Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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El doctor Xia era más liberal que la mayoría de los hombres de su tiempo, y requirió el parecer de mi madre acerca de la cuestión. Ella aceptó convertirse en «amiga» del joven señor Liu. En aquellos tiempos, si un muchacho y una joven eran vistos conversando públicamente, se asumía que debían estar, cuando menos, prometidos. Mi madre ansiaba poder disfrutar de un poco de diversión y libertad, así como trabar amistad con jóvenes de su edad sin tener que verse obligada a contraer matrimonio. Conociéndola, el doctor Xia y mi abuela se mostraron cautelosos con los Liu y prefirieron rechazar los presentes de rigor. Según la tradición china, la familia de una joven no debe aceptar una propuesta matrimonial de inmediato, ya que ello supondría mostrar demasiada ansiedad. La aceptación de los regalos hubiera equivalido a indicar un consentimiento implícito. Al doctor Xia y a mi abuela les inquietaba la posibilidad de que se produjera un malentendido.

Mi madre salió con el joven Liu durante una temporada. Se sentía atraída por sus buenos modales, y todos sus parientes, amigas y vecinos coincidían en que había hallado un compañero ideal. El doctor Xia y mi abuela opinaban que ambos formaban una pareja magnífica, y le escogieron como yerno en privado. Sin embargo, mi madre le consideraba superficial. Advirtió que nunca viajaba a Pekín, sino que permanecía en casa disfrutando de una vida de dilettante. Un día, descubrió que ni siquiera había leído el célebre clásico chino del siglo XVIII titulado El sueño en el Pabellón rojo, libro bien conocido por cualquier chino culto. Cuando le comunicó su disgusto, el joven Liu dijo alegremente que los clásicos chinos no eran su fuerte, y que lo que más le gustaba en realidad era la literatura extranjera. En un intento de reafirmar su superioridad, añadió: «¿Y tú, has leído Madame Bovary? No sólo es mi novela favorita sino, en mi opinión, la mejor obra de Maupassant.»

Mi madre había leído Madame Bovary, y sabía que había sido escrita por Flaubert, y no por Maupassant. Aquella fatua manifestación restó numerosos puntos de su consideración hacia Liu, pero prefirió evitar el enfrentamiento con él en ese momento, pues ello habría sido considerado como una actitud «cascarrabias».

A Liu le encantaba el juego, especialmente el mah-jongg que, sin embargo, aburría a muerte a mi madre. Poco tiempo después, una tarde en que se encontraban en mitad de una partida, una doncella entró y preguntó: «¿Qué doncella preferiría el amo Liu que le sirviera en la cama?» Liu contestó despreocupadamente: «Tal doncella.» Mi madre temblaba de furia, pero Liu se limitó a alzar las cejas, como si su reacción le sorprendiera. Seguidamente, dijo: «En Japón es una costumbre perfectamente normal. Todo el mundo lo hace. Se llama si-qin (“cama con servicio”).» Intentaba hacer que mi madre se sintiera provinciana y celosa, lo que en China se contemplaba tradicionalmente como uno de los peores vicios que podía tener una mujer, y más que suficiente para justificar que su marido la repudiara. Una vez más, mi madre guardó silencio, si bien interiormente hervía de rabia.

Decidió que no podría ser feliz con un esposo que contemplara el flirteo y el sexo extramarital como aspectos esenciales de la «masculinidad». Quería alguien que la amara y que no quisiera herirla con aquella clase de actitudes. Aquella misma tarde, decidió poner fin a la relación.

