– ¿Acaso esta intrusión policial tiene algo que ver con el paciente que se encuentra sobre esta mesa?
– En cierto modo -admitió Lauren.
Granelli se aproximó al cristal.
– ¿Se trata de un bandido? – preguntó casi estático.
– No -contestó Lauren-. Todo es culpa mía, estoy muy confusa.
– No esté confusa -replicó el anestesista-; yo mismo, cuando tenía su edad, hice dos o tres gamberradas que me valieron varias noches en compañía de los carabinieri, que, dicho sea de paso, llevan unos trajes mucho más elegantes que los de sus policías.
El inspector Brame se acercó al micro e interrumpió al anestesista.
– Ha robado una ambulancia y se ha llevado a ese paciente de otro hospital.
– ¿Ella sola? -Exclamó el anestesista, en el colmo de la excitación-. ¡Pero esta chica es el no va más!
– Tenía un cómplice -resopló Brisson-, estoy seguro de que estará en el vestíbulo, hay que detenerlo también.
Fernstein y Norma se volvieron hacia el único médico que aún no se había presentado, pero, para su gran sorpresa, había desaparecido. Acurrucado en el compartimento que se encontraba bajo la mesa de operaciones, Paul no lograba comprender cómo su velada se había convertido en semejante pesadilla. Hacía unas horas, era un hombre feliz y sereno que cenaba en compañía de una joven adorable.
Fernstein se acercó al cristal y le preguntó a Lauren porqué había cometido un acto tan estúpido. Su alumna levantó la cabeza y lo miró con los ojos llenos de tristeza.
– Brisson iba a matarlo.
– Buenas noches, profesor -dijo el joven interno, encantado-. ¡Quiero recuperar a mi paciente ahora mismo! Le prohíbo que comience esta intervención: me lo llevo conmigo.
– Lo dudo -objetó Fernstein, furioso.
– Señor profesor, lo invito a que deje hacer al doctor Brisson -dijo el inspector de policía, avergonzado.
Granelli retrocedió con paso furtivo hasta la mesa de operaciones Comprobó el estado de Arthur v desenchufó el electrodo de su muñeca. Al instante, la señal de alarma del electrocardiógrafo empezó a sonar. Granelli levantó los brazos al cielo.
– ¡Miren! Venga hablar y hablar y este joven va de mal en peor. A menos que este señor que nos está molestando asuma la responsabilidad del agravamiento inevitable del estado de nuestro enfermo, pienso que ya es hora de operar. De todos modos, la anestesia ya ha surtido efecto y no se le puede trasladar! -concluyó, triunfante.
La mascarilla de Norma no pudo ocultar su sonrisa. Brisson, loco de rabia, señaló a Fernstein con un dedo iracundo.
– ¡Me las pagarán todos!
– Creo que no hemos acabado de saldar nuestras cuentas, joven. ¡Y ahora váyase de aquí y déjenos trabajar! -ordenó el profesor, y se dio la vuelta sin dirigirle una mirada a Lauren.
El inspector Brame se guardó las esposas y cogió a la joven neuróloga del brazo. Brisson les pisaba los talones.
– Lo menos que puede decirse -replicó Granelli, colocando de nuevo el electrodo en la muñeca de Arthur- es que ha sido una noche muy original.
El ronroneo de los aparatos cubrió el silencio que se instaló en la sala de operaciones. El líquido de la anestesia descendió a lo largo del tubo de perfusión y entró en las venas de Arthur. Granelli comprobó la saturación de los gases sanguíneos y le indicó a Fernstein con un gesto que la intervención podía empezar.
Lauren se sentó en el vehículo camuflado del inspector Erik Brame, y Brisson lo hizo en el del agente uniformado.
En el cruce de California Street, los dos coches se separaron.
Brisson volvía para acabar su guardia en el San Pedro. Firmaría la denuncia por la mañana.
– ¿Estaba realmente en peligro? -preguntó el inspector.
– Todavía lo está -contestó Lauren desde el asiento de atrás.
