Mary acababa de preparar la cena y estaban sentados a la mesa de la cocina. Thomas, a quien habían servido el primero, trazaba surcos sobre el puré con el tenedor. Había colocado los guisantes en formación de convoy, que se dirigía a un garaje imaginario situado bajo la loncha de jamón. Uno de sus camiones verdes rodeaba metódicamente el pepinillo que sostenía la bóveda, la dificultad del ejercicio consistía en evitar el bosque de espinacas, lugar de todos los peligros. Sobre su servilleta de papel, Philip dibujaba con un carboncillo el rostro de Mary. Sobre la suya, Lisa esbozaba a un Philip dibujando.
El miércoles él se la llevó consigo a comprar al supermercado. Lisa jamás había visto algo semejante: en aquel lugar había más comida que la que nunca había en todo su pueblo.
Todas las salidas de la semana fueron pretextos para descubrir las originalidades de ese universo que su madre le describía como el «país de antes». Lisa, entusiasta, a veces celosa y amedrentada, se preguntaba cómo podría llevar un trozo de este mundo a los que se encontraban en su país, en aquellas calles llenas de polvo que ella tanto echaba de menos. Al irse a dormir evocaba imágenes que la reconfortaban: la callejuela de tierra que separaba su casa del hospicio que su madre hiciera construir o las miradas calurosas de los habitantes del pueblo, que siempre la saludaban cuando pasaba. El electricista, que jamás quería aceptar dinero de su madre, se llamaba Manuel. Recordaba la voz de la maestra que iba una vez por semana a darle clase en el almacén donde se guardaban los alimentos, la señora Casales; siempre llevaba consigo fotografías de unos animales increíbles. Se hundió en los brazos de Enrique, el transportista, al que todos conocían como el Hombre de la Carreta.
En su sueño oyó los cascos de su asno al golpear contra la tierra seca. Ella lo siguió hasta la granja. Atravesó los campos de colza, cuyos altos tallos amarillos la protegían del sol ardiente, y llegó a la iglesia; las puertas estaban entreabiertas desde que una lluvia deformara los marcos. Avanzó hacia el altar por el pasillo central mientras los habitantes del pueblo la miraban sonriendo. Al llegar a la primera fila, su madre la cogió y la abrazó. El perfume de su piel, en la que el sudor se mezclaba con el olor a jabón, penetró en su nariz. La luz bajó de intensidad, como si el día se pusiese con demasiada rapidez, y el cielo se oscureció de pronto. Nimbado por una claridad opalina, el asno entró en la iglesia majestuosamente y contempló el conjunto con aire confundido. La tormenta estalló de forma brutal y las paredes de la iglesia parecieron encogerse.
Se oyó el ruido sordo del agua que bajaba de la montaña. Los campesinos se arrodillaron, con las cabezas gachas, uniendo sus manos para suplicar aún con mayor fervor. Le costó darse la vuelta; era como si el peso del aire impidiese sus movimientos. Los dos batientes de madera reventaron hechos pedazos y el torrente penetró en la nave. El asno fue levantado del suelo, intentó desesperadamente mantener los ollares por encima de las aguas y lanzó un último relincho antes de ser tragado por el torbellino. Cuando ella abrió los ojos, Philip estaba a su lado y le cogía la mano. Acariciaba sus cabellos y le murmuraba aquellas dulces palabras con las que se intenta imponer silencio a los niños cuando sólo los gritos podrían liberarlos del miedo. Pero ¿qué adulto se acuerda de esos espantos?
Ella se sentó bruscamente en la cama y se pasó la mano para quitarse las gotas de sudor que perlaban su frente.
– ¿Por qué mamá no se ha venido conmigo? ¿Para qué sirven mis pesadillas si ella no se despierta también a mi lado?
Philip hizo ademán de abrazarla, pero la pequeña lo rechazó.
– Hace falta tiempo -dijo él-. Ya lo verás, sólo un poco de tiempo y todo irá mejor.
Él se quedó a su lado hasta que la niña se durmió. Al regresar a su habitación no encendió la luz para no despertar a Mary. Buscó la cama a tientas y se metió entre las sábanas.
