Diane Setterfield - El cuento número trece

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El cuento número trece: краткое содержание, описание и аннотация

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Entre mentiras, recuerdos e imaginación se teje la vida de la señora Winter, una famosa novelista ya muy entrada en años que pide ayuda a Margaret, una mujer joven y amante de los libros, para contar por fin la historia de su misterioso pasado.
«Cuénteme la verdad», pide Margaret, pero la verdad duele, y solo el día en que Vida Winter muera sabremos qué secretos encerraba Él cuento número trece, una historia que nadie se había atrevido a escribir.
Después de cinco años de intenso trabajo;, Diane Setterfield ha logrado el aplauso de los lectores y el respeto de los críticos con una primera novela que pronto sé convertirá en un clásico.

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– Me refiero a sus nombres de pila.

– Adeline y Emmeline -respondió Isabelle, somnolienta.

– ¿Y cómo las distingues?

Antes de poder contestar la niña viuda cayó dormida. Mientras soñaba en su antigua cama, olvidados ya su aventura y su marido, recuperó su nombre de soltera. Cuando despertara por la mañana sentiría que su matrimonio no había existido y vería a las pequeñas no como hijas suyas -no tenía instinto maternal alguno-, sino como meros espíritus de la casa.

Las pequeñas también dormían. En la cocina, el ama y el jardinero se inclinaron sobre sus caritas suaves y pálidas, hablando en voz baja.

– ¿Quién es quién? -preguntó él.

– No lo sé.

Las observaron, cada uno a un lado de la vieja cuna: dos pares de pestañas como medias lunas, dos bocas fruncidas, dos cabezas sedosas. Uno de los bebés agitó ligeramente las pestañas y entreabrió un ojo. El jardinero y el ama contuvieron la respiración, pero el ojo volvió a cerrarse y el bebé siguió durmiendo.

– Quizá esta sea Adeline -susurró el ama.

De un cajón sacó un paño de cocina de rayas y cortó varias tiras. Con ellas hizo dos trenzas, ató la roja a la muñeca del bebé que se había movido y la blanca a la muñeca del que permanecía quieto.

Ama de llaves y jardinero, cada uno con una mano sobre la cuna, continuaron contemplándolas, hasta que el ama volvió su rostro satisfecho y tierno hacia el jardinero y habló de nuevo:

– Dos bebés. Hay que ver, Dig. ¡A nuestra edad!

Cuando él levantó la vista reparó en las lágrimas que empañaban los ojos castaños del ama.

Extendió una mano morena y tosca por encima de la cuna. Ella quiso borrar esa sensación tan insensata y, sonriendo, unió su mano menuda y regordeta a la de él. Dig notó en los dedos la humedad de las lágrimas del ama.

Bajo el arco de sus manos entrelazadas, bajo la línea trémula de sus miradas, los bebes soñaban.

картинка 3

Cuando terminé de transcribir la historia de Isabelle y Charlie era muy tarde. El cielo estaba oscuro y la casa estaba en silencio. Durante toda la tarde y parte de la noche había permanecido inclinada sobre mi escritorio, siguiendo de nuevo la narración de esa historia mientras mi lápiz escribía un renglón tras otro a su dictado. Un texto apretado atestaba mis folios, el torrente de palabras de la propia señorita Winter. De vez en cuando mi mano se deslizaba hacia la izquierda y anotaba algo en el margen izquierdo, cuando su tono de voz o un gesto suyos constituían un elemento más del relato.

Aparté la última hoja, solté el lápiz y estiré y encogí mis doloridos dedos. Durante horas la voz de la señorita Winter había evocado otro mundo, había hecho revivir a los muertos para mí, y mientras escuchaba yo no había visto nada salvo la función de marionetas que sus palabras iban representando. Pero cuando su voz dejó de sonar en mi cabeza, su imagen siguió presente y me acordé del gato gris que había aparecido en su regazo como por arte de magia. Sentado en silencio bajo las caricias de la señorita Winter, me había mirado fijamente con sus redondos ojos amarillos. Si veía mis fantasmas, si veía mis secretos, no parecían perturbarle lo más mínimo, se limitaba a parpadear y seguía mirándome con indiferencia.

– ¿Cómo se llama? -le había preguntado.

– Sombra -respondió distraídamente la señorita Winter.

