Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Tanto los comunistas como el Kuomintang maniobraban para obtener ventaja frente a la reanudación de la guerra civil a gran escala. Chiang Kai-shek había vuelto a instalar su capital en Nanjing y, con ayuda de Norteamérica, había transportado gran cantidad de tropas al norte de China con órdenes secretas de ocupar todos los lugares estratégicos a la mayor velocidad posible. Los norteamericanos enviaron a China a uno de sus principales generales, George Marshall, para que intentara persuadir a Chiang de formar un gobierno de coalición en el que los comunistas actuaran a modo de socios minoritarios. El 10 de enero de 1946 se firmó una tregua que había de entrar en vigor el día 13. El día 14, el Kuomintang entró en Chaoyang e inmediatamente comenzó a organizar un enorme cuerpo policial armado y una red de inteligencia, así como a armar a las patrullas de los terratenientes locales. En conjunto, reunieron una fuerza de cuatro mil hombres destinada a exterminar a los comunistas de la zona. En febrero, mi padre y sus hombres se hallaban en fuga, retrocediendo más y más hacia territorios cada vez más inhóspitos. La mayor parte del tiempo se veían obligados a ocultarse con los campesinos más pobres. En abril no había ya ningún lugar al que pudieran escapar, y hubieron de disgregarse en grupos más pequeños. La guerra de guerrillas constituía el único modo de sobrevivir. Al fin, mi padre instaló su cuartel general en un lugar conocido como el Poblado de las Seis Haciendas, situado en una zona montañosa en la que nace el río Xiaoling, a unos cien kilómetros al oeste de Jinzhou.

Los guerrilleros contaban con muy pocas armas: se veían obligados a arrebatar la mayor parte a la policía local o a «tomarlas prestadas» de las patrullas a sueldo de los terratenientes. La otra fuente disponible de armamento eran el Ejército y la policía de Manchukuo, a los que los comunistas intentaban especialmente reclutar por sus armas y su experiencia en combate. En la zona de mi padre, el principal objetivo de la política comunista consistía en reducir los alquileres y el interés sobre los préstamos que los campesinos tenían que pagar a los terratenientes. Asimismo, solían confiscar el grano y los tejidos de estos últimos para distribuirlos entre los agricultores más pobres.

Al principio sus progresos eran lentos, pero en julio, cuando el sorgo ya había alcanzado su altura completa previa a la cosecha y era lo bastante espeso como para ocultarles, las distintas unidades de la guerrilla pudieron celebrar una reunión en el Poblado de las Seis Haciendas, bajo un árbol enorme que crecía a la entrada del templo. Mi padre abrió la sesión refiriéndose a El borde del agua, historia china equivalente a Robin Hood: «Éste es nuestro “Palacio de Justicia”. A él hemos acudido para discutir el mejor modo de liberar a la gente del mal y defender la justicia en nombre del cielo.»

En aquella época, las guerrillas de mi padre luchaban básicamente en dirección Oeste, y las zonas que ocupaban incluían numerosos pueblos habitados por mongoles. En noviembre de 1946, cuando el invierno ya casi se había asentado, arreciaron los ataques del Kuomintang. Un día, mi padre estuvo a punto de ser capturado en una emboscada. Tras un feroz tiroteo, logró escapar de milagro. Sus ropas habían quedado hechas jirones y, para regocijo de sus compañeros, el pene le colgaba fuera de los pantalones.

Rara vez dormían dos noches seguidas en un mismo lugar, y a menudo se veían obligados a trasladarse varias veces en una misma noche. Nunca podían quitarse la ropa para dormir, y la vida era para ellos una sucesión ininterrumpida de emboscadas, asedios y huidas. En la unidad había algunas mujeres, y mi padre decidió trasladarlas a ellas, a los heridos y a los imposibilitados a una zona más segura situada al Sur, en las proximidades de la Gran Muralla. Ello requería un largo y peligroso viaje a través de regiones controladas por el Kuomintang. El más mínimo ruido podía ser fatal, por lo que mi padre ordenó que los bebés se dejaran atrás con los campesinos de la zona. Una mujer no lograba hacerse a la idea de abandonar a su hijo por lo que, al final, mi padre hubo de decirle que tendría que elegir entre dejarlo o afrontar un consejo de guerra. Lo dejó.

