– ¿No me habéis dejado ninguna?
Lisa mojó con malicia su dedo en la pasta azucarada y se lo metió en la boca, haciéndolo girar. A continuación lanzó una mirada furtiva al techo.
– ¡Tendrás una en dos segundos! ¡No te muevas!
La tortita cayó sobre el hombro del niño, que se asustó. Miró el techo y soltó una carcajada, como si el mundo entero hubiese venido a hacerle cosquillas. Lisa sintió que la rabia que se había adueñado de ella remitía, dejó la sartén y sonrió. Le habría gustado dominar la risa que la iba embargado, pero no lo consiguió y las carcajadas de ambos niños resonaron en la habitación. Mary no tardó en sumarse a aquella risa loca. Philip entró en la cocina, y se encontró con un espectáculo de lo más inesperado. Sintió el aroma dulce que inundaba la habitación y también buscó a su alrededor.
– ¿Habéis hecho creps y no habéis dejado ninguna para mí?
– Sí, sí -dijo Mary con los ojos húmedos-. ¡No te muevas!
Pegada al frigorífico, Lisa reía a carcajadas. Thomas, jadeando, se había tirado al suelo.
La risa de Philip despertó la atención de Mary, cuyos ojos se dirigieron de su hijo a él, de él a Lisa, para luego recorrer el camino inverso. Contemplaba a los tres, espectadora de una complicidad tan súbita como endiablada y en la que ya no participaba en absoluto. Adquirió plena conciencia de la alegre melodía que se había adueñado de su casa y advirtió la ternura de la sonrisa que se había dibujado en los labios de Philip, el cual miraba a Lisa. La expresión de la niña era muy semejante a la de la mujer de la foto que estaba colocada sobre la repisa del despacho de su marido; salvo por el color oscuro de la piel, Lisa era el vivo retrato de su madre. En la mirada que se cruzó con Philip, Mary comprendió en un instante…
A su casa había llegado una niña que «para echar a la lluvia del fondo de los ojos» inventaba soles bajo el techo. Y eso no le gustaba. Pero ella llevaba en sí todas las razones y las sinrazones del alma de otra mujer que desde siempre acosaba las emociones prohibidas del hombre al que ella amaba.
Philip también la miró, y su sonrisa se transformó en ternura. Salió de la cocina, se dirigió al garaje y cogió una escalera plegable, que trajo bajo el brazo. La abrió y se subió a ella. Desde el último peldaño despegó una crep.
– ¿Me podrías pasar un plato? Todos no podemos comer aquí arriba. Sólo hay una escalera. No sé vosotros, pero yo comienzo a tener hambre.
La cena concluyó con intercambios cómplices entre un niño y su padre, e indiscretos entre Mary y Lisa.
Al terminar el episodio de Murphy Brown subieron a acostarse. En el pasillo que les conducía a sus respectivos cuartos de baño, Mary pidió a Lisa que se cepillara los dientes. Cuando estuviese en la cama, iría a arroparla. Siguió un momento de silencio y vio que Lisa no se había movido. A sus espaldas, escuchó cómo la niña preguntaba:
– ¿Qué significa arropar?
Mary se dio la vuelta e intentó disimular su turbación, pero su voz tembló:
– ¿Cómo que qué significa arropar?
Lisa se había puesto con los brazos enjarras.
– Sí. ¿Qué significa arropar?
– ¡Lisa, ya lo sabes! Te vendré a ver y te daré un beso antes de que te duermas.
– ¿Y por qué me ibas a dar un beso? Hoy no he hecho nada bueno.
Mary observó a la niña en su postura inmóvil. Su aplomo la hacía tan fuerte y frágil como aquellos animales pequeños que hinchan el cuerpo para intentar intimidar al predador. Se le acercó y la acompañó hasta el lavabo. Mientras la pequeña se cepillaba los dientes, Mary se sentó al borde de la bañera y examinó la cara de la niña en el espejo.
– No te cepilles demasiado fuerte. He notado que tus encías sangran durante la noche. Te llevaré al dentista.
– ¿Y para qué voy a ir al médico si no estoy enferma?
Lisa se secó cuidadosamente el borde de la boca y colocó la toalla sobre el radiador.