Al fin en la cama, apagué la luz y cerré los ojos. Todavía podía notar el lugar en la yema del dedo donde el lápiz me había hecho una estría en la piel. El nudo que se había formado en mi hombro derecho mientras escribía se resistía a deshacerse. Aunque reinaba la oscuridad y tenía los ojos cerrados, continué viendo una hoja de papel escrita con renglones de mi propia letra con amplios márgenes a los lados. El margen derecho atrajo mi atención. Intacto, inmaculado, de un blanco deslumbrante, los ojos me escocieron al mirarlo. Era la columna reservada a mis comentarios, observaciones y preguntas.

En la oscuridad, mis dedos envolvieron un lápiz fantasma y temblaron como respuesta a las preguntas que se colaban en mi sopor. Me pregunté sobre el tatuaje secreto de Charlie, el nombre de su hermana grabado en el hueso. ¿Cuánto tiempo habría sobrevivido la inscripción? ¿Podía un hueso vivo recomponerse solo? ¿O su secreto lo acompañó hasta la muerte? En el ataúd, bajo tierra, cuando la carne se descompuso, ¿apareció el nombre de Isabelle en la oscuridad? Roland March, el marido muerto, tan pronto caído en el olvido… Isabelle y Charlie. Charlie e Isabelle. ¿Quién era el padre de las gemelas? Y más allá de mis pensamientos, la cicatriz de la palma de la mano de la señorita Winter apareció ante mi vista. La letra «Q», de question , pregunta, incrustada en su carne.

Cuando en sueños me dispuse a escribir mis preguntas, el margen del papel pareció expandirse. La hoja irradiaba luz; creció y me envolvió, y me di cuenta, con una mezcla de temor y sorpresa, que estaba atrapada en el grano del papel, enterrada en el interior blanco de la propia historia. Ingrávida, deambulé toda la noche por el relato de la señorita Winter demarcando el paisaje, midiendo los contornos y escudriñando, de puntillas, los misterios al otro lado de sus muros.

Jardines

Me desperté temprano, demasiado temprano. La repetición del estribillo de una melodía me estaba arañando el cerebro. Con más de una hora por delante antes de que Judith llamara a la puerta con el desayuno, me preparé una taza de chocolate, lo bebí todavía hirviendo y salí al jardín.

El jardín de la señorita Winter era bastante desconcertante. Para empezar, su tamaño resultaba abrumador. Lo que a primera vista había tomado por la linde del jardín -el seto de tejos situado al otro lado de los arriates convencionalmente dispuestos- no era más que una suerte de muro interno que separaba esa parte del jardín de otras. Y el jardín estaba lleno de esas separaciones. Había setos de espinos, alheñas y hayas rojas, muros de piedra engullidos por la hiedra, crespillos y los tallos desnudos y revueltos de los rosales trepadores, así como cercas peladas o con sauces enredados en las tablas. Siguiendo los senderos, fui pasando de una sección a otra, pero no conseguí entender el trazado. Setos que parecían compactos vistos de frente revelaban un pasillo si se miraban por la diagonal. En los macizos de arbustos era fácil adentrarse, pero salir resultaba casi imposible. Fuentes y estatuas que creía haber dejado atrás reaparecían. Permanecí mucho rato inmóvil, mirando perpleja a mi alrededor, meneando la cabeza. La naturaleza se había convertido en un laberinto cuya intención era desconcertarme.

Al doblar una esquina tropecé con el hombre barbudo y reservado que me había recogido en la estación.

– La gente me llama Maurice -dijo presentándose de mala gana.

– ¿Cómo se las arregla para no perderse? -quise saber- ¿Existe algún truco?

– Solo es cuestión de tiempo -respondió sin levantar la vista de su trabajo.

Maurice estaba arrodillado sobre una parcela, allanando la tierra revuelta y apretándola alrededor de las raíces de las plantas.

Advertí que no le complacía mi presencia en el jardín, pero como yo también soy un alma solitaria, no me molestó. A partir de aquel día, cuando nos encontrábamos, procuré tomar un sendero en la otra dirección; creo que él compartía mi discreción, pues en una o dos ocasiones, intuyendo algún movimiento por el rabillo del ojo, levanté la vista y vi a Maurice retroceder sobre sus pasos o volverse con brusquedad. De ese modo conseguíamos dejarnos en paz; sobraba espacio para poder evitarnos sin sentirnos constreñidos.

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