Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Descubrí muchas otras cosas. Se organizó una sesión de «airear amarguras» para que los campesinos describieran los sufrimientos que habían padecido bajo el Kuomintang y para generar sentimientos de gratitud hacia Mao, especialmente entre las generaciones más jóvenes. Algunos campesinos refirieron una niñez dominada por el hambre, lamentándose de que sus propios hijos estuvieran tan mimados que hubiera que presionarles para que terminaran su comida.

A continuación, la conversación pasó a centrarse sobre una determinada época de penuria. Describieron cómo se habían visto forzados a consumir hojas de batata y a cavar en las grietas que dividían los campos con la esperanza de encontrar algunas raíces. Mencionaron los numerosos fallecimientos acaecidos en el poblado, y sus historias lograron que se me saltaran las lágrimas. Tras expresar cuánto detestaban al Kuomintang y cuánto amaban al presidente Mao, los campesinos comentaron que la hambruna había tenido lugar en «la época de formación de las comunas». De repente, se me ocurrió que la penuria de la que me hablaban había tenido lugar bajo el régimen comunista. ¡Habían confundido los dos regímenes! Pregunté:

– ¿No ocurrieron durante aquella época catástrofes naturales imprevistas? ¿No fue éste acaso el motivo del problema?

– Oh, no -me respondieron-. No pudo haber hecho mejor tiempo, y el grano abundaba en los campos. Pero ese hombre -añadieron, señalando a un tipo rastrero de unos cuarenta años de edad- ordenó a todos que fabricaran acero, y la mitad de la cosecha se pudrió en el campó. Él, sin embargo, nos decía que no nos preocupáramos: ahora vivíamos en el paraíso comunista, y no teníamos necesidad de inquietarnos por la comida. Hasta entonces, cuando comíamos en la cantina comunitaria, habíamos tenido incluso que controlar nuestra dieta; tirábamos las sobras e incluso arrojábamos preciosos puñados de arroz a los cerdos. Pero luego la cantina dejó de dar comidas y él dispuso guardias a la salida del almacén. El resto del grano había de ser enviado a Pekín y Shanghai… allí, por lo visto, había extranjeros.

Poco a poco, la imagen general fue tomando forma. El individuo al que se referían había sido jefe del equipo de producción durante el Gran Salto Adelante. Él y sus secuaces habían destrozado los woks y los fogones de los campesinos para que éstos no pudieran cocinar en casa y sus utensilios pudieran servir de alimento a los hornos. A continuación, había informado de la existencia de cosechas exageradas, con el resultado de que los impuestos habían sido elevados hasta arrebatar a los campesinos los últimos mendrugos que les quedaban. Cientos de ellos habían muerto. Al concluir la penuria, fue responsabilizado de todas las calamidades sufridas por el poblado, y la comuna permitió a los aldeanos votar su destitución y etiquetarle como «enemigo de clase».

Al igual que la mayoría de los enemigos de clase, no fue encarcelado, sino que se le mantuvo bajo vigilancia por parte de sus conciudadanos. Se trataba de un procedimiento típico de Mao, consistente en mantener a sus enemigos entre la población de tal modo que ésta siempre contara con alguna figura visible en la que depositar su odio. Cada vez que se iniciaba una nueva campaña, aquel hombre era incluido en el grupo de «sospechosos habituales» que la población reunía y atacaba. Siempre se le asignaban los peores trabajos, y tan sólo se le concedían siete puntos al día, tres menos que a la mayoría de sus compañeros. Nunca vi a nadie dirigirse a él, y varias veces fui testigo de cómo los niños del pueblo atacaban a sus hijos a pedradas.

Los campesinos agradecían al presidente Mao el haberle castigado. Nadie ponía en duda su culpabilidad ni su grado de responsabilidad. Un día, logré llevarle aparte y le pedí en privado que me relatara su historia. El hombre dio muestras de un agradecimiento patético ante mi interés. «Yo cumplía órdenes -decía una y otra vez-. Tenía que cumplir mis órdenes…» Por fin, suspiró: «Claro está que no deseaba perder mi puesto, ya que otro lo hubiera ocupado en mi lugar. ¿Qué hubiera sido entonces de mí y de mis hijos? Probablemente hubiéramos muerto de hambre. La jefatura de un equipo de producción no es un cargo excesivamente importante, pero al menos quienes lo desempeñan son los últimos en morir.»

