Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Durante la noche del festival de 1944, mi abuela y mi madre se hallaban sentadas bajo un emparrado cubierto de melones y habichuelas, contemplando el firmamento vasto y despejado a través de sus rendijas. Mi madre comenzó a decir:

– Esta noche, la luna está especialmente redonda… -Pero mi abuela la interrumpió bruscamente y rompió a llorar súbitamente. A continuación, entró corriendo en la casa y mi madre la oyó lamentarse y gritar:

– ¡Vuelve con tu hijo y con tus nietos! ¡Déjanos a mi hija y a mí y sigue por tu camino! -Por fin, jadeando entre sus sollozos, dijo-: ¿Fue culpa mía o tuya que tu hijo se quitara la vida? ¿Por qué tenemos que soportar esa carga año tras año? No soy yo quien te impide ver a tus hijos. Son ellos los que se han negado a venir a visitarte…

Desde que habían abandonado Yixian, tan sólo les había visitado De-gui, el segundo hijo del doctor Xia. Ante todo aquello, el doctor no pronunció una sola palabra.

A partir de entonces, mi madre percibió que algo extraño sucedía. El doctor Xia se volvió cada vez más taciturno, por lo que procuraba instintivamente evitarle. De vez en cuando, mi abuela se deshacía en lágrimas mientras se murmuraba a sí misma que ella y el doctor Xia nunca podrían ser completamente felices debido al alto precio que habían pagado por su amor. En aquellas ocasiones, solía estrechar a mi madre con fuerza entre sus brazos, diciéndole que era lo único que tenía en la vida.

Cuando el invierno descendió sobre Jinzhou sorprendió a mi madre en un estado de ánimo desacostumbradamente melancólico. Ni siquiera una segunda aparición de los B-29 norteamericanos en el límpido y frío cielo de diciembre bastó para elevar sus ánimos.

Los japoneses se mostraban cada vez más susceptibles. Un día, una de las amigas de mi madre se hizo con un libro escrito por un escritor chino cuya obra había sido prohibida. Marchó con él al campo en busca de un lugar tranquilo en el que leerlo, y por fin halló una caverna en la que se introdujo creyendo que se trataba de un refugio antiaéreo vacío. Al tantear en la oscuridad, su mano tocó algo parecido a un interruptor de corriente. De repente, comenzó a sonar un timbre. Había tocado una alarma. Se había introducido en un arsenal de armamento. Sintió que sus piernas cedían. Intentó correr, pero sólo logró avanzar un par de cientos de metros antes de que los soldados japoneses la capturaran y se la llevaran a rastras.

Dos días después, todos los alumnos del colegio fueron transportados hasta una desolada extensión de terreno cubierta de nieve situada en las afueras de la puerta oeste, junto a una de las curvas del río Xiao-ling. Los residentes locales habían sido igualmente convocados por los jefes del vecindario. A los niños se les dijo que habían de ser testigos del «castigo de una malvada persona que había desobedecido al Gran Japón». De pronto, mi madre vio cómo su amiga era arrastrada por soldados japoneses hasta un punto situado justamente frente a ella. Se encontraba encadenada y apenas podía andar. Había sido torturada, y tenía el rostro tan hinchado que mi madre apenas podía reconocerla. A continuación, los soldados japoneses alzaron sus rifles y los apuntaron en dirección a la muchacha, quien parecía querer decir algo, aunque no lograba emitir sonido alguno. Se oyó el estampido de los disparos y el cuerpo de la joven se desplomó mientras su sangre salpicaba la nieve. Pollino, el director de escuela japonés, recorría con la mirada las hileras de alumnas en formación. Con un tremendo esfuerzo, mi madre intentó ocultar sus emociones. Se forzó a sí misma a contemplar el cuerpo de su amiga, tendido sobre un brillante charco rojo que se extendía en medio de la blancura de la nieve.