Pocos días después, el viejo señor Liu murió súbitamente. En aquellos días, era muy importante gozar de un funeral espectacular, especialmente si el fallecido era cabeza de familia. Un funeral que no se encontrara a la altura de las expectativas de los parientes y la sociedad no lograría sino atraer la desaprobación general sobre la familia. Los Liu deseaban una ceremonia complicada, y no una simple procesión desde la casa al cementerio. Se hicieron venir monjes para que leyeran el sutra budista de «inclinar la cabeza» en presencia de todos los familiares. A continuación, los miembros de la familia rompieron en lágrimas. Desde entonces, y hasta el momento del entierro, fijado para el cuadragésimo noveno día después del fallecimiento, el sonido de los sollozos y lamentos debería oírse sin interrupción desde primeras horas de la mañana hasta la medianoche, acompañados por la constante incineración de dinero artificial destinado a su uso en el otro mundo por parte del difunto. Muchas familias no lograban sostener aquel maratón, y preferían alquilar a plañideras profesionales para que realizaran el trabajo. Los Liu, sin embargo, eran demasiado filiales para hacer una cosa así por lo que se ocuparon personalmente de los lamentos, con la ayuda de sus numerosos familiares.

Cuarenta y dos días después de su muerte, el cadáver del señor Liu, previamente depositado en un féretro de madera de sándalo espléndidamente labrado, fue situado en una marquesina instalada en el patio. Se suponía que durante las siete últimas noches antes de su sepultura, el difunto ascendería a una alta montaña del otro mundo y, desde allí, contemplaría a toda su familia; sólo se sentiría feliz si comprobaba que cada uno de sus miembros se encontraba bien y bajo la protección del resto. De otro modo -pensaban- nunca lograría el descanso. La familia solicitó, pues, la presencia de mi madre en calidad de futura nuera.

Ella se negó. Lamentaba la muerte del viejo señor Liu, quien siempre se había mostrado amable con ella, pero si asistía a su funeral nunca podría evitar tener que contraer matrimonio con su hijo. Al domicilio de los Xia llegó un continuo afluir de mensajeros procedentes de casa de los Liu.

El doctor Xia dijo a mi madre que el hecho de romper la relación en aquel momento equivalía a defraudar al difunto señor Liu, lo que se consideraba deshonroso. Si bien no hubiera opuesto objeción alguna a tal ruptura en una situación normal, opinaba que, dadas las circunstancias, sus deseos debían subordinarse a exigencias de mayor importancia. Mi abuela también era de la opinión de que debía acudir. Por si fuera poco, añadió: «¿Cuándo se ha oído hablar de que una muchacha rechace a un hombre porque haya tenido amantes o haya confundido el nombre de un escritor extranjero? A todos los jóvenes les gusta divertirse y andar de picos pardos. Además, no tienes que preocuparte de doncellas ni de concubinas. Posees un carácter fuerte, y sabrás mantener controlado a tu esposo.»

Aquello no se asemejaba al concepto de vida que deseaba mi madre, y así lo manifestó. Interiormente, mi abuela coincidía con ella, pero le asustaba que mi madre siguiera en casa debido a las constantes proposiciones de los oficiales del Kuomintang. «Podemos decir que no a uno, pero no a todos ellos -dijo a mi madre-. Si no te casas con Zhang, tendrás que aceptar a Lee. Piénsalo: ¿acaso no es Liu mucho mejor que los otros? Si te casas con él, ningún oficial podrá volver a molestarte. Paso las noches y los días angustiada pensando en qué podría sucederte. No podré descansar hasta que no tengas tu casa.» Pero mi madre dijo que prefería morir a casarse con alguien que no pudiera proporcionarle felicidad… y amor.

Los Liu se enfurecieron con mi madre, al igual que el doctor Xia y mi abuela. Durante días, discutieron, suplicaron, engatusaron, gritaron y sollozaron sin éxito. Finalmente, por primera vez desde que el día en que la había golpeado de niña por ocupar su sitio sobre el kang, el doctor Xia montó en cólera con mi madre. «Lo que estás haciendo es traer la vergüenza al nombre de Xia. ¡No quiero tener una hija como tú!» Mi madre se puso en pie y respondió con las siguientes palabras: «De acuerdo, pues. No tendrás que tener una hija como yo. ¡Me marcho!» Dicho esto, salió precipitadamente de la estancia, empaquetó sus cosas y abandonó la casa.

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