Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Fue en Deyang donde aprendí cómo viven realmente los campesinos chinos. Cada día comenzaba con la adjudicación de tareas por parte de los jefes de los equipos de producción. Todos los campesinos tenían que trabajar, y cada uno de ellos recibía un número determinado de «puntos de trabajo» (gong-jen) a cambio de su labor diaria. El número de puntos de trabajo acumulados constituía un elemento de gran importancia durante la distribución que se realizaba a finales de año. En ella, los campesinos obtenían de su equipo de producción alimentos, combustible y otras necesidades cotidianas, así como una pequeña cantidad de dinero en metálico. Concluida la cosecha, el equipo de producción entregaba parte de la misma al Estado en concepto de impuestos, y el resto se dividía. En primer lugar se entregaba una cantidad igual a todos los hombres, y aproximadamente una cuarta parte menos a las mujeres. Los niños menores de tres años recibían media porción. Dado que tampoco los niños que apenas rebasaban esa edad podían consumir la ración de un adulto, convenía tener cuantos más hijos mejor. El sistema funcionaba como un eficaz desincentivador del control de la natalidad.

Lo que restaba de la cosecha se distribuía según el número de puntos de trabajo obtenidos por cada uno. Dos veces al año, todos los campesinos se reunían para determinar el número de puntos de trabajo diarios de cada uno. Se trataba de reuniones a las que no faltaba nadie. Al final, la mayor parte de los jóvenes y adultos recibían diez puntos diarios, y las mujeres ocho. Uno o dos, reconocidos por todos como los más fuertes, recibían un punto extra. Los «enemigos de clase» tales como el antiguo terrateniente del poblado y su familia obtenían un par de puntos menos que los demás a pesar de que trabajaban con el mismo tesón y de que a menudo se les encomendaban las labores más duras. Nana y yo, siendo como éramos inexpertas «jóvenes de ciudad», obteníamos tan sólo cuatro puntos, los mismos que los chiquillos que apenas habían alcanzado la adolescencia. Se nos dijo que era sólo «para empezar», pero mi cupo nunca fue aumentado.

Dado que apenas existía variación en el número de puntos diarios obtenidos por cada uno dentro de las distintas categorías y géneros, el número de puntos de trabajo acumulados dependía más del número de días trabajados que de la calidad del trabajo. Ello constituía un constante motivo de resentimiento entre los habitantes del poblado, así como un importante obstáculo para la eficacia de la labor común. Día tras día, los campesinos escudriñaban su alrededor para comprobar cómo trabajaban los demás por si acaso alguien se estaba aprovechando de ellos. Nadie quería trabajar con más ahínco que otros que recibían el mismo número de puntos. Las mujeres experimentaban una profunda amargura al contemplar cómo algunos hombres realizaban las mismas tareas que ellas pero recibían dos puntos más. Las discusiones eran constantes.

A menudo nos pasábamos diez horas en el campo para realizar una tarea que habría podido llevarse a cabo en cinco. Sin embargo, había que cumplir aquellas diez horas para que se nos contara un día completo. Trabajábamos a cámara lenta, y yo observaba constantemente el sol en espera de su descenso mientras contaba los minutos que faltaban hasta que sonara el silbato que señalaba la conclusión de la jornada. No tardé en descubrir que el aburrimiento podía ser tan agotador como el trabajo más duro.

Allí, al igual que en Ningnan y gran parte de Sichuan, no había maquinaria alguna. Los métodos de labranza eran aproximadamente los mismos que habían imperado dos mil años atrás, con excepción de la existencia de algunos fertilizantes químicos que el equipo recibía del Gobierno a cambio de grano. No había prácticamente animales de labor; tan sólo algunos carabaos que se utilizaban para el arado. Todo lo demás, incluyendo el transporte de agua, estiércol, combustible, verduras y grano se realizaba enteramente a mano, cargando la mercancía sobre los hombros en cestas de bambú o en barriles de madera sujetos por una larga vara. Mi mayor problema se presentaba a la hora de acarrear pesos. Tenía el hombro derecho permanentemente hinchado y dolorido por las cargas de agua que debía transportar desde el pozo hasta la casa. Cada vez que algún joven admirador venía a vernos, yo procuraba mostrar tal impresión de desvalimiento que el visitante nunca dejaba de ofrecerse para llenarnos el depósito de agua. Y no sólo el depósito: también las jarras, los cuencos y hasta las tazas.

