Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Uno de los hombres a quienes salvaron la vida era un primo lejano de mi abuela llamado Han-chen que había desempeñado un papel de importancia en el movimiento de resistencia. Dado que Jinzhou era el principal nudo ferroviario al norte de la Gran Muralla, se convirtió en el punto de encuentro de los japoneses antes de su ataque a China propiamente dicha, el cual dio comienzo en julio de 1937. Había enormes medidas de seguridad. La organización de Han-chen se vio infiltrada por un espía y todos los miembros del grupo fueron arrestados y torturados. En primer lugar, les introdujeron por la nariz agua mezclada con guindillas picantes; a continuación, los abofetearon con zapatos dotados de agudos clavos que asomaban por las suelas. Por fin, la mayoría fueron ejecutados. Durante largo tiempo, los Xia dieron a Han-chen por muerto, hasta que un día el tío Pei-o les reveló que aún se hallaba vivo aunque, eso sí, a la espera de su ejecución. El doctor Xia se puso inmediatamente en contacto con Dong.

La noche de la ejecución, el doctor Xia y mi madre acudieron a La Colina Meridional con un carruaje. Lo estacionaron tras un macizo de árboles y esperaron. Podían oír a los perros que hozaban junto a las fosas, de las que surgía el hedor de la carne en descomposición. Por fin, apareció un carro. En la oscuridad, pudieron distinguir débilmente la silueta del viejo carretero que descendía del vehículo y arrojaba algunos cuerpos de los que transportaba en las cajas de madera. Esperaron a que se marchara y se acercaron a la fosa. Removiendo entre los cadáveres, terminaron por encontrar a Han-chen, pero no pudieron determinar si se hallaba vivo o muerto. Por fin, advirtieron que aún respiraba. Había sido torturado tan salvajemente que no podía caminar, por lo que, con gran esfuerzo, lo introdujeron en el carro y le condujeron a su casa.

Le ocultaron en una estancia diminuta situada en uno de los rincones más apartados de la casa. Su única puerta daba a la alcoba de mi madre, la cual, a su vez, sólo poseía acceso a través de la habitación de sus padres. Nadie podría dar con ella por casualidad. Dado que la casa era la única que tenía acceso directo al jardín, Han-chen podía pasear en él a salvo siempre y cuando alguien montara guardia.

Existía el peligro de que se produjera una redada por parte de la policía o de los comités vecinales de la localidad. Ya desde los comienzos de su ocupación, los japoneses habían organizado un sistema de control de vecindarios. Para ello, habían nombrado jefes de aquellas unidades a los personajes más importantes de cada distrito, y dichos jefes vecinales colaboraban en la recaudación de impuestos y en la organización de una vigilancia permanente en busca de «elementos ilegales». En realidad, aquello no era más que una forma institucionalizada de gangsterismo en el que la «protección» y la información constituían las llaves de acceso al poder. Asimismo, los japoneses ofrecían generosas recompensas por denunciar a las personas. La policía de Manchukuo representaba una amenaza menos grave que los civiles ordinarios. De hecho, muchos de los policías eran profundamente antijaponeses. Una de sus principales labores consistía en verificar el registro de las personas, y solían realizar frecuentes registros domiciliarios. Sin embargo, anunciaban su llegada gritando «¡Verificación de registros! ¡Verificación de registros!», por lo que cualquiera que deseara esconderse disponía de suficiente tiempo para ello. Cada vez que Han-chen o mi abuela escuchaban aquel grito, esta última se apresuraba a ocultarle en un montón de sorgo seco almacenado en la habitación del fondo para ser utilizado como leña. Los policías entraban tranquilamente en la casa, se sentaban, tomaban una taza de té y decían a mi abuela en tono de disculpa «Lo sentimos. Esto, ya sabe, no es más que una formalidad…».

En aquella época, mi madre tenía once años. Aunque sus padres no le decían lo que estaba ocurriendo, sabía que no debía hablar de la presencia de Han-chen en la casa. Aprendió a ser discreta desde la niñez.

