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Jung Chang: Cisnes Salvajes

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Jung Chang Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Una vez se hizo a la idea de que la familia Xue iba a dejarla en paz, mi abuela se retiró discretamente a su casa de Yixian en compañía de mi madre. Ni siquiera le preocupaban ya los sirvientes, puesto que sabía que su «esposo» no había de acudir. No hubo noticias de Lulong durante más de un año, hasta que en el otoño de 1933 llegó un telegrama que informaba de que el general Xue había muerto, por lo que se reclamaba la presencia inmediata de mi abuela en Lulong para el funeral.

El general había muerto en Tianjin, en el mes de septiembre. Su cuerpo fue devuelto a Lulong en un féretro lacado cubierto por un manto de seda bordada. Le acompañaban otros dos ataúdes, uno igualmente lacado y revestido de seda y el otro fabricado de madera basta y sin forrar. El primero contenía el cuerpo de una de sus concubinas, quien se había envenenado con opio para acompañarle en el momento de su muerte, lo que se consideraba el máximo grado posible de lealtad conyugal. En su honor, la mansión del general Xue se vio posteriormente adornada con una placa escrita por el célebre general Wu Pei-fu. El segundo ataúd contenía los restos de otra concubina, muerta dos años atrás de fiebres tifoideas. Su cadáver había sido exhumado para ser nuevamente sepultado junto al general Xue, tal y como era la costumbre. El féretro era de madera sencilla debido a que la horrible enfermedad que había terminado con su vida la convertía en un símbolo de mala fortuna. Ambos féretros habían sido rellenados con recipientes de mercurio y carbón vegetal para evitar la descomposición de los cuerpos, y en las bocas de ambas mujeres había sido introducida una perla.

El general Xue y las dos concubinas fueron sepultados en la misma tumba; con el tiempo, tanto su esposa como el resto de las concubinas ocuparían un lugar junto a ellos. Durante el funeral, la tarea esencial de sostener una bandera para reclamar el espíritu del fallecido debía ser llevada a cabo por el hijo del muerto. Dado que el general no tenía hijos, su esposa adoptó a su sobrino -de diez años de edad- para que desempeñara tal labor. El muchacho se ocupó asimismo de otro ritual, consistente en arrodillarse junto al féretro y gritar «¡Cuidado con los clavos!». La tradición afirmaba que, en caso contrario, el fallecido podría herirse con ellos.

La sepultura había sido escogida por el propio general Xue según los principios de la geomancia. Se hallaba situada en un lugar hermoso y apacible desde el que se divisaban las distantes montañas situadas al Norte. La parte frontal daba a un arroyo que discurría entre los eucaliptos que se alzaban en dirección Sur. Dicha localización simbolizaba el deseo de dejar tras de sí elementos sólidos con los cuales contar: las montañas, por una parte, y el reflejo glorioso del sol frente a él como símbolo del nacimiento de la prosperidad.

Mi abuela, sin embargo, nunca conoció aquel lugar: hizo caso omiso de la llamada y no estuvo presente en el funeral. Poco después, el director de la casa de empeños dejó de hacerle llegar su pensión. Al cabo de una semana aproximadamente sus padres recibieron una carta de la esposa del general Xue, según la cual las últimas palabras de mi abuelo habían devuelto la libertad a mi abuela; ello resultaba excepcionalmente avanzado para la época, y ésta apenas podía creer en su buena fortuna.

Con tan sólo veinticuatro años de edad, era libre.

2. «Incluso el agua fresca resulta dulce»

Mi abuela contrae matrimonio con un médico manchú (1933-1938)

La carta de la esposa del general Xue también solicitaba a mis bisabuelos que hicieran regresar a su hija. Aunque el tema aparecía sugerido de modo indirecto, tal y como era tradicional, mi abuela supo que se le ordenaba abandonar la casa.