Mary le tendió la mano, pero la niña hizo caso omiso y salió del cuarto de baño. Mary la siguió al dormitorio y esperó a que se metiese bajo las sábanas para sentarse a su lado. Entonces le pasó la mano por el pelo, se inclinó sobre su frente y le dio un beso.
– Duerme. Pasado mañana comienzas el cole y tienes que estar en forma.
Lisa no respondió nada. Sin embargo, un buen rato después de que la puerta se cerrara aún permanecía con los ojos abiertos, escrutando la penumbra.
El primer curso escolar de Lisa comenzó desde el silencio de una adulta prisionera aún por mucho tiempo en el cuerpo de una niña. Nadie oía su voz, apenas sus profesores cuando le hacían alguna pregunta, lo cual no sucedía a menudo puesto que pocos se interesaban por ella, convencidos como estaban de que repetiría curso. En la casa tampoco hablaba mucho, respondía con movimientos de cabeza o algunos borborigmos que salían del fondo de su garganta. Le hubiese gustado ser más pequeña que las hormigas a las que alimentaba en el alféizar de la ventana. Pasaba noches enteras atrincherada en su habitación, donde en realidad no hacía más que una sola y única cosa: coleccionar imágenes de su vida «de antes», hasta formar una larga sarta de recuerdos, un filamento de esperanzas sobre el que se paseaba. De este universo, que era el suyo, escuchaba el crujir de las piedras bajo las ruedas del Jeep anunciando que Susan había vuelto. Surgía entonces de lo más profundo de su memoria aquel olor denso a tierra húmeda mezclada con agujas de pino. Luego, a veces, como por arte de magia, oía la voz de su madre a lo lejos, entre el rumor de los árboles.
Con frecuencia, durante la noche era la voz de Mary la que la devolvía a la realidad, a un mundo extranjero donde la única escapatoria que tenía era el reloj de pared, que a fuerza de desgranar minutos acabaría por hacer que los años pasaran.
Llegó la Navidad y los tejados adornados con guirnaldas se recortaban contra la noche. En el coche, de retorno de Nueva York, adonde había acompañado a Mary para hacer las últimas compras, Lisa no se resistió a exponer su punto de vista.
– Deberíamos enviar la mitad de esas bombillas que no sirven para nada a mi país, así habría luz en todas las habitaciones.
– Tu país -replicó Mary- es éste donde vivimos, en una pequeña calle de Montclair en la que todas las familias ya tienen luz. No hay nada malo en vivir bien. Deja de pensar todo el tiempo en todo lo que no hay allí y deja también de decir que tu país es aquél. Tú no eres hondureña. Que yo sepa eres estadounidense. Tu país es éste.
– ¡Cuando sea mayor, podré elegir mi nacionalidad!
– Hay gente que arriesga la vida para venir a vivir aquí. Deberías ser feliz.
– ¡Es porque ellos no tienen la posibilidad de elegir!
En el curso de los siguientes meses, Philip logró recomponer una familia. Su trabajo le dejaba cada vez menos tiempo libre y hacía malabarismos con los minutos que tenía disponibles para intentar crear momentos relajantes y divertidos. El viaje de Pascua a Disneyworld fue parte de sus tentativas en este sentido y, a pesar de las discusiones casi diarias entre Lisa y Mary, las vacaciones dejaron la huella de un primer buen recuerdo. Sin embargo, a medida que transcurrían las semanas le pareció que dos parejas vivían bajo el mismo techo. Lisa y él por un lado, y su esposa y su hijo por el otro.
A principios de aquel verano de 1989, Philip llevó a Lisa al otro extremo del estado de Nueva York. Al término de un largo y silencioso viaje, el vigilante de la entrada del campamento de pesca los acompañó hasta el pequeño bungalo. El hombre había dirigido algunos guiños cómplices a Lisa, que hizo como si no se enterara de nada. La otra orilla del lago era ya territorio canadiense. Llegada la noche, las luces de Toronto difundían un resplandor color naranja que se reflejaba en las nubes. Después de la cena se instalaron en el porche que daba a las aguas tranquilas. Lisa rompió el silencio:
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