Gao Xingjian - El Libro De Un Hombre Solo

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…Has escrito este libro para ti, un libro sobre la huida, el libro de un hombre solo. Eres a la vez tu Senor y tu apostol, no te sacrificas por losdemas y no pides que nadie se sacrifique por ti, no puede ser mas justo. Todo el mundo desea la felicidad, por que solo habria de pertenecerte a ti? Dehecho, la felicidad es bastante rara en este mundo? (Gao Xingjian).Un hombre recuerda el principio de su vida en China, su familia, su pais, sus aprendizajes y como esa vida placida desaparece de repente con el estallido dela Revolucion Cultural, que va a acabar con el pensamiento y la libertad. Cada uno va a convertirse desde ese momento en un hombre solo, una mujer sola, unser humano solo ante la desesperanza y el terror. Su supervivencia exige `que el cerebro desaparezca,` que no haya cerebro en las miradas ni en las palabrasni en los actos del dia, y, sin embargo, se puede violar a un ser humano, con violencia fisica o violencia politica, pero no se lo puede poseer porcompleto?, porque su mente siempre le pertenecera. Y esa es la gran belleza de El Libro de un hombre solo, que, reflejando hasta hacernos entremecer la cobardia, el lado oscuro y la tristeza, ha sabidointroducir asimismo la esperanza, se pequeno resplandor en una sociedad espesa como el barro?.La dulzura de los recuerdos y de la infancia, la violencia politica, el amor y tambien el erotismo se mezclan en esta novela sencilla y sorprendente, resumende la vida de un hombre solo y testimonio literario esencial y sublime.Gao Xingjian nacio en Jangsu (China) en 1940. Novelista, poeta, dramaturgo, director de teatro y pintor, como un artista del Renacimiento tiende a abarcarel arte en sus distintas disciplinas, y en cada una deellas investiga una forma personal de expresarse mezclando tecnicas, estilos y generos.

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– Sólo hay ropa vieja -protestó el anciano titubeando.

– ¿De qué tiene miedo? ¡Sólo estamos verificando si ha escondido listas negras para «rectificar» al pueblo!

Tang, con los brazos en jarras, se sentía muy orgulloso y disfrutaba de su papel en el registro.

El anciano fue al comedor a pedir las llaves a su mujer. Era la hora de la cena, la puerta del comedor estaba abierta, los platos en la mesa, la mujer de Wu estaba allí, con una niña, su nieta. No se había movido de la sala y continuó hablando con la niña. Él pensó que quizás escondían algo importante en el comedor, pero desechó esa idea de inmediato y prefirió no entrar para no encontrarse cara a cara con la mujer y la niña.

Dos meses antes, un domingo a mediodía, después de que el grupo de guardias rojos registrara su casa, llamaron a la puerta. Al abrir, se encontró a una chica en el umbral. Tenía una cara encantadora, la piel muy blanca, los ojos cintilaban bajo el sol, sobre las orejas rosa caían dos mechones de cabellos brillantes. Dijo que era la hija del propietario, que vivía en el edificio de al lado, y que venía a buscar el dinero del alquiler. Él nunca había ido a aquella vivienda y sólo sabía que Lao Tan y el propietario eran viejos amigos. De pie, en la puerta, la joven tomó el alquiler que él le tendió, luego, arqueando un poco las cejas y barriendo la habitación con la mirada dijo:

– Todos esos muebles, la mesa y ese viejo sofá son nuestros, un día nos los tendremos que llevar.

Él le dijo que podía ayudarla a llevarlos inmediatamente, pero ella se mantuvo en silencio y sus ojos cristalinos le lanzaron una mirada glacial que lo recorrió de arriba abajo, queriéndole mostrar su odio sin tapujos. Luego dio media vuelta y bajó la escalera. Supuso que la joven debía de pensar que había denunciado a Tan para estar solo en el apartamento. Al mes siguiente ya no fue a buscar el dinero del alquiler ni nadie reclamó los muebles. Cuando le encargaron al viejo Huang que cobrara los alquileres para el comité de gestión del barrio, supo que les habían confiscado todos sus bienes. No volvió a saber nada más del propietario, pero guardó claramente en su recuerdo la mirada de hielo que le lanzó aquella joven.

Evitó encontrarse cara a cara con la mujer de Wu y su nieta; los niños tienen memoria y la chiquilla corría el riesgo de alimentar un odio feroz.

Tang examinó uno a uno los cofres. Wu los abría repitiendo que sólo había ropa de su hija y de su nieta. Efectivamente, en la parte de arriba sólo aparecían sujetadores y vestidos. De pronto, se sintió incómodo y le vino a la cabeza la escena en que aquellos guardias rojos de su institución encontraron los preservativos de Tan cuando registraban sus cosas. Hizo un ademán con la mano y dijo:

– Vámonos, ya está bien.

Tang fue a mirar al sofá, levantó los cojines y metió la mano por entre los pliegues, empujado probablemente por ese instinto que surge en cada uno cuando se mete en ese tipo de papel. El quiso acabar pronto, empaquetó unos fajos de cartas, documentos y cuadernos de apuntes para marcharse.