Su padre la recogió, si bien a regañadientes. Para entonces, ya había abandonado cualquier pretensión de ser un hombre de familia. Desde el momento en que se había visto vinculado al general Xue, su posición en la vida se había elevado. Además de ser nombrado jefe adjunto de la policía de Yixian y de ingresar en los círculos de las personas influyentes, se había convertido en un hombre relativamente rico, había adquirido algunas tierras y había comenzado a fumar opio.

Tan pronto obtuvo su promoción, adquirió una concubina, una mujer de Mongolia que le fue regalada por su jefe directo. La entrega de una concubina como presente a los colegas más jóvenes y prometedores constituía una costumbre habitual, y el jefe de policía local estaba encantado de poder complacer a un protegido del general Xue. Pero mi bisabuelo no tardó en comenzar la búsqueda de una nueva; a un hombre en su posición le convenía tener la mayor cantidad posible de mujeres, pues éstas constituían un símbolo de su categoría. No tuvo que buscar mucho: la concubina tenía una hermana.

Cuando mi abuela regresó al hogar de sus padres, se encontró con un panorama muy distinto al que había dejado atrás casi una década antes. En lugar de la sola presencia de su madre, desdichada y oprimida, ahora había tres esposas. Una de las concubinas había tenido una hija, que entonces tenía la misma edad que mi madre. La hermana de mi abuela, Lan, aún se encontraba soltera a la avanzada edad de dieciséis años, lo que era motivo de irritación para Yang.

Mi abuela había salido de un nido de intrigas para introducirse en otro. Su padre alimentaba un fuerte rencor contra ella y contra su madre. En lo que se refería a esta última, se sentía molesto por su simple presencia, y se mostraba aún más desagradable con ella ahora que tenía las dos concubinas, a las que favorecía sobre la primera. Comía en compañía de las concubinas, dejando a mi madre que comiera sola. En cuanto a mi abuela, se hallaba irritado con ella por regresar a la casa ahora que él había logrado crear un nuevo mundo a su alrededor.

Asimismo, la consideraba una gafe (ke) por el hecho de haber perdido a su marido. En aquellos tiempos, se consideraba supersticiosamente a las viudas como responsables de la muerte de sus esposos. Mi bisabuelo consideraba a su hija un símbolo de mala suerte, y deseaba expulsarla de casa.

Las dos concubinas le animaban a ello. Hasta la llegada de mi abuela, habían hecho las cosas en gran parte a su modo. Mi bisabuela era una mujer amable, e incluso débil. A pesar de que su categoría era, teóricamente, superior a la de las concubinas, lo cierto era que vivía a merced de sus caprichos. En 1930 dio a luz a un hijo, Yu-lin. Ello despojaba a las concubinas de su seguridad futura, ya que a la muerte de mi bisabuelo todos sus bienes pasarían automáticamente a poder del hijo, y ambas sufrían berrinches considerables cada vez que Yang demostraba el más mínimo afecto por su retoño. Desde el momento en que nació Yu-lin, renovaron su guerra psicológica contra mi bisabuela; logrando aislarla en su propia casa. Tan sólo se dirigían a ella para quejarse y protestar, y si le dirigían la mirada siempre era con expresión fría e impasible. Mi bisabuela no hallaba protección alguna en su marido, cuyo desprecio hacia ella no se había visto aplacado por el hecho de haberle dado un hijo. Pronto halló el modo de descubrir en ella nuevas faltas.

Mi abuela poseía un carácter más fuerte que el de su madre, y el infortunio sufrido a lo largo de una década la había endurecido. Incluso su padre mostraba cierto respeto hacia ella. Se dijo a sí misma que sus días de sumisión al padre habían terminado, y que en adelante iba a luchar por ella y por su madre. Mientras estuviera en la casa, las concubinas se verían forzadas a reprimirse, e incluso a sonreír aduladoramente de vez en cuando.

Tal era la atmósfera en la que mi madre vivió durante sus años formativos, desde los dos hasta los cuatro. A pesar de hallarse resguardada por el afecto de su madre, podía percibir la tensión que impregnaba el ambiente.

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