Sus palabras y los relatos de los campesinos produjeron en mí una profunda conmoción. Era la primera vez que se me descubría el aspecto más sórdido de la China comunista anterior a la Revolución Cultural. El panorama era completamente distinto al que habían presentado las versiones oficiales. En aquellas colinas y campos de Deyang, mis dudas acerca del régimen comunista se hicieron aún más profundas.

A veces me he preguntado si Mao sabía lo que hacía al poner a la privilegiada juventud urbana de China en contacto con la realidad. Opino, sin embargo, que se encontraba convencido de que la mayor parte de la población se mostraría incapaz de alcanzar deducciones racionales a partir de la información fragmentada de que disponía. De hecho, yo misma apenas era capaz de experimentar sino vagas dudas a mis dieciocho años, y nunca hubiera podido realizar un análisis explícito del régimen. Por mucho que detestara la Revolución Cultural, mi mente aún era incapaz de dudar de Mao.

En Deyang -al igual que en Ningnan- pocos campesinos eran capaces de leer los artículos más sencillos en los periódicos ni de escribir una carta rudimentaria. Muchos de ellos ni siquiera sabían escribir su propio nombre. La primera iniciativa comunista por terminar con el analfabetismo se había visto ahogada por las incesantes cazas de brujas. En otro tiempo, la población había contado con una escuela elemental financiada por la comuna, pero al comenzar la Revolución Cultural los chiquillos habían aprovechado la oportunidad de atacar a su maestro a placer. Le habían obligado a desfilar por el pueblo con varios woks de hierro apilados pesadamente sobre la cabeza y con el rostro tiznado de hollín. En cierta ocasión les había faltado poco para partirle el cráneo. Desde entonces, nadie se había dejada persuadir para encargarse de la enseñanza.

La mayor parte de los campesinos no echaban de menos la existencia de la escuela. «¿De qué sirve? -solían decir-. Uno se pasa la vida pagando y leyendo y al final sigue siendo un campesino obligado a ganarse el sustento con el sudor de su frente. Nadie obtiene un solo grano de arroz adicional por ser capaz de leer un libro. ¿Para qué malgastar el tiempo y el dinero? Resulta mucho más útil dedicarse a ganar los puntos de trabajo diarios.»

La virtual imposibilidad de lograr cualquier ocasión de mejorar el futuro y la cuasi inmovilidad a la que se hallaba destinado cualquiera procedente de una familia campesina despojaba a la cultura de todo incentivo. Los niños en edad escolar solían quedarse en casa para ayudar a sus padres en el trabajo o cuidar de sus hermanos y hermanas más pequeños. Salían al campo apenas alcanzaban la adolescencia. En cuanto a las niñas, los campesinos consideraban que enviarlas a la escuela era una completa pérdida de tiempo: «Luego se casan y pasan a pertenecer a otra familia. Es como derramar agua sobre el polvo.»

La Revolución Cultural alardeaba de haber proporcionado educación a los campesinos por medio de las clases vespertinas. Un día, mi equipo de producción anunció que comenzarían a celebrarse dichas clases, y solicitó de Nana y de mí que ejerciéramos como maestras. Yo me mostré encantada. No obstante, ya en la primera clase advertí que aquello no tenía nada de educativo.

Las clases comenzaban invariablemente con una solicitud del jefe del equipo de producción para que Nana y yo leyéramos escritos de Mao y otros artículos del Diario del Pueblo. A continuación, pronunciaba un discurso de una hora empleando la última terminología política e hilando sus términos en largas frases ininteligibles. De vez en cuando emitía órdenes específicas, todas ellas solemnemente pronunciadas en nombre de Mao. «El presidente Mao dice que debemos consumir diariamente dos colaciones de gachas de arroz y tan sólo una de arroz sólido.» «El presidente Mao dice que no debemos malgastar las batatas dándoselas a los cerdos.»

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