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Marc Levy: La Mirada De Una Mujer

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Philip y Susan son amigos desde la infancia, y aunque su relación es muy estrecha ella se ha mantenido siempre un poco distante. La muerte de los padres de Susan en un accidente de coche es al causa principal que la lleva a tomar una drástica decisión: partir hacia Honduras para prestar ayuda humanitaria. Antes de emprender viaje, se reúne con Philip para despedirse y acuerdan encontrarse en ese mismo sitio a su regreso, dos años después. El tiempo pasa lenta e inexorablemente. Ambos avanzan en direcciones distintas, pero su relación se mantiene viva gracias a las cartas que con frecuencia se escriben. Hasta que llega el día del reencuentro. En la misma mesa junto a la ventana que compartieron dos años atrás, Susan le comunica a Philip que ha venido para verlo… pero que regresa a Honduras. Volverá el año siguiente, pero tampoco será para quedarse. Y así, año tras año… Hasta que una noche, una llamada a la puerta de Philip cambiará para siempre el curso de los acontecimientos.

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Fueron recibidos con la mayor de las desconfianzas. El ruido del motor les había precedido y los habitantes de la aldea se habían arracimado a lo largo del camino para seguir el lento avance del Dodge, cuya caja de velocidades crujía a cada curva. Cuando casi tuvo que detenerse para realizar una última maniobra que anunciaba el final de la carretera desierta, dos hombres saltaron a los estribos del camión apuntando con sus machetes hacia el interior de la cabina. Sorprendida, Susan dio un bandazo, aplastó el freno y poco faltó para que el camión se precipitase por el barranco.

Llena de una ira que ahogaba su miedo, salió de la cabina. Al abrir de golpe la puerta, lanzó a uno de los hombres al suelo. Con la mirada iracunda y poniéndose en jarras lo cubrió de insultos. El campesino se incorporó boquiabierto, sin comprender ni una sola palabra de lo que la mujer de piel clara le gritaba a la cara, pero indudablemente Doña Blanca estaba enfadada. Juan también bajó del camión, aunque más tranquilo, y explicó las razones de su presencia allí. Después de algunos instantes de duda, uno de los campesinos levantó el brazo izquierdo y una docena de aldeanos se adelantaron. El grupo se puso a discutir durante interminables minutos y la conversación se transformó en un griterío confuso. Entonces Susan se subió al capó del camión y ordenó fríamente a Juan que tocase el claxon. Él sonrió y lo hizo. Poco a poco las voces,ahogadas por el sonido de la cascada bocina, se acallaron. Todo el grupo se volvió hacia Susan que en su mejor español se dirigió al que parecía ser el jefe.

– Tengo mantas, víveres y medicinas. ¡O me ayudan ustedes a descargar el material o suelto el freno de mano y regreso a pie!

Una mujer atravesó el gentío silencioso, se colocó delante de la rejilla del radiador y se santiguó. Susan intentó bajar de su improvisada plataforma sin romperse el tobillo. La mujer le tendió la mano, ayudada poco después por un hombre. Susan avanzó hasta la parte de atrás, donde estaba Juan, mirando a la gente de arriba abajo. Los campesinos se apartaron lentamente a su paso. Con la ayuda de Juan retiró la cubierta de lona. Todo el pueblo estaba silencioso e inmóvil. Susan sacó un montón de mantas y las arrojó al suelo. Nadie se movió.

– Pero ¿qué les pasa? ¡Maldita sea!

– Señora -dijo Juan-, lo que usted les trae no tiene precio para ellos. Esperan saber lo que usted les pedirá a cambio y también saben que no tienen con qué pagarlo.

– ¡Pues diles que lo único que les pido es que nos ayuden a descargar el camión!

– Es algo más complicado que eso.

– Y para que sea simple, ¿qué hay que hacer?

– Póngase el brazalete del Peace Corps, tome una de las mantas que acaba de tirar al suelo y colóquela sobre el hombro de la mujer que acaba de santiguarse.

Al poner la manta sobre el hombro de la mujer, la miró al fondo de los ojos y le dijo:

– He venido a entregarles lo que hace tiempo les deberían haber traído. Perdóneme por haber venido tan tarde.

Teresa la acogió entre sus brazos y le dio un beso en las mejillas. Con gestos de alegría, los hombres se precipitaron hacia el camión y vaciaron su contenido. Juan y Susan fueron invitados a cenar con todos los habitantes del pueblo. En cuanto hubo caído la noche, encendieron una gran hoguera y se sirvió una cena frugal. En el curso de la velada, un niño se acercó a Susan por la espalda. Ella sintió su presencia, se dio la vuelta y le sonrió, pero el muchacho salió corriendo. Al cabo de un rato reapareció, acercándose un poco más; nuevo guiño de ojo y nueva huida. La escena se repitió varias veces, hasta que por fin el niño se quedó a su lado. Susan lo miró sin hacer ningún movimiento y sin hablarle, y en aquel rostro mugriento distinguió la belleza de su ojos, negros como el azabache.

