Volvió a su casa antes de que acabara la jornada laboral y, cuando estaba en el patio, vio a un hombre con el pelo desgreñado y la ropa sucia que estaba sentado en la escalera que conducía a su vivienda. Se quedó estupefacto al reconocer al hijo de sus vecinos, a quien todos llamaban Tesoro cuando era niño. Hacía tiempo que no lo veía.
– ¿Qué haces por aquí? -preguntó.
– Por fin te encuentro, ¡pero no puedo explicártelo todo en dos palabras! -suspiró Tesoro, el rey de los niños de la calle en la infancia.
Descorrió el cerrojo. La puerta de la vivienda de al lado, en la que vivía el viejo jubilado, estaba abierta. Asomó la cabeza.
– ¡Un antiguo compañero de clase; acaba de llegar del sur!
Desde que llevaba un brazalete rojo ya no prestaba mucha atención a su viejo vecino, y volvió a su habitación sin dar más explicaciones. El viejo asintió riendo, mostrando sus escasos dientes y agitando las arrugas que cubrían su rostro. Luego entró en su vivienda y cerró la puerta.
– Me he escapado -explicó Tesoro-. Ni siquiera he traído una toalla ni un cepillo de dientes; me he mezclado con unos estudiantes que venían a Beijing a hacer el chuanlian [16] ¿Tienes algo de comer? Hace cuatro días y cuatro noches que no como nada decente, sólo me quedan estas monedas que no me atrevo a gastar. Me he mezclado con los estudiantes en el puesto de recogida; he conseguido dos pequeños panes y tomado un tazón de arroz hervido.
Nada más entrar en la habitación, Tesoro sacó de sus bolsillos algunas monedas y unos pocos billetes que colocó sobre la mesa. Luego, añadió:
– Salté por la ventana en plena noche, si no, al día siguiente me habría tenido que someter a una sesión de lucha contra toda la escuela. Acusaron a un profesor de gimnasia del colegio de haber tocado los senos de una alumna durante los ejercicios, lo consideraron un mal elemento, y los guardias rojos lo golpearon hasta matarlo.
Tesoro tenía la frente arrugada y la cara marcada por el sufrimiento. ¿Qué había sido del diablillo de su infancia que iba en verano con el torso desnudo y tenía el pelo cortado al rape? Tesoro era particularmente ágil en el agua: nadaba, buceaba, hacía el pino buceando. Cuando él fue a aprender a nadar al lago, a escondidas de su madre, se atrevió a tirarse gracias a su amigo. Tesoro era dos años mayor que él y le sacaba más de media cabeza. Cuando se peleaba, era muy violento con los niños que le buscaban las cosquillas. Él, cuando estaba a su lado, no tenía ningún temor. Nunca habría imaginado que un día su amigo, que era antes un héroe dispuesto a pelear hasta el final, recorrería un gran camino para refugiarse en su casa. Tesoro le explicó que, después de conseguir el diploma del instituto pedagógico, le ofrecieron dar clases de lengua en una escuela de cabeza de distrito. Desde el principio del movimiento, el secretario de la célula del Partido decidió que fuera el chivo expiatorio.
– Yo no he hecho los manuales de enseñanza, ¿cómo iba a saber que algunos artículos eran problemáticos? Sólo he contado anécdotas, pequeñas historias, para animar un poco las clases. Por eso me han convertido en un objetivo. Es cierto que he hablado mucho, pero ¿cómo se puede enseñar lengua sin hablar? Me encerraron en un aula de clase y los guardias rojos me vigilaban día y noche. Ahora tengo una familia, si me ocurre algo, sin mencionar la posibilidad de perder la vida, si quedo lisiado, ¿cómo conseguirá salir adelante mi mujer con un niño de un año? Me subí en plena noche a una ventana del primer piso y bajé sujetándome a un tubo de desagüe. He conseguido salir de allí a salvo. No he ido a mi casa para no causarle problemas a mi mujer. Como los trenes estaban llenos de estudiantes, era imposible controlar los billetes. He venido a hacer una denuncia; debes ayudarme a poner las cosas en su sitio. ¿Cómo un profesor como yo, tan pequeño como una semilla de sésamo, que ni siquiera es miembro del Partido, puede ser el representante de la banda negra en el seno del Partido?
