Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Todas aquellas tribulaciones me fueron reveladas sin dramatismo o emotividad excesivos. Allí, una tenía la sensación de que incluso las muertes más trágicas no eran sino como piedras que caen en un estanque: el chapoteo y las ondas que producían no tardaban en apaciguarse.

La placidez del poblado y la silenciosa profundidad de las noches que pasaba en mi húmedo hogar me proporcionaron numerosas ocasiones de leer y de reflexionar. Al llegar a Deyang, Jin-ming me había dado varias maletas de libros del mercado negro que había podido acumular gracias a que los asaltantes de los domicilios habían sido devueltos en su mayor parte a la «escuela de cuadros» de Miyi junto con mi padre. Todos los días, mientras trabajaba en los campos, me sentía consumida por la impaciencia de regresar junto a ellos.

Devoré cuanto había sobrevivido de la quema de la biblioteca de mi padre. Allí estaban las obras completas de Lu Xun, el gran escritor chino de los años veinte y treinta. Su muerte, acaecida en 1936, le había librado de sufrir la persecución de Mao, para quien incluso llegó a convertirse en un gran héroe. No obstante, su discípulo favorito y asociado más próximo, Hu Feng, fue acusado personalmente de contrarrevolucionario por el líder y hubo de pasar varias décadas encarcelado. La persecución de Hu Feng fue lo que condujo a la caza de brujas que culminó con la detención de mi madre en 1955.

Lu Xun había sido el principal favorito de mi padre. Cuando era niña, a menudo nos leía ensayos de Lu. Entonces, ni siquiera con la ayuda de las explicaciones de mi padre había logrado yo comprender su significado, pero ahora me fascinaban. Descubrí que su intención satírica podía aplicarse tanto a los comunistas como al Kuomintang. Lu Xun había carecido de ideología, inspirándose únicamente en un humanitarismo ilustrado. Su genio escéptico desafiaba cualquier presuposición. Fue otro de los personajes cuya liberada inteligencia me ayudó a vencer mi adoctrinamiento.

También me resultó de gran utilidad la colección de clásicos marxistas de mi padre. Leía al azar, persiguiendo los términos más confusos con el dedo y preguntándome qué demonios tendrían que ver aquellas decimonónicas controversias germanas con la china de Mao. Sin embargo, me sentía atraída por algo que rara vez se hallaba en China: la lógica que alimentaba los argumentos. La lectura de Marx me ayudó a pensar de un modo racional y analítico.

Disfrutaba intensamente de aquel nuevo modo de organizar mis pensamientos. En otros momentos, solía dejar que mi mente se deslizara hacia estados más nebulosos y escribía poemas en los estilos clásicos. Mientras trabajaba en los campos, permanecía a menudo absorta en la composición de poesía, y ello hacía el trabajo soportable e, incluso, agradable en ocasiones. En consecuencia, solía preferir la soledad, y huía abiertamente de las conversaciones.

En cierta ocasión, había estado toda la mañana trabajando, ocupada en cortar caña con una hoz y en devorar las partes más jugosas próximas a las raíces. La caña era entregada a la fábrica comunal de azúcar a cambio de azúcar ya elaborada. Teníamos que cumplir con un cupo de cantidad, pero no de calidad, por lo que procurábamos comernos las mejores partes. Cuando llegaba la hora del almuerzo alguien tenía que permanecer en los campos en previsión de posibles ladrones, y aquel día ofrecí mis servicios para poder gozar de un rato en soledad. Esperaría el regreso de los campesinos y luego iría yo misma a comer, lo que me proporcionaría aún más tiempo para mí misma.

Me tendí sobre un montón de cañas, defendiendo mi rostro del sol con un sombrero de paja. A través de él, podía distinguir el vasto cielo de color turquesa. Sobre mi cabeza, asomaba entre las cañas una hoja de tamaño aparentemente desproporcionado en comparación con el cielo. Entrecerré los ojos, sintiéndome apaciguada por su fresco verdor.