Susan le tendió la mano con la palma vuelta hacia el cielo. Los ojos del niño dudaban entre el rostro y la mano, y sus dedos acabaron apresando tímidamente el índice de Susan. Él le hizo una señal para que permaneciese callada y ella sintió la tracción de su bracito, que la arrastraba consigo.

El pequeño se detuvo detrás de una empalizada y con un dedo que colocó sobre su boca le conminó a permanecer en silencio y a ponerse de rodillas para estar a su misma altura. Después señaló un agujero que había entre las cañas y la invitó a colocar el ojo. El niño se apartó y ella avanzó para ver qué había podido empujarle a reunir tantas fuerzas para vencer su miedo y conducirla hasta allí.

… Descubrí a una niñita de cinco años que estaba a punto de morir, puesto que su pierna se encontraba completamente gangrenada. Cuando una parte del pueblo fue arrastrada por un río de lodo, un hombre que iba a la deriva, agarrado al tronco de un árbol, y que buscaba desesperadamente a su hija, la cual había desaparecido, vio el bracito de la niña sobresaliendo en las aguas. Arrancándolo de la muerte, cogió con fuerza el cuerpo de la niña. Juntos descendieron kilómetros en la oscuridad, luchando por mantener la cabeza por encima de las aguas en medio del ruido ensordecedor de los remolinos y las corrientes que los arrastraban hasta el límite de sus fuerzas, hasta perder la conciencia.Al amanecer, cuando se despertó, ella estaba a su lado. Ambos se hallaban heridos, pero estaban vivos. Sin embargo, había un detalle: la niña a la que había salvado no era su hija. Jamás encontró el cuerpo de su propia hija.

Al término de una noche de conversaciones, el hombre aceptó entregárnosla. Yo no estaba segura de que la niña lograra sobrevivir al viaje, pero allá arriba sólo le quedaban unos pocos días de vida. Le prometí que regresaría con ella al cabo de un mes o dos, con el camión lleno de víveres. Entonces consintió en el sacrificio, por los otros, creo yo. Y aunque mi causa era justa, me sentí sucia cuando me miró. Estoy de regreso en San Pedro, y la pequeña todavía se debate entre la vida y la muerte. Me siento agotada. Para tu información, Juan es mi asistente, ¿qué te habías imaginado? ¡No estoy de vacaciones en Canadá! De todos modos, te envío un beso.

Susan

P. D.: Puesto que juramos decirnos la verdad, hace falta que te confiese algo: ¡Nueva York y tú: me aburren vuestras historias de vagabundos!

La carta que recibió de Philip llegó mucho después. Sin embargo, él la había escrito antes de recibir la de ella.

10 de mayo de 1975

Susan:

Yo también he tardado en responderte. He trabajado como un loco, acabo de aprobar los parciales. La ciudad recupera los colores de mayo y el verde le sienta muy bien. El domingo fui con unos amigos a pasear por Central Park. Los primeros abrazos sobre el césped anuncian que por fin la primavera está aquí para quedarse. Subo a la azotea del edificio y dibujo mirando el barrio que se extiende a mis pies. Me gustaría que estuvieses aquí. He conseguido un trabajo de becario para este verano en una agencia de publicidad. Dime algo de tu vida, ¿dónde estás? Escríbeme pronto. Cuando llevo un tiempo sin saber de ti, comienzo a preocuparme.

Hasta muy pronto, te quiero.

Philip

Desde el fondo del valle, Susan vio cómo las primeras luces del alba penetraban en la oscuridad de la noche. Al poco rato el sol hizo brillar la pista, que se extendía como un trazo largo, atravesando los inmensos campos todavía húmedos de rocío. Algunos pájaros comenzaban a revolotear en el cielo pálido. Se estiró, la espalda le dolía y suspiró. Bajó por la escalera y se dirigió, caminando con los pies descalzos sobre el suelo de tierra, hacia el fregadero. Se calentó las manos encima de algunas brasas que todavía ardían en la chimenea. Cogió una caja de madera de la estantería que Juan había colocado en la pared y echó una medida de café en la cafetera de metal esmaltado; la llenó de agua y la puso en un equilibrio precario sobre los hierros torcidos de la parrilla que había sobre las cenizas.

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