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Marc Levy: La Mirada De Una Mujer

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Philip y Susan son amigos desde la infancia, y aunque su relación es muy estrecha ella se ha mantenido siempre un poco distante. La muerte de los padres de Susan en un accidente de coche es al causa principal que la lleva a tomar una drástica decisión: partir hacia Honduras para prestar ayuda humanitaria. Antes de emprender viaje, se reúne con Philip para despedirse y acuerdan encontrarse en ese mismo sitio a su regreso, dos años después. El tiempo pasa lenta e inexorablemente. Ambos avanzan en direcciones distintas, pero su relación se mantiene viva gracias a las cartas que con frecuencia se escriben. Hasta que llega el día del reencuentro. En la misma mesa junto a la ventana que compartieron dos años atrás, Susan le comunica a Philip que ha venido para verlo… pero que regresa a Honduras. Volverá el año siguiente, pero tampoco será para quedarse. Y así, año tras año… Hasta que una noche, una llamada a la puerta de Philip cambiará para siempre el curso de los acontecimientos.

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– ¡Basta ya de chistes malos, Susan!

– No estaba bromeando. Fue la primera vez que te sentí más fuerte que yo, y eso me daba seguridad. ¿Sabes?, jamás olvidaré…

– Basta, déjalo.

– … que fuiste tú quien salió a buscar el anillo de mamá durante el velatorio.

– Vale, ¿podemos cambiar de tema?

– Creo que eres tú quien hace que los recuerde cada año. Siempre has sido muy atento conmigo durante la semana en que se cumple el aniversario del accidente.

– ¿Qué tal si dejáramos el tema?

– Venga, haznos envejecer, pasa las páginas.

Él la mira, inmóvil, hay tristeza en sus ojos. Ella le dirige una sonrisa y prosigue:

– Sabía que era un poco egoísta por mi parte dejar que me acompañases a tomar el avión.

– Susan, ¿por qué haces esto?

– Porque «esto» es hacer realidad mis sueños. No quiero acabar como mis padres, Philip. He visto cómo pasaban su vida pagando letras. ¿Y para qué? Para que los dos acabasen estrellados contra un árbol, en el bonito coche que se acababan de comprar. Toda su vida quedó resumida a dos segundos en el noticiario de la noche, que vi en una tele que aún se debía. No juzgo nada ni a nadie, Philip. Pero yo quiero otra cosa, y ocuparme de los demás es una manera de sentirme viva.

Él la contempla desconcertado, admirando su determinación. Desde el accidente no es la misma. Es como si los años se hubiesen precipitado en cada Nochevieja: como las cartas de la baraja que se reparten de dos en dos para acabar antes. Susan no parecía tener veintiún años, salvo cuando sonreía, cosa que hacía muy a menudo. Tras finalizar sus estudios en el Junior College, con el diploma de Associate of Arts en el bolsillo, se había enrolado en el Peace Corps, una organización humanitaria que envía a jóvenes al extranjero con el fin de realizar trabajos de asistencia social.

En menos de una hora ella viajará a Honduras para un período de dos largos años. A varios miles de kilómetros de Nueva York, pasará al otro lado del espejo del mundo.

En la bahía de Puerto Castilla, como en la de Puerto Cortés, los que habían decidido dormir al aire libre renunciaron a hacerlo. El viento se había levantado al final de la tarde y ahora soplaba con fuerza. No se alarmaron. No era la primera ni la última vez que se anunciaba una tormenta tropical.

El país estaba acostumbrado a las lluvias, frecuentes en esta época del año. El sol pareció ponerse más temprano, los pájaros salieron volando deprisa, señal de mal augurio. Hacia medianoche la arena se levantó, formando una nube a unos centímetros del suelo. Las olas comenzaron a hincharse muy rápidamente, y ya era imposible oír los gritos que unos y otros se lanzaban para reforzar las amarras.

Al ritmo de los relámpagos que rasgaban el cielo, los pontones se movían peligrosamente por encima de la espuma agitada. Empujadas por la marejada, las embarcaciones chocaban entre sí. A las dos y cuarto de la madrugada el carguero San Andrea, de 35 metros de eslora, salió proyectado contra los arrecifes y se hundió en ocho minutos.

Su costado había sido desgarrado en toda su longitud. En aquel mismo momento, en El Golasón, el pequeño aeropuerto de La Ceiba, el DC3 gris plateado que se hallaba estacionado frente al hangar se elevó súbitamente, para caer poco después al pie de lo que hacía las veces de torre de control; a bordo no había ningún piloto. Las dos hélices se doblaron y el plano vertical se partió en dos. Unos minutos más tarde el camión cisterna cayó hacia un lado, comenzó a deslizarse y las chispas inflamaron el carburante.