Oyó cómo alguien intentaba suprimir un sollozo. Era la señorita Tanaka, una joven maestra japonesa por la que sentía gran simpatía. Inmediatamente, Pollino cayó sobre ella, abofeteándola y pateándola. La maestra cayó al suelo e intentó apartarse de sus botas, pero él siguió propinándole feroces patadas. Había traicionado a la raza japonesa, chillaba. Por fin, Pollino se detuvo, alzó la mirada hacia sus pupilas y, con un rugido, ordenó que se pusieran en marcha.

Mi madre dirigió una última mirada hacia el cuerpo encorvado de su maestra y el cadáver de su amiga, e hizo un esfuerzo por tragarse el odio que sentía.

4. «Esclavos carentes de un país propio»

Bajo el dominio de distintos amos (1945-1947)

En mayo de 1945, corrió en Jinzhou la noticia de que Alemania se había rendido y de que la guerra en Europa había concluido. Los aviones estadounidenses sobrevolaban la zona con mucha más frecuencia que antes, pues los B-52 eran enviados a bombardear otras ciudades de Manchuria. Jinzhou, sin embargo, no sufrió ataques. Por la ciudad se extendió la sensación de que la derrota japonesa se hallaba cercana.

El 8 de agosto, las alumnas de la escuela de mi madre recibieron la orden de acudir a un santuario para rezar por la victoria de Japón. Al día siguiente, penetraron en Manchukuo tropas soviéticas y mongolas. Llegaron noticias que afirmaban que los norteamericanos habían lanzado dos bombas atómicas sobre Japón, y la población local recibió aquella nueva con vítores. Los días que siguieron se vieron salpicados de alarmas de bombardeo, y las clases se interrumpieron. Mi madre se quedó en casa, ayudando en la construcción de un refugio antiaéreo.

El 13 de agosto, los Xia supieron que Japón estaba negociando la paz. Dos días después, un vecino que trabajaba en el Gobierno irrumpió en su casa y les dijo que iba a emitirse un importante comunicado a través de la radio. El doctor Xia interrumpió su quehacer y se sentó en el patio junto a mi abuela. El locutor dijo que el emperador japonés se había rendido. Inmediatamente después anunció la noticia de que Pu Yi había abdicado como emperador de Manchukuo. La gente salió a la calle en un estado de enorme excitación, y mi madre acudió a su escuela a comprobar qué situación reinaba allí. El lugar parecía desierto, con excepción de un leve rumor procedente de uno de los despachos. Encaramándose para ver qué ocurría, observó a través de la ventana a un grupo de maestros japoneses que, agrupados, sollozaban.

Aquella noche, apenas logró pegar ojo, y al alba ya se encontraba en pie. Cuando abrió la puerta principal por la mañana observó una pequeña multitud reunida en la calle. Sobre el camino yacían los cuerpos de una mujer y dos niños japoneses. Un oficial japonés se había hecho el hara-kiri, y los miembros de su familia habían sido linchados.

Una mañana, poco después de la rendición, los vecinos japoneses de los Xia fueron hallados muertos. Algunos dijeron que se habían envenenado. En todo Jinzhou, los japoneses se suicidaban o eran linchados. Sus hogares eran saqueados, y mi madre advirtió que, de pronto, uno de sus vecinos más pobres parecía poseer gran número de valiosos bienes para su venta. Los escolares se vengaban de los maestros japoneses, apaleándolos ferozmente. Algunos japoneses abandonaban a sus hijos pequeños en el umbral de los hogares de las familias locales con la esperanza de que así pudieran salvarse. Cierto número de mujeres japonesas habían sido violadas, por lo que muchas decidieron afeitarse la cabeza para intentar hacerse pasar por hombres.

Mi madre se mostraba preocupada por la señorita Tanaka, quien era la única maestra de la escuela que nunca había abofeteado a sus alumnos, a la vez que la única japonesa que había mostrado congoja ante la ejecución de su amiga. Preguntó a sus padres si podrían ocultarla en su hogar. Mi abuela mostró inquietud ante la idea, pero no dijo nada. El doctor Xia se limitó a asentir con la cabeza.

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