Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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A mi padre le encantaban los libros, y comenzó a aprender la lectura de la prosa clásica a los tres años de edad, lo que-resultaba una edad notablemente excepcional. Un año después de la muerte de mi abuelo, hubo de abandonar el colegio. Sólo tenía trece años, y odiaba la idea de tener que renunciar a sus estudios. Tenía que encontrar un empleo, por lo que al año siguiente -en 1935- abandonó Yibin y descendió por el Yangtzé hasta Chongqing, una ciudad entonces mucho más grande. Encontró trabajo como aprendiz en una tienda de alimentos en la que trabajaba doce horas al día. Una de sus tareas consistía en transportar el enorme narguile de su patrono cada vez que éste se trasladaba por la ciudad en una silla de bambú transportada a hombros por dos personas. El único propósito de todo aquello era que su patrono pudiera alardear de permitirse un empleado que le transportara el narguile, artefacto que podía haber sido fácilmente transportado en la silla. Mi padre no recibía paga alguna, tan sólo una cama y dos frugales comidas al día. No cenaba, por lo que todas las noches se acostaba con el estómago asaltado por calambres. Estaba constantemente obsesionado por el hambre.

Su hermana mayor vivía también en Chongqing. Se había casado con un maestro de escuela, y mi abuela había ido a vivir con ellos tras la muerte de su esposo. Un día, mi padre estaba tan hambriento que entró en la cocina de su hermana y se comió una batata fría. Cuando su hermana lo descubrió, se enfureció con él y gritó: «¡Bastante difícil me resulta mantener a nuestra madre! ¡No puedo permitirme alimentar también a mi hermano!» Mi padre se sintió tan dolido que salió corriendo de la casa y no regresó nunca más.

Pidió a su patrono que le diera de cenar. Éste no sólo se negó, sino que comenzó a maltratarle. Furioso, mi padre le abandonó, regresó a Yibin y vivió a base de hacer trabajos ocasionales de aprendiz en una tienda tras otra. No sólo se enfrentaba al sufrimiento en su propia vida, sino que lo hallaba por doquier en torno a él. Todos los días, cuando caminaba en dirección al trabajo, se cruzaba con un anciano que vendía bollos. El viejo, que ya sólo podía caminar encorvado, era ciego, y llamaba la atención de los viandantes cantando una canción conmovedora. Cada vez que mi padre escuchaba aquella canción, se decía a sí mismo que la sociedad debía cambiar.

Comenzó a buscar una salida. Siempre había recordado la primera vez que había oído la palabra «comunismo»: había sido en 1928, cuando tan sólo contaba siete años de edad. Estaba jugando cerca de su casa cuando vio una gran muchedumbre que se había congregado en un cruce de caminos cercano. Se abrió paso como pudo hasta la primera fila: allí vio a un joven sentado en el suelo con las piernas cruzadas. Tenía las manos atadas a la espalda; junto a él había un hombre fornido armado con un enorme sable. Curiosamente, al joven se le permitió hablar durante un rato de sus ideales y de algo que llamaba comunismo. A continuación, el verdugo descargó la espada sobre su nuca. Mi padre gritó y se tapó los ojos. La experiencia le sobrecogió profundamente, pero también le impresionó la valentía y la calma que había mostrado el joven frente a la muerte.

Durante la segunda mitad de la década de los treinta, los comunistas comenzaban ya a contar con una importante infraestructura incluso en confines tan remotos como Yibin. Su objetivo fundamental era resistir a los japoneses. Chiang Kai-shek había adoptado una política de no resistencia frente a la ocupación de Manchuria por los japoneses y los núcleos cada vez más numerosos del Ejército nipón en territorio chino, concentrándose por el contrario en sus intentos por aniquilar a los comunistas. Éstos, por su parte, habían popularizado una consigna, «Los chinos no deben luchar contra los chinos», y habían presionado a Chiang Kai-shek para que enfocara sus esfuerzos en combatir a los japoneses. En diciembre de 1936, Chiang fue secuestrado por dos de sus propios generales, uno de ellos el joven mariscal manchú Chang Hsueh-liang. Fue salvado en parte por los comunistas, quienes contribuyeron a su liberación a cambio de su acuerdo de formar un frente unido contra Japón. Chiang Kai-shek hubo de consentir, si bien no con demasiado entusiasmo, ya que sabía que aquello permitiría a los comunistas sobrevivir y desarrollarse. «Los japoneses son una enfermedad de la piel -dijo-, pero los comunistas son una enfermedad del corazón.» Aunque se suponía que los comunistas y el Kuomintang eran aliados, los primeros se veían aún forzados a desarrollar la mayor parte de sus actividades de modo clandestino.

