día, la señorita Winter me contó la historia de Merrily y el cochecito.

картинка 6

A medida que la gemelas crecían se alejaban cada vez más en sus exploraciones, y no tardaron en conocerse todas las granjas y los jardines del lugar. Como no sabían de límites ni tenían sentido de la propiedad, se colaban por donde les venía en gana. Abrían verjas y no siempre las cerraban; trepaban vallas cuando se interponían en su camino; probaban puertas de cocinas, y cuando estas cedían -casi siempre, pues la gente no solía echar la llave en Angelfield-, entraban. Cogían cualquier exquisitez que hubiera en la despensa, se echaban una hora en las camas de las habitaciones superiores si les vencía el cansancio y se llevaban cacerolas y cucharas para espantar a los pájaros en los campos.

Las familias vecinas empezaron a inquietarse, pero por cada acusación que se hacía, había alguien que había visto a las gemelas justo ese momento en otro lugar remoto, o por lo menos había visto a una de ellas, o así lo creía. Y fue entonces cuando les dio por recordar todas las viejas historias de fantasmas. No hay una vieja casa que no tenga sus historias; no existe una vieja casa que no tenga sus fantasmas. Y el hecho de que las niñas fueran gemelas resultaba ya de por sí escalofriante. Todos creían que había algo raro en esas niñas, y ya fuera por ellas o por alguna otra razón, tanto adultos como niños se mostraban cada vez más reacios a acercarse a esa vieja casa grande por temor a lo que pudieran ver.

No obstante, finalmente las molestias generadas por las incursiones pudieron más que las emocionantes historias de fantasmas y las mujeres perdieron la paciencia. En varias ocasiones pillaron a las niñas con las manos en la masa y gritaron. El enojo les deformaba el rostro y sus bocas se abrían y cerraban tan deprisa que las niñas se morían de risa. Las mujeres no entendían de qué se reían. No sabían que era la velocidad y el revoltijo de las palabras que brotaban de sus bocas lo que las confundía. Al creer que reían de pura maldad, las mujeres aún gritaban más. Las gemelas se quedaban un rato observando la rabieta de las aldeanas, después se daban la vuelta y se iban.

Cuando los maridos llegaban a casa de los campos, sus mujeres se quejaban, decían que había que hacer algo, y ellos respondían: «Olvidas que son las hijas de la casa grande». Y las mujeres replicaban: «Casa grande o no, no se debe permitir que los niños corran a su antojo como hacen esas dos muchachas; no está bien. Hay que hacer algo». Y los hombres guardaban silencio sobre su plato de carne con patatas, meneaban la cabeza y nunca se hacía nada.

Hasta el incidente del cochecito.

En el pueblo había una mujer llamada Mary Jameson. Era la esposa de Fred Jameson, jornalero de la propiedad, y vivía con su marido y sus suegros en una de las casitas. La pareja acababa de casarse. Como el nombre de soltera de la mujer era Mary Leigh, las gemelas le habían inventado otro nombre en su propio lenguaje, Merrily, que le iba muy bien. A veces, al final del día, Merrily iba a buscar a su marido a los campos y se sentaban juntos al abrigo de un seto mientras él disfrutaba de un cigarrillo. El marido era un hombre alto y moreno, de pies grandes, y solía rodearle la cintura con el brazo, hacerle cosquillas y soplarle en el escote del vestido para hacerla reír. Para fastidiarle ella intentaba contener la risa, pero como en el fondo quería reír, siempre terminaba riéndose.

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