Jung Chang - Cisnes Salvajes
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Los amigos más íntimos de mi madre eran sus animales. Tenía un buho, un pájaro miná que sabía pronunciar algunas frases sencillas, un halcón, un gato, unos ratones blancos y unos cuantos grillos y saltamontes que guardaba en frascos de vidrio. Aparte de su madre, el único ser humano en quien tenía un amigo era el cochero del doctor Xia, conocido como Gran Lee. El Gran Lee era un individuo duro y curtido, procedente de las montañas septentrionales de Hinggan, cercanas al punto en el que se unían las fronteras de China, Mongolia y la Unión Soviética. Poseía una piel oscura, cabellos ásperos, labios gruesos y nariz respingona, rasgos todos ellos muy poco corrientes entre los chinos. De hecho, su aspecto no era chino en absoluto. Era alto, delgado y nervudo. Su padre le había criado para ser cazador y trampero, para excavar raíces de ginseng y perseguir osos, zorros y ciervos. Durante algún tiempo, había prosperado con la venta de sus pieles, pero los de su oficio habían tenido que abandonar su modo de vida a causa de los bandidos, de los cuales los peores eran los que trabajaban para el Viejo Mariscal, Chang Tso-lin. El Gran Lee solía referirse a él como «ese forajido bastardo». Más tarde, cuando mi madre oyó decir que el Viejo Mariscal había sido un ardiente patriota antijaponés, recordó las burlas del Gran Lee con respecto a aquel «héroe» del Nordeste.
El Gran Lee cuidaba de los animales domésticos de mi madre, y solía llevarla de excursión con él. Aquel invierno la enseñó a patinar. En primavera, cuando la nieve y el hielo se fundían, ambos acudían juntos a contemplar a la gente realizando el importante rito anual de «barrer las tumbas» y plantar flores sobre las sepulturas de sus antepasados. En verano iban a pescar y a recoger setas, y en otoño salían hasta la linde del pueblo para cazar liebres.
Durante las largas tardes de Manchuria, cuando el viento aullaba a través de las llanuras y el hielo se acumulaba en el interior de las ventanas, el Gran Lee, acomodado sobre el kang, solía sentar a mi madre sobre sus rodillas y relatarle historias fabulosas acerca de las montañas del Norte. Posteriormente, ella se dormía con imágenes de árboles misteriosos y elevados, flores exóticas, pájaros de vivos colores que entonaban bellas melodías y raíces de ginseng que, en realidad, eran niñas pequeñas (tras desenterrarlas, había que atarlas con un lazo rojo pues, de otro modo, escapaban corriendo).
El Gran Lee hablaba también a mi madre del reino animal. Le hablaba de los tigres que merodeaban por las montañas del norte de Manchuria, cuyo buen corazón les impedía atacar al hombre a no ser que se sintieran amenazados. Adoraba a los tigres. Pero los osos eran otra cuestión: se trataba de animales feroces que convenía evitar a toda costa. Si uno se topaba con ellos, había que permanecer inmóvil hasta que bajaran la cabeza. El motivo es que el oso tiene un rizo de cabello sobre la frente que le impide ver cuando baja la testuz. Frente a un lobo, no había que volverse y echar a correr, ya que siempre nos daría alcance. Había que permanecer quieto frente a él y no aparentar temor. A continuación, había que alejarse caminando hacia atrás muy, muy despacio. Muchos años después, los consejos del Gran Lee habrían de salvar la vida de mi madre.
Un día, cuando aún contaba cinco años de edad, mi madre se hallaba en el jardín, hablando con sus animales, cuando los nietos del doctor Xia la rodearon en pandilla. Empezaron por zarandearla e insultarla y, por fin, comenzaron a golpearla y a empujarla de un lado a otro más violentamente. La arrinconaron en una esquina del jardín junto a la que se abría un pozo seco y la empujaron al interior. El pozo era considerablemente profundo, y mi madre se estrelló contra los escombros esparcidos por el fondo. Al cabo de un rato, alguien oyó sus gritos y llamó al Gran Lee, quien acudió corriendo con una escalera. El cocinero la sostuvo mientras él descendía. Para entonces, ya había llegado mi abuela, frenética de preocupación. A los pocos minutos, el Gran Lee salió a la superficie llevando en brazos a mi madre, semiinconsciente y cubierta de cortes y magulladuras. La depositó en brazos de mi abuela, quien la llevó al interior para que el doctor Xia examinara sus heridas. Se había roto una cadera, la cual habría de seguir dislocándosele ocasionalmente a lo largo de los años. El accidente le dejó, además, una leve cojera permanente.
