Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Dos doncellas se encargaron de conducir a mi abuela a la estancia en la que debía celebrarse la ceremonia nupcial. El doctor Xia aguardaba frente a una mesa cubierta por un grueso tapete de seda bordada sobre la que descansaban las tablas del Cielo, la Tierra, el Emperador, los Antepasados y el Maestro. Lucía un sombrero decorado a modo de corona y adornado con un plumaje colgante en su parte posterior, e iba ataviado con una larga y amplia túnica bordada con mangas en forma de campana. Se trataba de una prenda tradicional manchú sumamente apropiada para la equitación y el arco, y derivada de los orígenes nómadas de los manchúes. Arrodillándose, realizó por cinco veces el kowtow frente a las tablas y, a continuación, penetró solo en la cámara nupcial.

A continuación, mi abuela -aún acompañada por sus dos asistentes- realizó cinco reverencias, llevándose cada vez la mano derecha al cabello en señal de saludo. No podía ejecutar el kowtow debido a lo complicado de su peinado. Hecho esto, siguió al doctor Xia al interior de la cámara nupcial y, una vez allí, se despojó del velo encarnado que cubría su cabeza. Las doncellas intercambiaron sendos jarrones vacíos en forma de cantimplora y partieron. El doctor Xia y mi abuela permanecieron sentados en silencio durante un rato y, por fin, el doctor Xia salió a saludar a los parientes e invitados. Durante varias horas, mi abuela se vio obligada a permanecer sola, sentada sobre el kang, frente a la ventana en la que aparecía un enorme recorte de papel rojo en el que se leía «doble felicidad». Esta costumbre se conocía con el nombre de «dejar que se asentara la felicidad», y simbolizaba la ausencia de turbación considerada cualidad esencial de cualquier mujer. Una vez que todos los invitados se hubieron marchado, un joven pariente del doctor Xia entró y tiró tres veces de la manga de mi abuela. Sólo entonces se le permitía descender del kang. Con la ayuda de dos asistentes, se despojó de su pesado atuendo bordado y se puso una sencilla túnica roja y unos pantalones del mismo color. Finalmente, se deshizo de su voluminoso peinado y de sus tintineantes joyas y se peinó con dos rizos sobre las orejas.

Así pues, en 1935, mi madre y mi abuela, quienes a la sazón contaban cuatro y veintiséis años de edad respectivamente, se trasladaron a la confortable mansión del doctor Xia. En realidad, se trataba de un recinto independiente que constaba de la casa propiamente dicha y el dispensario, a los que había que añadir la farmacia, que daba a la calle. Era habitual que los médicos de fama dispusieran de farmacia propia. En la suya, el doctor Xue vendía medicinas chinas tradicionales, hierbas y extractos animales previamente elaborados en una rebotica por tres aprendices.

La fachada de la casa se hallaba dominada por unos aleros lujosamente decorados en rojo y oro. En el centro podía verse una placa escrita en caracteres dorados que anunciaban que se trataba de la residencia del doctor Xia. Detrás de la farmacia se extendía un pequeño patio al que daba una serie de habitaciones destinadas a los sirvientes y los cocineros. Más allá, el recinto se abría a un conjunto de patios más pequeños junto a los que habitaba la familia. Al fondo, se accedía a un gran jardín salpicado de cipreses y ciruelos de invierno. Los patios no tenían hierba, pues el clima era demasiado severo. Consistían en simples extensiones de tierra desnuda, oscura y áspera que se convertía en polvo durante el verano y en barro durante la breve primavera que deshelaba la nieve. Al doctor Xia le encantaban los pájaros, y poseía un jardín de aves. Todas las mañanas, hiciera el tiempo que hiciera, se complacía en escuchar los cantos y trinos de los pájaros mientras realizaba su qigong, una forma china de ejercicio físico a menudo denominada t'ai chi.

Tras la muerte de su hijo, el doctor Xia hubo de soportar el silencioso y constante reproche de su familia. Nunca comentó con mi abuela el dolor que ello le causaba. En China es imperativo para los hombres el saber mantener las apariencias. Pero mi abuela, claro está, sabía lo que estaba pasando y sufría en silencio con él. Se mostraba sumamente afectuosa y atendía a sus necesidades de todo corazón.