La hoja me recordó el follaje oscilante de un bosquecillo de bambúes en un día veraniego igualmente caluroso, ya muchos años atrás. Sentado a la sombra mientras pescaba, mi padre había escrito un melancólico poema. Sirviéndome del mismo ge-lu -o sistema de tonos, rimas y tipos de palabras- de su poema, comencé yo a componer el mío. El universo parecía haberse detenido, y tan sólo se oía el ligero susurro de la brisa refrescante al agitar las hojas de caña. En aquel momento, la vida se me antojó como algo maravilloso.

En aquella época, procuraba aprovechar cualquier ocasión de gozar de la soledad, y no tenía reparo en poner de manifiesto que no quería saber nada con el mundo que me rodeaba, lo que debió de proporcionarme cierta fama de arrogante. Debido, por otra parte, a que los campesinos constituían el modelo que se suponía que debía imitar, reaccioné concentrándome en sus cualidades negativas. En ningún momento intenté conocerlos ni llevarme bien con ellos.

Yo no era un personaje excesivamente popular en el poblado, si bien los campesinos solían dejarme en paz. Desaprobaban el que no trabajara tan duramente como ellos pensaban que debía. Para ellos, el trabajo representaba toda su vida, así como el criterio por el que juzgaban a todo el mundo. Su concepto del trabajo duro era inflexible a la vez que justo, y les resultaba evidente que yo detestaba el trabajo físico y que aprovechaba cualquier ocasión para quedarme en casa y leer mis libros. Los trastornos estomacales y los sarpullidos que había padecido en Ningnan habían vuelto a asaltarme tan pronto llegué a Deyang. Apenas había día en que no sufriera alguna forma de diarrea, y mis piernas aparecían salpicadas de llagas infectadas. Me sentía constantemente mareada y fatigada, pero de nada me hubiera servido quejarme ante los campesinos, pues el rigor de su propia existencia les había llevado a considerar trivial cualquier enfermedad que no fuera mortal.

Lo que más impopular me hacía, sin embargo, eran mis frecuentes ausencias. Aproximadamente dos terceras partes del tiempo que debería haber pasado en Deyang lo empleaba en visitar a mis padres en sus respectivos campos o en cuidar a la tía Jun-ying en Yibin. Cada viaje duraba varios meses, y no había ley alguna que me prohibiera realizarlos. Sin embargo, aunque apenas trabajaba lo bastante como para ganar mi sustento, seguía obteniendo alimentos del poblado. Los campesinos estaban obligados por su sistema de distribución igualitario y por mi presencia: no podían echarme. Ni que decir tiene que me censuraban, y yo lo lamentaba por ellos. Pero también yo estaba atada a su compañía. No tenía modo de salir de allí. A pesar de su resentimiento, los miembros de mi equipo de producción me permitían ir y venir a mi antojo, lo que en parte obedecía a que había sabido mantener las distancias con ellos. Había aprendido que la mejor manera de salirte con la tuya era lograr que te consideraran una persona extraña, reservada y discreta. Si te convertías en un miembro más de las masas te veías inmediatamente enfrentado al control y las intrusiones ajenas.

A mi hermana Xiao-hong, entretanto, no le iba mal en el poblado vecino. Aunque al igual que yo se veía constantemente devorada por las pulgas y envenenada por el estiércol hasta el punto de que sus piernas llegaban a hinchársele tanto que le ocasionaban accesos febriles, seguía trabajando duramente, y obtenía ocho puntos de trabajo diarios. Lentes acudía a menudo desde Chengdu para ayudarla, ya que la fábrica en la que trabajaba, como tantas otras, se encontraba prácticamente paralizada. La dirección había sido pulverizada, y al nuevo Comité Revolucionario lo único que le preocupaba era que los obreros participaran no tanto en la producción como en la revolución, por lo que la mayoría iban y venían a su antojo. En algunas ocasiones, Lentes acudía al campo y sustituía a mi hermana en su puesto para darle ocasión de descansar. Otras veces trabajaban juntos, lo que divertía considerablemente a los aldeanos, que exclamaban: «¡Vaya ganga! ¡Hemos reclutado a una jovencita y al final nos vemos con dos pares de brazos en lugar de uno!»

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