Durante los meses siguientes, la unidad de mi padre se desplazó hacia el Este, aproximándose a Jinzhou y a la línea ferroviaria clave que unía Manchuria con China propiamente dicha. Hasta la llegada del Ejército comunista regular, lucharon en las colinas situadas al oeste de Jinzhou. El Kuomintang desató sobre ellos cierto número de «campañas de aniquilación», todas sin éxito. Las acciones de la unidad comenzaron a obtener resonancia. Mi padre, que ya contaba veinticinco años de edad, era tan bien conocido que se había puesto precio a su cabeza, y la zona de Jinzhou comenzó a llenarse de carteles de se busca. Mi madre había visto aquellos carteles, y empezó a oír hablar mucho de él y de su guerrilla a sus parientes en el servicio de inteligencia del Kuomintang.

Cuando la unidad de mi padre fue forzada a retirarse, las fuerzas del Kuomintang regresaron y arrebataron a los campesinos la comida y las ropas que los comunistas habían confiscado a los terratenientes. En muchos casos, los campesinos fueron torturados, y algunos fueron asesinados, generalmente aquellos que -hambrientos como estaban- ya habían consumido los alimentos y no podían devolverlos.

En el Poblado de las Seis Haciendas, el hombre que había poseído mayor cantidad de tierras -un tal Jin Ting-quan, que era asimismo jefe de policía- había violado salvajemente a numerosas mujeres de la localidad. Cuando huyó con el Kuomintang la unidad de mi padre fue la encargada de presidir la reunión que decidió la apertura de su casa y de su granero. Cuando Jin regresó con el Kuomintang, los campesinos fueron obligados a humillarse ante él y a devolver cuantos bienes les habían proporcionado los comunistas. Aquellos que ya habían dado cuenta de la comida fueron torturados y sus casas destrozadas. Un hombre que rehusó hacer el kowtow o devolver la comida murió quemado a fuego lento.

Durante la primavera de 1947, comenzaron a cambiar las cosas, y en marzo el grupo de mi padre logró reconquistar la población de Chaoyang. Muy pronto, toda la zona circundante se hallaba en sus manos. Para celebrar su victoria se organizaron un banquete y diversos festejos. Mi padre era sumamente ingenioso inventando acertijos basados en los nombres de las personas, lo que le hacía considerablemente popular entre sus camaradas.

Los comunistas pusieron en práctica la reforma agraria, confiscando las tierras que hasta entonces habían pertenecido a un pequeño número de terratenientes y redistribuyéndola equitativamente entre los campesinos. En el Poblado de las Seis Haciendas, los campesinos se negaron al principio a aceptar las tierras de Jin Ting-quan, incluso a pesar del hecho de que éste había sido arrestado. Aunque permanecía bajo custodia, continuaban inclinándose y humillándose ante él. Mi padre visitó a numerosas familias campesinas y, poco a poco, fue conociendo la horrible verdad acerca de Jin. El Gobierno de Chaoyang lo sentenció a morir ante el pelotón de fusilamiento, pero la familia del hombre que había sido quemado vivo decidió -con el apoyo de las familias de otras víctimas- darle muerte del mismo modo. Cuando las llamas comenzaron a lamer su piel, Jin apretó los dientes y no profirió ni siquiera un gemido hasta que el fuego le rodeó el corazón. Los funcionarios comunistas enviados para llevar a cabo la ejecución no impidieron aquel linchamiento por parte de los campesinos. Aunque los comunistas se oponían a la tortura en teoría y por principio, los funcionarios habían recibido instrucciones de no intervenir si los campesinos querían desahogar su ira en actos arrebatados de venganza.

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