En julio de 1937, los japoneses iniciaron su invasión generalizada del territorio chino propiamente dicho. Mi padre, al igual que muchos otros, se mostró horrorizado y desesperado por lo que estaba ocurriendo en su país. En aquella época comenzó a trabajar en una librería que vendía publicaciones de izquierda. Por las noches, aprovechando sus funciones de vigilante nocturno, devoraba un libro tras otro.

A sus honorarios de la tienda añadió un pequeño complemento trabajando por las tardes como «explicador» de películas. Muchas de las películas que entonces se proyectaban eran norteamericanas y mudas. Su tarea consistía en permanecer junto a la pantalla y explicar lo que estaba sucediendo, ya que los filmes no estaban ni doblados ni subtitulados. Asimismo, se unió a un grupo de teatro antijaponés en el que, dados sus rasgos jóvenes y delicados, solía interpretar papeles de mujer.

A mi padre le encantaba el grupo de teatro. A través de los amigos que allí conoció entró por primera vez en contacto con los comunistas en la clandestinidad. El empeño comunista por combatir a los japoneses y crear una sociedad justa inflamaba su imaginación, y en 1938, a la edad de diecisiete años, ingresó en el Partido. En aquella época, el Kuomintang vigilaba estrechamente las actividades comunistas en Sichuan. Nanjing, la capital, había caído en manos de los japoneses en diciembre de 1937, y Chiang Kai-shek se había visto forzado a trasladar su Gobierno a Chongqing. Dicho traslado desencadenó un frenesí de actividad policial en Sichuan, y el grupo de teatro de mi padre fue disuelto por la fuerza. Algunos de sus amigos fueron arrestados. Otros tuvieron que huir. Mi padre se sentía frustrado por no poder hacer nada por su país.

Pocos años antes, las fuerzas comunistas habían atravesado remotas zonas de Sichuan durante los casi diez mil kilómetros de su Larga Marcha, la cual terminó por llevarles a una pequeña población del Noroeste llamada Yan'an. Los compañeros del grupo de teatro habían hablado a menudo de Yan'an como un lugar incorrupto y eficiente en el que reinaba la camaradería: el sueño de mi padre. Así, a comienzos de 1940 inició su larga marcha particular hacia Yan'an. Primero viajó a Chongqing, donde uno de sus cuñados, oficial del Ejército de Chiang Kai-shek, escribió una carta para ayudarle a atravesar las zonas ocupadas por el Kuomintang y atravesar el bloqueo que Chiang Kai-shek había dispuesto en torno a Yan'an. Tardó casi cuatro meses en realizar el viaje, y llegó por fin en abril de 1940.

Yan'an se encuentra en la Meseta Amarilla, una zona árida y remota del noroeste de China. Dominada por una pagoda de nueve alturas, gran parte de la ciudad consistía en hileras de cuevas excavadas en los amarillentos riscos. Mi padre había de hacer de aquellas cuevas su hogar durante más de cinco años. Mao Zedong y sus dispersas fuerzas habían llegado allí en diferentes etapas entre 1935 y 1936, al final de la Larga Marcha, tras lo cual habían hecho de Yan'an la capital de su república. La población estaba rodeada de territorio hostil; su principal ventaja era su aislamiento, que la convertía en un objetivo difícil de atacar.

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