Philip coloca su mano sobre la de Susan, dándole la vuelta y acariciando la palma.

– Te echaré mucho de menos, Susan.

– ¡Y yo a ti! Mucho, ¿sabes?

– Estoy orgulloso de ti, aunque te odio por dejarme tirado de esta forma.

– Basta. Nos prometimos que no habría lágrimas.

– ¡No me pidas lo imposible!

Inclinados uno sobre el otro, comparten la tristeza de una separación y la feliz emoción de una complicidad alimentada a lo largo de diecinueve años, que representan casi su entera existencia.

– ¿Tendré noticias tuyas? -pregunta él con aire infantil.

– ¡No!

– ¿Me escribirás?

– ¿Crees que aún tengo tiempo para comerme un helado?

Él se dio la vuelta y llamó al camarero. Cuando éste se aproximó, pidió dos bolas de vainilla recubiertas de chocolate caliente y almendras laminadas, todo ello generosamente regado con caramelo líquido. A ella le gustaba este postre, en ese orden preciso; era con mucho su favorito. Susan le mira fijamente a los ojos.

– ¿Y tú?

– Te escribiré cuando tenga tu dirección.

– No, me refiero a si sabes lo que vas a hacer.

– Pasaré dos años en la Cooper Union [3], en Nueva York, y luego intentaré hacer carrera en una gran agencia de publicidad.

– Así pues, no has cambiado de opinión. Sé que es estúpido lo que digo, pero jamás cambias de opinión.

– Y tú, ¿cambias de opinión alguna vez?

– Philip, tú no vendrías conmigo aunque te lo hubiese pedido. No es tu vida. Y yo no me quedo aquí porque ésta no es la mía. Así que deja de poner esa cara.

Susan chupaba la cuchara con glotonería. De vez en cuando la llenaba y la acercaba a la boca de Philip que, dócil, se dejaba mimar. Ella rebuscó en el fondo de la copa, recogiendo los últimos restos de las almendras cortadas. El gran reloj de la pared de enfrente marcaba las cinco de esa tarde de mediados de otoño. Siguió un minuto de un extraño silencio. Ella despegó la nariz, que había pegado al ventanal, se inclinó por encima de la mesa para pasar ambos brazos en torno al cuello de Philip y le dijo en voz baja al oído:

– Estoy asustada.

Philip la apartó un poco para verla mejor.

– Yo también.

A las tres de la mañana, en Puerto Lempira, una primera ola de nueve metros destrozó el dique a su paso, arrastrando toneladas de tierra y rocas hacia el puerto, que fue literalmente arrasado. La grúa metálica se dobló bajo la fuerza del viento; su flecha cayó, seccionando el puente, sobre el portacontenedores Río Plátano, que se hundió en las aguas revueltas. Sólo la proa emergió unos instantes entre dos olas, apuntando al cielo, para luego desaparecer en la noche y nunca más volver a ser vista. En aquella región donde cada año se recogían más de tres metros de precipitaciones, quienes habían sobrevivido a los primeros asaltos de Fifí y luego intentaron refugiarse en el interior desaparecieron arrastrados por los torrentes desbordados que, despertados en la noche, abandonaron brutalmente su lecho, arrastrando todo a su paso. Todas las poblaciones del valle desaparecieron, ahogadas bajo las olas burbujeantes que iban cargadas de árboles, restos de puentes, carreteras y casas. En la región de Limón, los pueblos de las montañas, Amapala, Piedra Blanca, Biscuampo Grande, La Jigua y Capiro, se deslizaron junto con los campos, precipitándose por los flancos hacia los valles ya inundados. Los pocos supervivientes, que habían resistido agarrándose a los árboles, perecieron en las siguientes horas. A las dos y veinticinco la tercera ola golpeó de lleno el departamento que llevaba el nombre premonitorio de Atlántida, su costa fue cortada por una hoja de más de once metros de altura. Millones de toneladas de agua se precipitaron hacia La Ceiba y Tela, abriéndose paso a través de callejuelas estrechas que, al actuar como un canal, le proporcionaban aún más fuerza. Las casas que estaban junto al agua fueron las primeras en tambalearse, para desmoronarse después, puesto que sus fundamentos de tierra se deshicieron. Los tejados de chapa ondulada salían volando por los aires y luego se precipitaban violentamente contra el suelo, cortando en dos a las primeras víctimas de esta matanza natural.

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