– Y ese Brisson ¿tiene algo que ver?
– No ha sido él quien lo ha proyectado contra un escaparate, pero digamos que su incompetencia ha empeorado la situación.
– Entonces, ¿usted le ha salvado la vida?
– Iba a operarlo cuando usted me ha detenido.
– ¿Y hace estas cosas por todos sus pacientes?
– Sí y no; es decir, sí, intento salvarlos, pero no me los llevo de otro hospital.
– ¿Ha corrido ese riesgo por un desconocido? -Continuó el inspector-. Es usted sorprendente.
– ¿No es lo mismo que hace usted cada día en su trabajo, asumir riesgos por desconocidos?
– Sí, pero yo soy policía.
– Y yo, médica…
El coche entró en Chinatown. Lauren le pidió al agente que le dejase bajar la ventanilla; no era muy reglamentario, pero él aceptó: ya había tenido bastantes reglamentos por esa noche.
– Ese tipo me caía muy antipático, pero no tenía elección, ¿lo comprende?
Lauren no contestó; con la cabeza asomada a la ventanilla, respiró el aire de mar que invadía los barrios del este de la ciudad.
– Este sitio me gusta más que ningún otro -dijo.
– En otras circunstancias, la habría llevado a comer el mejor pato lacado del mundo.
– ¿En lo de los hermanos Tang?
– ¿Conoce ese lugar?
– Era mi preferido; en fin, lo era. Desde hace dos años no tengo tiempo de poner los pies allí.
– ¿Está preocupada?
– Preferiría estar en el quirófano, pero Fernstein es el mejor neurocirujano de la ciudad, así que no debería inquietarme.
– ¿Alguna vez ha logrado responder una pregunta solamente con un sí o con un no?
Lauren sonrió.
– ¿De veras ha dado ese golpe usted sola? -continuó el inspector.
– ¡Sí!
El coche se detuvo en el aparcamiento del distrito séptimo. El inspector Brame ayudó a Lauren a bajar del vehículo.
Cuando entraron en la comisaría, confió a su pasajera al agente de servicio.
A Nathalia no le gustaba pasar la noche lejos de su compañero, pero las horas entre la medianoche y las seis de la mañana contaban el doble. Sólo tres meses más y también ella se retiraría. Su viejo poli cascarrabias le había prometido que la llevaría a hacer ese gran viaje con el que llevaba tantos años soñando. A finales de otoño volarían hacia Europa. Se besarían bajo la torre Eiffel, visitarían París y pondrían rumbo a Venecia para unirse por fin ante Dios. En el amor, la paciencia es una virtud. No habría ninguna ceremonia: simplemente, entrarían los dos en una pequeña iglesia; había docenas de ellas en la ciudad.
Nathalia entró en la sala de interrogatorios para acreditar la identidad de Lauren Kline, una interna de neurocirugía que había sustraído una ambulancia y se había llevado a un paciente de un hospital.
Nathalia dejó su bloc encima de la mesa.
– He visto cosas originales en este oficio, pero usted ha batido el récord -dijo, cogiendo la cafetera del hornillo.
Miró largamente a Lauren. En treinta años de carrera había asistido a un gran número de interrogatorios y podía juzgar la sinceridad de un sospechoso en menos tiempo del que éste había necesitado para cometer el delito. La joven interna decidió cooperar; excepto la complicidad de Paul no tenía nada que esconder. Asumía sus actos. Si volviera a presentarse una situación idéntica, adoptaría la misma actitud.
Transcurrió media hora mientras Lauren relataba y Nathalia escuchaba, sirviendo café de tanto en tanto.
– No ha apuntado ni una palabra de mi declaración – comentó Lauren.
– No he venido para eso; un inspector lo hará mañana por la mañana. Le recomiendo que espere a un abogado antes de contarle a otra persona lo que acaba de decirme a mí. ¿Su paciente tiene alguna posibilidad de salir con vida?
– No lo sabremos hasta el final de la intervención, ¿por qué?
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