– ¿Qué hacías?
– Basta, Mary.
– Pero ¿qué he dicho?
– ¡Nada, precisamente!
Aquel sábado se podía confundir con el anterior, la lluvia constante había vuelto a golpear los cristales de la casa. Philip se había encerrado en su despacho. En el salón, Thomas liquidaba extraterrestres en forma de media calabaza que descendían por la pantalla del televisor. Sentada en la cocina, Mary pasaba las páginas de una revista. Dirigió su mirada a la escalera, cuyos escalones desaparecían en la penumbra de la primera planta. A través de las puertas de corredera del salón adivinó la espalda de su hijo inclinado sobre el juego. Contempló a Lisa, que dibujaba delante de ella. Dirigiendo su cara hacia la ventana, Mary se sentía embargada por la tristeza del cielo en aquella tarde taciturna y silenciosa. Lisa levantó la cabeza y sorprendió el dolor que corría por las mejillas de la mujer. La escrutó así unos instantes y la cólera que le invadió deformó su rostro de niña. Saltó al instante de la silla en la que estaba sentada y se dirigió con paso firme hacia el frigorífico, que abrió con brusquedad para coger dos huevos, una botella de leche y cerrarlo al fin de un portazo. Tomó un bol en el que comenzó a batir la mezcla con una fuerza que sorprendió a Mary. La pequeña añadió, muy segura de sí misma, azúcar, harina y otros ingredientes, que fue cogiendo uno a uno de las estanterías.
– ¿Qué haces?
La niña miró a Mary directamente a los ojos, el labio inferior le temblaba.
– En mi país llueve, pero no son lluvias como aquí, sino verdaderas lluvias que caen sin parar durante días y días. Y la lluvia entre nosotros es tan fuerte que siempre acaba por encontrar la manera de colarse en el interior de las casas. La lluvia es inteligente, mamá me lo dijo. Tú no lo sabes, pero siempre quiere más y más.
La ira de la niña se incrementaba con cada palabra. Encendió el gas y puso una sartén en el fuego. Continuó lo que estaba haciendo, interrumpiéndose únicamente para lanzar un nuevo comentario.
– La lluvia intenta ir más allá. Si no tienes cuidado, acaba por alcanzar su objetivo. Se te cuela en la cabeza para ahogarte y, cuando lo ha logrado, escapa por los ojos para ir a ahogar a otra persona. Yo no miento. He visto la lluvia en tus ojos, te ha costado retenerla. Ya es demasiado tarde. La has dejado entrar. ¡Has perdido!
Mientras proseguía con su monólogo exaltado, vertió el espeso líquido y vio cómo se doraba en el fuego.
– Esa lluvia es peligrosa porque te arranca trozos de cerebro y acabas por renunciar, y es así como mueres. Yo sé que eso es verdad. En mi país vi a gente que moría porque se había rendido. Luego Enrique los transportaba en su carreta. Mamá, para protegernos de la lluvia, para impedir que nos hiciese daño, tenía un secreto…
Haciendo acopio de todas sus fuerzas, con un gesto rápido hizo que la crep diese una vuelta en el aire. Dorada, la tortita giró sobre sí misma mientras se elevaba lentamente hasta quedar adherida al techo, justo encima de Lisa, que la señalaba con el dedo. Con el brazo tan tenso como la cuerda de un arco a punto de romperse, gritó a Mary:
– Es el secreto de mamá: hacía soles en el techo. Mira -dijo al tiempo que señalaba con todas sus fuerzas la crep adherida al techo-. ¡Pero mira! ¿Puedes ver ese sol?
Sin esperar la respuesta envió otra crep junto a la primera. Mary no sabía cómo reaccionar. Cada vez que volaba una tortita, la niña dirigía orgullosamente su índice al aire y gritaba:
– Ahora ves los soles. ¡Así que ya no tienes por qué llorar!
Atraído por el olor, Thomas asomó la punta de la nariz por la puerta. Se detuvo y contempló la escena. Vio a Lisa en primer lugar, que en su nerviosismo le hacía pensar en un personaje de cómic. Después observó a su madre. Decepcionado, no descubrió ninguna crep.
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