Mi abuela cuidó a Han-chen hasta que, poco a poco, logró devolverle la salud. Al cabo de tres meses, se encontraba con fuerzas suficientes para partir. La despedida fue sumamente emotiva. «Hermana mayor, cuñado mayor -dijo-, nunca olvidaré que os debo la vida. Tan pronto como tenga ocasión, os pagaré la deuda que he contraído con vosotros.» Tres años después habría de regresar para cumplir su promesa al pie de la letra.

Parte de la educación de mi madre y de sus compañeras de clase consistía en contemplar los noticiarios que relataban los éxitos bélicos de los japoneses. Lejos de sentirse avergonzados de su brutalidad, los japoneses se servían de ello como sistema para despertar el miedo. En las películas podía verse a soldados japoneses cortando a personas por la mitad y a prisioneros atados a estacas y abandonados a la voracidad de los perros. Las películas incluían asimismo detallados primeros planos de los ojos aterrorizados de las víctimas al ver aproximarse a sus atacantes. Los japoneses, entretanto, vigilaban a las colegialas de once y doce años para asegurarse de que no cerraran los ojos ni intentaran introducirse pañuelos en la boca para ahogar sus gritos. Como consecuencia de aquello, mi madre tuvo pesadillas durante años.

En 1942, habiendo desplegado sus ejércitos a lo largo de China, el sudeste asiático y el océano Pacífico, los japoneses comenzaron a verse faltos de mano de obra. Todas las muchachas que integraban la clase de mi madre se vieron reclutadas a la fuerza para trabajar en una fábrica textil junto con niñas japonesas. Para ello, las japonesas era transportadas en camiones, pero las colegialas de la localidad habían de caminar más de seis kilómetros al día. Asimismo, las japonesas llevaban consigo almuerzos consistentes en carne, verduras y fruta, mientras que las chinas debían contentarse con unas acuosas gachas preparadas con un maíz mohoso junto al que flotaban gusanos muertos.

Las muchachas japonesas se ocupaban de tareas sencillas, tales como la limpieza de las ventanas. Las locales, sin embargo, debían manejar complicadas máquinas giratorias que exigían una depurada técnica y que resultaban peligrosas incluso para los adultos. Su función primordial era la de reenlazar los hilos rotos mientras las máquinas funcionaban a toda velocidad. Si no advertían la rotura del hilo o no lo reenlazaban con la suficiente rapidez eran salvajemente golpeadas por los supervisores japoneses.

Las muchachas vivían aterrorizadas. La combinación de nerviosismo, frío, hambre y cansancio originaba numerosos accidentes. Más de la mitad de las compañeras de mi madre resultaron heridas. Un día, mi madre fue testigo de cómo una lanzadera salía despedida de una de las máquinas y arrancaba un ojo a la muchacha situada junto a ella. El supervisor japonés no dejó de reprenderla durante todo el trayecto hasta el hospital por no haber tenido más cuidado.

Cuando concluyó su período laboral en la fábrica, mi madre ingresó en la enseñanza media. Los tiempos habían cambiado desde la época en que mi abuela era niña, y las jóvenes ya no se veían confinadas a las cuatro paredes de sus hogares. Resultaba socialmente aceptable que realizaran estudios a nivel medio. No obstante, varones y hembras recibían educaciones distintas. En las chicas, el objetivo era convertirlas en «esposas amables y buenas madres», tal y como rezaba el lema del instituto. Aprendían lo que los japoneses denominaban «modales de mujer»: cuidado de la casa, cocina y costura, ceremonia del té, arreglo floral, bordado, dibujo y conocimientos de arte. La asignatura más importante era cómo complacer al esposo. Incluía cómo vestirse, cómo peinarse, cómo hacer una reverencia y, sobre todo, cómo obedecer a ciegas. Como decía mi abuela, mi madre parecía tener «huesos rebeldes», y apenas logró aprender ninguna de aquellas habilidades. Ni siquiera la cocina.

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