– Son cartas personales, no tienen ninguna relación con mi trabajo -dijo Wu.

– Vamos a examinarlas, no se preocupe, si no hay ningún problema, se las devolveremos -replicó él.

Tuvo ganas de decirle, pero no lo hizo, que era muy amable de su parte.

– ¡Es… la segunda vez en mi vida que me pasa lo mismo! -dijo Wu, tras un instante de duda.

– ¿Ya han estado aquí las guardias rojas? -preguntó él.

– Hablo de la época en que trabajaba en la clandestinidad para el Partido, hace más de cuarenta años -precisó Wu, entornando los párpados, como si sonriera.

– Supongo que usted mismo ya ha participado en muchos registros de casas y, sin duda, con menos miramientos de los que nosotros estamos teniendo en este momento -dijo él en tono irónico.

– Quienes hacen esos registros son los guardias rojos de la institución, en el comité del Partido nunca tomamos estas decisiones -repuso Wu con rotundidad.

– Pero esa lista de nombres ha salido del departamento político, ¿no es cierto? Si no, ¿cómo habrían sabido a casa de quién tenían que ir y por qué no fueron a su casa también? -preguntó, mirándolo fijamente a los ojos.

Wu permaneció en silencio. Era un hombre versado en el trato con la gente, pero esta vez no supo qué decir y los condujo en silencio a la entrada del patio. Él estaba seguro de que el anciano lo detestaba y que si un día recuperaba sus funciones, no dudaría en hacerle pagar con su vida lo que se había atrevido a hacer. Tenía que encontrar algún documento que permitiera colocar a Wu en la categoría de los enemigos. Una vez regresó a la institución, se pasó la noche examinando las cartas y encontró una que estaba dirigida al primo Wu. En ella había escrito: «El gobierno del pueblo está siendo muy indulgente y me trata con demasiada benevolencia, pero hoy estoy pasando por un momento difícil, estoy enfermo, tengo que alimentar a mis padres y a mis hijos, sólo me queda esperar que mi querido primo interceda por mí ante el gobierno local». Estaba claro que ese pariente debía de haber tenido problemas políticos o históricos y recurría a Wu para que lo ayudara. Sin embargo, guardó la carta en un paquete de documentos oficiales sobre los que escribió «examinado» y no continuó con la investigación. Había algo en su interior que le impedía seguir con aquello.

Durante todos esos días y esas noches, apenas volvió a casa. Se quedaba a dormir en el despacho, que servía de cuartel general de la organización rebelde. Celebraban asambleas y reuniones a todas horas. En el seno de los rebeldes se sucedían las alianzas y rupturas con las diferentes organizaciones, así como las disputas. Todos estaban en ascuas, corrían de un lado para otro y se decían partidarios de la rebelión. Los antiguos guardias rojos también se declararon en rebeldía contra el comité del Partido y se reorganizaron en una «columna roja rebelde revolucionaria». Hasta los funcionarios encargados del trabajo político fundaron «brigadas de combate». Los cambios de chaqueta, las traiciones, los oportunismos, la revolución y la rebelión, todo se mezclaba, cada uno buscaba su camino en medio del caos. El orden y las redes de poder de antes estaban patas arriba, se creaban nuevas alianzas, algunos hacían las paces, otros tramaban numerosos complots, todo ocurría al mismo tiempo en aquel gran edificio que zumbaba como un avispero.

Durante las sesiones de lucha que convocaban una u otra facción, Wu Tao era siempre el blanco ideal. Danian y sus compañeros se distinguían por la crudeza de sus acciones contra él. Le colgaban una pancarta alrededor del cuello y le hacían agachar la cabeza, lo obligaban a mantener los brazos extendidos hacia atrás, le apretaban las rodillas y lo tiraban al suelo. De la misma manera que ellos habían maltratado a los monstruos malhechores unos meses antes, colocaban en Wu todo el peso del prestigio que los rebeldes les habían quitado. El viejo secretario abandonado por el Partido no sólo se había convertido en un perro inútil, sino que todo el mundo tenía miedo de acercarse a él.

Un día que había nevado, vio que, en el patio de detrás del gran edificio, Wu Tao estaba quitando la nieve con una pala. Al oír que alguien llegaba, el anciano aumentó el ritmo del trabajo.

– ¿Qué tal está? -le preguntó.

El viejo Wu se apoyó en la pala, casi sin aliento.

– Bien, bien. En otros lugares golpean a la gente, al menos vosotros no.

Pensó que Wu ponía intencionadamente cara de víctima para despertar su compasión. Sin embargo, la simpatía que sentía por aquel viejo, al que nadie se atrevía a acercarse, apareció claramente un año más tarde: Wu siempre llevaba una chaqueta azul harapienta y remendada, y cada mañana barría el patio con una escoba de bambú, sin que nadie se fijara en él, con la cabeza gacha, los hombros bajos, las mejillas y los párpados caídos, en un estado de decrepitud total. Un día, al verlo de ese modo, sintió lástima por él, pero nunca llegó a hablarle.

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