Siempre se mostraba sonriente con los miembros de la familia, si bien éstos solían tratarla con un desprecio que encubrían bajo una máscara de respeto. Incluso la nuera que había ido al colegio con ella intentaba evitarla. El hecho de saber que se le consideraba responsable por la muerte del hijo mayor constituía un gran peso para mi abuela.

Todo su estilo de vida hubo de cambiar para adaptarse al uso manchú. Dormía sola en una estancia en compañía de mi madre, y el doctor Xia lo hacía en una habitación separada. Por la mañana temprano, mucho antes de levantarse, sus nervios comenzaban a tensarse, anticipándose a los sonidos que anunciaban la llegada de la familia. Tenía que lavarse apresuradamente y darles los buenos días uno por uno mediante un rígido código de saludos. Asimismo, tenía que peinarse de un modo sumamente complicado para que su cabellera pudiera soportar los enormes adornos que sostenían su peluca. Todo cuanto obtenía era una serie de gélidos «buenos días» que constituían prácticamente las únicas palabras que el resto de la familia le dirigía. Viéndoles hacer aquellas reverencias, era consciente del odio que alimentaba sus corazones, lo que hacía que se sintiera aún más herida por la hipocresía del ritual.

En las fiestas y otras ocasiones importantes, todos los miembros de la familia tenían que saludarla con reverencias y kowtows y ella, por su parte, debía ponerse en pie y mostrar que dejaba la silla vacía como símbolo de respeto a la madre fallecida y ausente. Las costumbres manchúes parecían conspirar para mantenerla apartada del doctor Xia. Ni siquiera debían comer juntos, y una de las nueras permanecía constantemente detrás de ella para servirla. Sin embargo, aquellas mujeres solían mantener un rostro tan frío que para mi abuela no resultaba fácil terminar su comida, y mucho menos disfrutarla.

En cierta ocasión, poco después de mudarse a casa del doctor Xia, mi madre acababa de instalarse sobre el kang en lo que le pareció un lugar agradable, cálido y cómodo cuando, súbitamente, vio que el rostro del doctor Xia se ensombrecía. Abalanzándose sobre ella, la apartó bruscamente del asiento que había ocupado. Se había sentado en su lugar especial. Fue la única vez que la pegó. Según la costumbre manchú, su sitio era sagrado.

El traslado a la casa del doctor Xia trajo consigo para mi abuela una gran dosis de libertad por primera vez en su vida, pero también la convirtió hasta cierto punto en una prisionera. Lo mismo puede decirse de mi madre. El doctor Xia se mostraba sumamente afectuoso con ella y la trataba como si fuera su propia hija. Ella le llamaba «padre», y él le había concedido su propio nombre, Xia -que aún hoy lleva- y un nuevo nombre de pila, De-hong, que se compone de dos caracteres: Hong, que significa «cisne salvaje», y De, un nombre de generación que significa «virtud».

Los familiares del doctor Xia no osaban insultar a mi abuela a la cara, pues ello habría equivalido a traicionar a su «madre», pero en lo que se refería a su hija, la cosa variaba. Aparte de las caricias de mi abuela, uno de los primeros recuerdos de mi madre es la tiranía a la que la sometían los miembros más jóvenes de la familia del doctor Xia. Ella intentaba no protestar y ocultar a su madre las heridas y magulladuras que sufría, pero mi abuela era consciente de lo que ocurría. Nunca dijo nada al doctor Xia, ya que no quería preocuparle ni crearle nuevos problemas con sus hijos, pero mi madre se sentía desdichada. A menudo suplicaba ser devuelta al hogar de sus abuelos o a la casa adquirida por el general Xue, donde todos la habían tratado como a una princesa, pero pronto advirtió que no debía continuar rogando que la llevaran «a casa» ya que con ello no conseguía otra cosa que hacer asomar las lágrimas a los ojos de su madre.

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