Cuando el doctor Xia le preguntó qué había pasado, mi madre dijo que había sido empujada por el [nieto] «Número seis». Mi abuela, siempre pendiente del bienestar del doctor Xia, intentó acallarla, ya que el Número seis era el favorito del anciano. Cuando éste abandonó la estancia, mi abuela dijo a mi madre que no volviera a protestar acerca del Número seis para no disgustar al doctor Xia. Durante algún tiempo, mi madre se vio confinada a la casa a causa de su cadera. El resto de los niños la condenó al más absoluto ostracismo.
Inmediatamente después de aquel episodio, el doctor Xia comenzó a ausentarse durante períodos que a veces eran de varios días. Acudió a la capital provincial, Jinzhou, situada a unos cuarenta kilómetros al Sur, en busca de empleo. El ambiente familiar se había tornado insoportable, y el accidente de mi madre -que fácilmente podía haber tenido un resultado trágico- le convenció de que se imponía la necesidad de mudarse.
La decisión no era fácil. En China se consideraba un gran honor tener a varias generaciones de una misma familia viviendo bajo el mismo techo, hasta el punto de que algunas calles ostentaban nombres tales como el de las «Cinco Generaciones Bajo Un Techo» en conmemoración de dichas estirpes. La ruptura de una familia tan grande era considerada una tragedia que había que evitar a toda costa, pero el doctor Xia intentó alegrar a mi abuela explicándole que para él sería un alivio el hecho de no tener tanta responsabilidad.
Mi abuela se sintió enormemente aliviada, si bien intentó no demostrarlo. De hecho, ella misma había intentado presionar discretamente al doctor Xia para que efectuara el traslado, especialmente después de lo que había sucedido con mi madre. Había tenido más que suficiente con la presencia glacial de aquella gran familia cuyos miembros tan fríamente contribuían a su desdicha y en la que carecía tanto de intimidad como de compañía.
El doctor Xia dividió su patrimonio entre los miembros. Lo único que conservó para sí fueron los obsequios que sus antepasados habían recibido de los emperadores manchúes. A la viuda de su hijo mayor le entregó todas sus tierras. El segundo hijo heredó la farmacia, y la casa pasó a ser propiedad del pequeño. Cuidó de asegurar el bienestar del Gran Lee y del resto de los sirvientes, y cuando preguntó a mi abuela si no le importaría verse convertida en una mujer pobre, ésta repuso que le bastaría con tenerle a él y a su hija: «Cuando se tiene amor, incluso el agua fresca resulta dulce.»
Un gélido día de diciembre de 1936, la familia se reunió frente a la verja principal para despedirles. Nadie lloraba, a excepción de De-gui, el único hijo que había defendido el matrimonio. El Gran Lee los condujo a la estación en el carro de caballos, y una vez allí mi madre se despidió de él con lágrimas en los ojos. Al subir al tren, sin embargo, su congoja se tornó en excitación. Era la primera vez que viajaba en tren desde que tenía un año, y la alegría le obligaba a dar saltos sin parar mientras miraba por la ventanilla.
Jinzhou era una ciudad grande de casi cien mil habitantes, capital de una de las nueve provincias de Manchukuo. Se extiende a unos quince kilómetros de distancia de la costa, en la zona de Manchuria más próxima a la Gran Muralla. Al igual que Yixian, se trataba de una población amurallada, pero su rápido crecimiento ya había hecho que rebasara con mucho sus muros. Contenía cierto número de fábricas textiles y dos refinerías de petróleo. Constituía, asimismo, un importante nudo de ferrocarril, e incluso contaba con su propio aeropuerto.
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