El jefe del equipo fue lo bastante considerado como para dejar de encargarme del transporte de cosas, y en lugar de ello me envió a realizar tareas «ligeras» en compañía de los niños y de las mujeres ancianas y embarazadas. Sin embargo, tales labores no siempre me resultaban tan ligeras. Esparcir estiércol era una actividad que no tardaba en dejarme los brazos doloridos, a lo que había que añadir las náuseas que me producía el espectáculo de los gruesos gusanos que nadaban en su superficie. La recolección del algodón en aquellos campos blancos y relucientes quizá puede sugerir una imagen idílica, pero yo no tardé en darme cuenta de lo dura que resultaba dicha tarea bajo el sol implacable, con temperaturas de más de treinta grados y una intensa humedad, rodeada de erizadas ramas que llenaban mi cuerpo de rasguños.

Prefería el trasplante de los brotes de arroz. Se trataba de una labor considerada sumamente dura debido a que había que permanecer constantemente inclinado, y al concluir la jornada hasta los trabajadores más resistentes solían quejarse de que no podían enderezar la espalda. A mí, sin embargo, me encantaba sentir el agua fresca en las piernas bajo aquel calor insoportable, y disfrutaba de la contemplación de las hileras de tiernos retoños verdes y del suave lodo bajo mis pies desnudos, cuyo contacto me proporcionaba cierto placer sensual. Lo único que realmente me molestaba eran las sanguijuelas. Mi primer encuentro con ellas fue un día en que sentí algo que me cosquilleaba en la pierna. Al alzarla para rascarme pude ver una criatura gruesa y resbaladiza que inclinaba la cabeza en un afanoso intento por hundirla en mi piel y dejé escapar un fuerte grito. Una joven campesina que trabajaba no lejos de mí soltó una risita, divertida por mis escrúpulos. Sin embargo, se aproximó a donde yo estaba y me golpeó la pierna por encima de la sanguijuela, que se desprendió y cayó al agua con un chapoteo.

En las mañanas de invierno aprovechaba el intervalo de dos horas previo al desayunó para trepar por las colinas en busca de leña acompañada por el resto de mujeres consideradas más débiles. En las colinas apenas crecían árboles, e incluso los matorrales eran escasos y aparecían desperdigados. A menudo teníamos que recorrer largos trayectos. Asiendo las plantas con la mano libre, cortábamos las ramas con una hoz. Los arbustos se hallaban erizados de espinas, varias de las cuales se las arreglaban invariablemente para incrustarse en mi palma y mi muñeca izquierdas. Al principio, solía emplear largo rato en intentar extraerlas, hasta que por fin me acostumbré a esperar que salieran por sí mismas al ceder la hinchazón que ocasionaban.

Recogíamos lo que los campesinos llaman «combustible de plumas», aunque su incineración resultaba prácticamente inútil, ya que ardían instantáneamente. En cierta ocasión en que mencioné la mala fortuna de no contar con árboles como es debido, las mujeres que estaban conmigo me revelaron que no siempre había sido así. Antes del Gran Salto Adelante, dijeron, aquellas colinas habían estado cubiertas de pinos, eucaliptos y cipreses, pero todos habían sido cortados para alimentar los hornos de patio en los que se producía el acero. Me lo contaron con tono apacible, sin mostrar amargura alguna, como si no constituyera el origen de su batalla cotidiana en busca de combustible. Parecían considerarlo como una calamidad más que la vida había arrojado sobre ellas. Yo, sin embargo, me sentí conmocionada al comprobar por primera vez y con mis propios ojos las catastróficas consecuencias del Gran Salto Adelante, episodio que me había sido relatado como un «glorioso éxito».

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