Jung Chang - Cisnes Salvajes
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Durante los quince días siguientes, los adultos se visitaron y se desearon buena suerte unos a otros. La buena suerte -en otras palabras, el dinero- constituía una obsesión para la mayor parte de los chinos corrientes. La gente era pobre, y en casa del doctor Xia, al igual que en muchas otras, la carne tan sólo abundaba relativamente durante los festivales.
Las festividades culminaban el décimo quinto día con una procesión de carnaval seguida, a la caída del sol, por un espectáculo de farolillos. La procesión representaba una visita de inspección realizada por el Dios del Fuego. El dios era transportado por todo el vecindario para prevenir a la gente del peligro que el fuego suponía: en efecto, dado que la mayoría de las casas estaban construidas en parte de madera y que el clima era seco y ventoso, el fuego representaba una permanente fuente de terror, por lo que la estatua del dios conservada en el templo recibía ofrendas a lo largo de todo el año. La procesión comenzaba en el templo del Dios del Fuego, frente a la choza de barro que los Xia habían ocupado al llegar a Jinzhou. Ocho jóvenes transportaban sobre una silla abierta una réplica de la misma estatua, la cual representaba a un gigante con el pelo, la barba, las cejas y la capa de color rojo. Tras ellos avanzaba una procesión de dragones y leones que se retorcían -cada uno de ellos compuesto por varios hombres- y de carrozas, zancos y bailarines de yangge [3] que hacían ondear los extremos de largas piezas de seda de colores que ataban en torno a sus caderas. Los fuegos artificiales, tambores y címbalos producían un ruido ensordecedor. Mi madre brincaba detrás de la procesión. Notó que a pesar de que casi todos los hogares mostraban apetitosos platos dispuestos a lo largo del recorrido como ofrendas a la deidad, ésta pasaba rápidamente de largo sin tocar ninguno. «¡La buena voluntad para los dioses y las ofrendas para el estómago de las personas!», le dijo su madre. En aquellos tiempos de escasez, mi madre esperaba la llegada de los festivales con ansiedad, pues sólo entonces podía satisfacer su estómago. Se mostraba indiferente ante aquellas ocasiones con una asociación más poética que gastronómica, y esperaba con impaciencia el momento en que su madre hubiera de adivinar los acertijos inscritos en los espléndidos farolillos que colgaban frente a las puertas de los hogares durante el Festival de los Faroles o recorriera los jardines de los vecinos y admirara sus crisantemos en el noveno día de la novena luna.
Un año, con motivo de la Feria del Templo del Dios de la Ciudad, mi abuela le mostró una hilera de esculturas de arcilla que habían sido alineadas en el templo y redecoradas y pintadas con motivo de tal acontecimiento. Podían verse escenas del infierno en las que la gente sufría castigo por sus pecados. Mi abuela señaló una figura de arcilla a la que dos diablos de cabellos puntiagudos como las púas de los erizos y ojos saltones como los de los sapos extraían casi medio metro de lengua a la vez que se la cortaban. El atormentado, dijo, había sido un embustero en su vida anterior, y eso mismo habría de ocurrirle a mi madre si alguna vez decía mentiras.
Entre el zumbido de la multitud y los apetitosos puestos de comida había aproximadamente una docena de grupos de estatuas, cada una de las cuales ilustraba una lección moral. Mi abuela mostraba alegremente aquellas horribles escenas a mi madre, una después de otra, pero al llegar a uno de los grupos la apartó sin dar explicación alguna. Algunos años más tarde, mi madre descubrió que el conjunto representaba a una mujer que era cortada en dos por dos hombres. La mujer, una vez viuda, había vuelto a casarse, y los dos hombres la cortaban porque había pertenecido a ambos. En aquellos días, numerosas viudas se mostraban atemorizadas por la perspectiva y, en consecuencia, permanecían fieles a sus maridos muertos sin importarles la desdicha que ello trajera consigo. Algunas llegaban a suicidarse si sus familias insistían en que contrajeran nuevamente matrimonio. Fue entonces cuando mi madre se dio cuenta de que el hecho de casarse con el doctor Xia no había supuesto una decisión fácil para mi abuela.
3. «Todos comentan qué lugar tan afortunado es Manchukuo»
A comienzos de 1938 mi madre ya casi había cumplido los siete años de edad. Era sumamente despierta, y se mostraba muy interesada por el estudio. Sus padres pensaron que debería ir al colegio tan pronto como comenzara el nuevo año escolar, poco después de la celebración del Año Nuevo chino.
La educación se hallaba estrechamente controlada por los japoneses, y en especial los cursos de historia y ética. La lengua oficial de las escuelas no era el chino, sino el japonés. A partir del cuarto grado de enseñanza elemental, todas las lecciones eran en japonés, y japoneses eran la mayor parte de los profesores.
El 11 de septiembre de 1939, cuando mi madre cursaba su segundo año de enseñanza elemental, Pu Yi -emperador de Manchukuo- y su esposa llegaron a Jinzhou en visita oficial. Mi madre resultó elegida para entregar un ramo de flores a la Emperatriz a su llegada. Sobre un estrado alegremente decorado esperaba una gran muchedumbre salpicada de banderitas amarillas de papel con los colores de Manchukuo. Mi madre recibió un enorme ramo de flores. Se sentía llena de confianza en sí misma mientras aguardaba entre la banda de música y un grupo de dignatarios ataviados con chaqués. Un muchacho que tendría aproximadamente la edad de mi madre permanecía severamente erguido junto a ella con el ramo de flores que debía entregar a Pu Yi. Cuando la real pareja hizo su aparición, la banda acometió el himno nacional de Manchukuo. Todos los presentes se pusieron firmes. Mi madre se adelantó e hizo una reverencia mientras sostenía el ramo con mano experta. La Emperatriz lucía un vestido blanco y unos elegantes guantes del mismo color que le llegaban a los codos. Mi madre pensó que era extraordinariamente hermosa. Se las arregló para hurtar la mirada en dirección a Pu Yi, quien vestía un uniforme militar, y pensó que tras sus gruesos lentes tenía «ojos de cerdito».
Aparte del hecho de que era una alumna modelo, uno de los motivos por los que mi madre había resultado elegida para entregar las flores a la Emperatriz era que, al igual que el doctor Xia, siempre rellenaba en los impresos el espacio destinado a la nacionalidad con la palabra «manchú», ya que se suponía que Manchukuo era el estado independiente de los manchúes; Pu Yi resultaba especialmente útil para los japoneses ya que la mayoría de las pocas personas que llegaban a reflexionar sobre ello pensaban que aún seguían bajo la soberanía del emperador manchú. El propio doctor Xia se consideraba un subdito leal del mismo, actitud que compartía con mi abuela. Era tradicional que las mujeres demostraran el amor que sentían por su esposo mostrándose de acuerdo con él en todo, por lo que tal actitud representaba para mi abuela una disposición natural. Se sentía tan feliz junto al doctor Xia que no deseaba apartar sus opiniones de las de él en lo más mínimo.
En la escuela, mi madre aprendió que su país era Manchukuo, y que entre sus países vecinos se contaban dos repúblicas chinas: una, hostil, liderada por Chiang Kai-shek; otra, amistosa, encabezada por Wang Jing-wei (una marioneta al servicio de los japoneses). Nunca le habían inculcado el concepto de una China que incluyera a Manchuria.
Los alumnos eran educados para ser subditos obedientes de Manchukuo, y una de las primeras canciones que aprendió mi madre fue la siguiente:
Por la calle caminan muchachos rojos y muchachas verdes;
todos comentan qué lugar tan afortunado es Manchukuo.
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