Marc Levy - Volver A Verte

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Arthur, un joven arquitecto californiano, vuelve a Los Ángeles después de pasar una larga temporada en París. Sin embargo, durante todo este tiempo no ha conseguido olvidar a Lauren, el gran amor de su vida que le robó el corazón cuando, a raíz de un accidente, cayó en estado de coma. Gracias a la insistencia y la valentía de Arthur, Lauren siguió viviendo, a pesar de la opinión del doctor y de la madre de desenchufar los aparatos que la mantenían con vida. Éstos, avergonzados, le hicieron jurar que jamás confesaría la verdad a la joven, que no recuerda nada de aquellos meses. Arthur cumple su palabra, desaparece de su vida e intenta olvidarla. Cuando vuelve a Los Ángeles el destino hará que se reencuentren.
Volver a verte. Ojala fuera cierto…2
Si la vida ofreciera a Arthur y Lauren otra oportunidad, ¿sabrían, en esta ocasión, superar todos los obstáculos? Una hermosa novela que demuestra que segundas partes sí pueden ser buenas.

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– Yo no diré nada de la celda si usted no dice nada de la leche. Tengo el colesterol alto y se pondría furiosa.

– ¡Y con toda la razón! ¿Qué nivel?

– ¿Acaso no ve dónde está? No he venido a hacerme un chequeo.

– ¿Se toma la medicación, al menos?

– Me quita el apetito, y a mí me gusta comer.

– Pida que le cambien el tratamiento.

Pilguez repasó el informe policial; el parte de Nathalia estaba en blanco.

– Debe de caerle usted simpática. ¿Qué quiere? Ella es así. ¡Tiene sus favoritos!

– ¿De quién está hablando?

– De mi mujer, la que se ha olvidado de anotar sus declaraciones y la que se ha olvidado también de cerrar la puerta de su celda; es increíble lo distraída que se ha vuelto con la edad. ¿Y quién es el paciente que se ha llevado?

– Un tal Arthur Ashby, si la memoria no me falla.

Pilguez levantó los brazos al cielo con gesto consternado.

– ¡Esta sí que es buena!

– ¿Podría ser más claro? -dijo Lauren.

– Estuvo a punto de echar a perder mis últimos meses de servicio; no me diga que usted ha decidido tomarle el relevo y arruinarme la jubilación.

– No tengo la menor idea de lo que me está hablando.

– ¡Es exactamente lo que me temía! – suspiró el inspector-. ¿Dónde está?

– En el Memorial Hospital, en el quirófano de neurocirugía, donde debería encontrarme yo en este momento en lugar de perder el tiempo en esta comisaría. Le he propuesto a su mujer que me deje regresar y le he prometido que volvería aquí en cuanto termine la intervención, pero no ha querido.

El inspector se levantó para volver a llenarse la taza. Dio la espalda a Lauren y vertió una cucharadita de azúcar en polvo en el brebaje.

– ¡Sólo faltaría! – dijo, con una voz que ocultaba el sonido de la cuchara-. Le faltan tres meses para el retiro y ya tenemos los billetes para París; sé que es casi un deporte para ustedes dos, pero no nos van a arruinar el viaje.

– No recuerdo que nos hayamos conocido antes y no comprendo ninguno de sus comentarios; ¿podría aclarármelos?

Pilguez puso un vaso de café en la mesa y lo empujó hacia Lauren.

– Cuidado, está ardiendo. Bébase esto y la llevo.

– Ya he causado bastantes problemas por esta noche, ¿está seguro de que…?

– Llevo cuatro años retirado, ¿qué quiere que me hagan ahora? ¡Ya me han quitado mi puesto de trabajo!

– Entonces, ¿de veras puedo volver?

– ¡Además de cabezona, sorda!

– ¿Por qué hace esto?

– Usted es médica, su trabajo consiste en curar a las personas. Yo soy policía, lo que me concede el privilegio de hacer las preguntas. Vamonos, tengo que devolverla aquí antes del cambio de turno, dentro de cuatro horas.

Lauren siguió al policía por el pasillo. Nathalia levantó la cabeza y miró a su compañero.

– ¿Qué estás haciendo?

– Te has dejado la puerta de la jaula abierta y el pájaro ha echado a volar, querida.

– ¿Te hace gracia?

– ¡Tú eres la que se queja de que nunca me río! Vendré a buscarte cuando acabe tu turno y aprovecharé para devolverte a la chica.

Pilguez le abrió la puerta a Lauren, rodeó el vehículo y se instaló detrás del volante del Mercurio Grana Marques. Un aroma de cuero almizclado flotaba en el interior.