Después de la cena, acompañó a Tesoro al centro de recepción de masas de la calle Fuyou, en la puerta oeste de Zhong-nanhai. La gran puerta estaba abierta; en el patio iluminado por las lámparas había mucha gente que se empujaba para que los atendieran. Se movieron despacio, siguiendo la corriente. Bajo una tienda de campaña montada en medio del patio, había una hilera de mesas detrás de las cuales estaban sentados unos militares, con insignias en la gorra y en la solapa del uniforme, que anotaban las quejas de las personas. Como éstas se empujaban, era difícil llegar a las mesas. Tesoro se puso de puntillas para intentar escuchar un poco entre las cabezas de las personas lo que se decía en «el espíritu del Comité Central». Pero las voces se mezclaban, las personas se aglutinaban delante de las mesas, hablaban alto y se atropellaban unas a otras mientras el hombre encargado de recoger las quejas respondía de forma lacónica y circunspecta. Otros se contentaban con anotar sin responder nada. Antes de conseguir avanzar, fueron apartados de allí por la masa de gente. Tan sólo pudieron dejarse llevar hasta el pasillo de la planta baja.
Las paredes estaban cubiertas de dazibaos de quejas por malos tratos y citas de discursos de personajes importantes del Partido. Los discursos, llenos de belicosidad y alusiones, de los dirigentes del Comité Central que acababan de estrenar su cargo o de los que todavía no habían sido destituidos, eran totalmente contradictorios. Tesoro estaba fuera de sí y le preguntó si había traído papel y bolígrafo. El le dijo que no hacía falta copiar aquellos dazibaos, porque había recogido un montón de octavillas que tenían los mismos discursos para poder analizarlos detalladamente en casa.
Todas las salas del edificio estaban abiertas. También recibían quejas. Había menos gente, pero la cola llegaba hasta el pasillo. En una de ellas alguien hacía una denuncia y lloraba sin conseguir contenerse. Un joven tenía en la mano una vieja gorra militar que había perdido el color de tantos lavados, lloraba también a lágrima viva y se explicaba en dialecto de Jiang-xi o de Hunan, con un acento muy pronunciado. Aunque no conseguían entenderlo muy bien, sabían que estaba denunciando una masacre colectiva en su pueblo: hombres, mujeres, ancianos y niños, ni siquiera los bebés se habían salvado; los juntaron a todos en una era y uno a uno los fueron matando con picos, machetes, o palancas en las que colocaban conteras de hierro. Luego lanzaron los cadáveres al río, que fue pudriéndose poco a poco. El joven no tenía aspecto de ser descendiente de alguien que perteneciera a las cinco categorías negras; la vieja gorra que sujetaba era una prueba sin la cual no se habría atrevido a venir a Beijing a hacer la denuncia. Las personas que había en la sala y a la entrada escuchaban en silencio mientras el encargado tomaba nota.
Cuando salieron de allí, entraron en la avenida Chang'an, porque Tesoro quería pasar por el Ministerio de Educación para ver si había alguna directiva concreta para los profesores de secundaria. El Ministerio estaba en el barrio del oeste de la ciudad, a unas cuantas paradas de autobús. Muchos de los que esperaban en la parada eran estudiantes de fuera que llevaban al hombro una cartera que tenía bordada una estrella roja de cinco puntas; corrían por la avenida y, antes incluso de que el autobús parara del todo, se subían en él. El autobús estaba hasta los topes y la gente que bajaba o los que subían debían agarrarse a los que tenían delante; las puertas no se podían cerrar. Al final el vehículo se puso en marcha, con la gente aprisionada en las puertas. Aunque Tesoro había bajado de un edificio sujetándose tan sólo en una tubería de desagüe, no era capaz de saltar entre aquellos jóvenes más ágiles que los monos. Cuando llegaron andando al Ministerio, el edificio se había transformado por completo en un centro de acogida de estudiantes de provincias. Habían vaciado todas las oficinas, desde la entrada hasta los pasillos de los pisos. Por todos los lugares esparcían paja, esteras, alfombras de algodón, trozos de plástico, montones de mantas; el suelo estaba cubierto de jarras, tazones, palillos, cucharas; un olor agrio de transpiración flotaba, mezclado con el olor de los nabos en salmuera y de los calcetines sucios. Los estudiantes armaban jaleo; pero como no tenían otro lugar donde pasar esas noches de invierno tremendamente frías, se tumbaban en el suelo, agotados, y se acababan durmiendo. Esperaban que el comandante en jefe supremo pasara revista, al día siguiente o al otro, por séptima u octava vez. Más de dos millones de personas empezaban a reunirse desde medianoche, primero en la plaza Tiananmen, luego las filas iban hacia el este y el oeste, extendiéndose por los dos lados de la avenida Chang'an, de más de diez kilómetros. El comandante en jefe supremo, acompañado de su vice-comandante en jefe, Lin Biao, que llevaba en la mano el Libro rojo, pasaba a bordo de un jeep descapotable entre dos muros humanos de jóvenes que se mantenían pasmados de frío en la fila. Esos jóvenes, con el rostro bañado en lágrimas, agitaban el precioso Libro rojo y se dejaban la garganta gritando los «Viva el Presidente Mao». Después, llenos de ira y de instintos revolucionarios, iban a saquear escuelas y templos, y atacaban las instituciones y organismos, para reducir a cenizas el viejo mundo.
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