– Huele un poco a nuevo, pero es que el viejo Toronado estiró la pata este invierno. Tendría que haber oído el ruido de los trescientos noventa y cinco caballos que galopaban bajo su capó. Hicimos hermosas persecuciones los dos juntos.

– ¿Le gustan los coches antiguos?

– No, sólo era para entablar conversación.

Una lluvia fina empezó a caer sobre la ciudad, y una miríada de pequeñas gotitas se depositó en el parabrisas como un velo brillante.

– Sé que no tengo derecho a hacerle preguntas, pero ¿por qué me ha sacado de mi celda?

– Usted misma lo ha dicho: será más útil en el hospital, que bebiendo café malo en comisaría.

– Veo que tiene un agudo sentido de la utilidad pública.

– ¿Prefiere que la devuelva a la centralita?

Las aceras desiertas resplandecían en la noche.

– Y usted -continuó él-, ¿por qué ha hecho todo eso esta noche? ¿Tiene un agudo sentido del deber?

Lauren se calló y volvió la cabeza hacia la ventanilla.

– No tengo ni la menor idea.

El viejo inspector sacó el paquete de cigarrillos.

– No se preocupe, llevo dos años sin fumar. Me conformo con masticarlos.

– Está bien que prolongue su esperanza de vida.

– No sé si voy a llegar a viejo, pero en cualquier caso, entre la jubilación, la dieta contra el colesterol y el dejar de fumar, el tiempo se me hace más largo.

Tiró el cigarrillo por la ventanilla. Lauren activó los limpiaparabrisas.

– ¿Alguna vez se ha sentido a gusto en compañía de alguien a quien no conocía?

– Un día, cuando era joven, llegó una mujer a la comisaría de Manhattan donde yo era inspector. Mi despacho estaba cerca de la entrada y vino a presentarse. Acababan de destinarla a distribución. Durante todos los años que estuve recorriendo las calles de Midtown, ella era la voz que crepitaba en la radio del coche. Yo me las apañaba para que mis horas de servicio coincidieran con las suyas. Estaba chiflado por ella. Como sólo la veía muy raramente, detenía a cualquiera por cualquier cosa, simplemente para volver a comisaría y presentarlo ante ella. Se dio cuenta de mi artimaña enseguida y me propuso ir a tomar algo antes de que enchironara al quiosquero de la esquina por vender cerillas húmedas. Fuimos a un pequeño café detrás de la comisaría, nos sentamos a una mesa y ya está.

– ¿Ya está, qué? -quiso saber Lauren, divertida.

– ¿No dirá nada si me enciendo uno?

– ¡Dos caladas y lo tira!

– ¡Trato hecho!

El policía se llevó un nuevo cigarrillo a la boca, lo dejó apoyado sobre el encendedor del coche y continuó su relato.

– Había varios colegas en la barra del bar e hicieron como que no nos veían, aunque ella y yo sabíamos que al día siguiente seríamos la comidilla. Me llevó tiempo admitirme a mí mismo que me faltaba algo cuando ella no estaba en comisaría. ¿He respondido ahora a su pregunta?

– Y una vez lo comprendió, ¿qué hizo?

– Seguí perdiendo mucho tiempo -contestó el antiguo inspector.

Se hizo un silencio. Pilguez tenía la mirada fija en la calle.

– Ese hombre al que me he llevado… apenas lo he visto. Lo he examinado brevemente y se ha marchado con esa cara tan extraña y ese aspecto un poco perdido. Y luego me ha telefoneado su amigo. No tenía muy buenas noticias.

El inspector giró lentamente la cabeza.

– No puedo explicarle por qué -dijo ella-, pero al colgar, estaba contenta de saber dónde se encontraba.

Pilguez miró a su pasajera con una sonrisa en los labios, se inclinó para abrir la guantera y sacó un faro rojo que acopló al techo del coche.

– Hagámosle una jugarreta a su impaciencia.

Encendió el cigarrillo. El vehículo avanzaba en la noche y ningún semáforo interrumpiría su carrera.

Norma enjugó la frente del profesor. Unos minutos más y la sonda alcanzaría su destino; la pequeña anomalía vascular ya estaba a la vista. El electrocardiógrafo emitió un breve sonido. Todo el equipo contuvo el aliento. Granelli se inclinó sobre el aparato y observó el trazo. Golpeó con la palma de la mano la parte superior del monitor y la onda recuperó su curvatura normal.

– Esta máquina está tan cansada como usted, profesor -dijo, volviendo a su sitio.

Pero aquel comentario no aplacó la inquietud que reinaba en la sala. Norma comprobó el nivel de carga del desfibrilador. Cambió la bolsa que recogía la sangre extraída del hematoma, desinfectó de nuevo el contorno de la incisión y volvió a su puesto, al lado de la mesa.

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