A mediados de junio llegaron los italianos, muchos con sus familias, para ganarse la vida como recolectores. Los campesinos los contrataron, pero, recordando el asesinato, prohibieron a sus mujeres e hijas que tuvieran tratos con ellos. Toda precaución era poca, porque a pesar de que los jornaleros no eran culpables del crimen, en principio podían haberlo sido, de ahí que no estuviera de más precaverse de ellos.
Poco después del comienzo de la cosecha del jazmín se produjeron otros dos asesinatos. Las víctimas fueron otra vez muchachas extraordinariamente hermosas, ambas pertenecían al mismo tipo de mujeres morenas y plácidas, las dos fueron halladas también desnudas y con la cabellera cortada, y tendidas en los campos de flores con una herida contusa en la base del cráneo. Tampoco esta vez había rastro del asesino. La noticia se propagó como un reguero de pólvora y se temieron más agresiones contra los inmigrantes cuando se supo que ambas víctimas eran italianas, hijas de un jornalero genovés.
Ahora el temor hizo mella en la región. La gente ya no sabía hacia quién dirigir su cólera impotente. Es cierto que algunos todavía sospechaban de los locos o del misterioso marqués, pero nadie lo consideraba probable, ya que los primeros estaban bajo constante vigilancia y el último se había marchado hacía tiempo a París. En consecuencia, todos hicieron causa común. Los campesinos abrieron sus graneros a los inmigrantes, que hasta entonces habían dormido a la intemperie. Los habitantes de la ciudad organizaron un servicio de patrullas nocturnas en cada barrio. El teniente de policía reforzó la guardia de las puertas. Sin embargo, ninguna de estas disposiciones sirvió de nada. Pocos días después del doble asesinato se encontró el cadáver de otra muchacha, en iguales condiciones que los anteriores. Esta vez se trataba de una lavandera sarda del palacio episcopal, que fue asesinada cerca de la gran alberca de la Fontaine de la Foux, ante las mismas puertas de la ciudad. Y aunque los cónsules, apremiados por la excitada población, tomaron medidas más severas -controles más estrictos en las puertas, reforzamiento de las guardias nocturnas, prohibición de salida de todas las personas del sexo femenino a la caída de la noche-, aquel verano no pasó otra semana sin que fuera encontrado el cadáver de una doncella. Y siempre se trataba de muchachas que acababan de convertirse en mujeres y siempre eran las más hermosas y, en su mayoría, de aquel tipo moreno y seductor, aunque pronto el asesino dejó de despreciar a la clase de muchachas dominantes en la región, dulces, de tez blanca y un poco más redondeadas. Incluso las castañas y rubias oscuras, siempre y cuando no fueran muy delgadas, figuraron al final entre sus víctimas. Las buscaba por todas partes, no ya sólo en los alrededores de Grasse, sino en el centro de la ciudad e incluso hasta en las casas. La hija de un carpintero fue hallada muerta de un golpe en su dormitorio del quinto piso y nadie de la casa había oído el menor ruido y ninguno de los perros, que husmeaban y ladraban a todos los extraños, había reaccionado. El asesino parecía inasequible e incorpóreo como un espíritu.
La población se indignó e insultó a las autoridades. El más pequeño rumor daba origen a desmanes. Un vendedor ambulante que ofrecía filtros amorosos y pócimas de curandero estuvo a punto de ser linchado porque alguien dijo que sus remedios contenían cabellos de doncella pulverizados. Se intentó provocar un incendio en la mansión de Cabris y en el hospicio de la Charitè. El pañero Alexandre Misnard mató de un tiro a su propio criado cuando éste volvía de noche a casa porque lo tomó por el famoso asesino de doncellas. Quienes podían permitírselo, enviaban a sus hijas adolescentes a casa de familiares o a internados de Niza, Aix o Marsella. El teniente de policía fue relevado de su cargo a instancias del consejo. Su sucesor encomendó el examen del estado virginal de los cadáveres sin cabellera al colegio de médicos. Todas las muchachas estaban intactas.
Extrañamente, este hecho incrementó el horror en vez de disminuirlo, porque en su fuero interno todos estaban seguros de que las muchachas habían sido violadas. En este caso se habría conocido por lo menos el móvil del asesino, mientras que ahora se sabía lo mismo que antes, no se tenía la menor pista. Y quien creía en Dios, se refugiaba en la oración, para que al menos la propia casa se salvara del demoníaco visitante.
El concejo, un gremio de los treinta ciudadanos nobles más ricos y prestigiosos de Grasse, caballeros ilustrados y anticlericales en su mayoría, que habrían preferido ver en el obispo sólo a un buen hombre y los conventos y abadías convertidos en almacenes o fábricas, estos arrogantes y poderosos caballeros del concejo se vieron obligados en su impotencia a redactar una sumisa petición a monseñor el obispo para que se dignara maldecir y excomulgar al monstruoso asesino de doncellas, a quien el poder civil no conseguía atrapar, como hiciera su preclaro antecesor en el año 1708 con las terribles langostas que entonces amenazaban al país. Y de hecho, a finales de septiembre, el asesino de doncellas de Grasse, que hasta la fecha había segado la vida de nada menos que veinticuatro de las más hermosas doncellas de todas las capas sociales, fue maldecido, excomulgado y proscrito con toda solemnidad en todos los atrios de las iglesias por escrito y oralmente desde todos los púlpitos de la ciudad, entre ellos el de Notre-Dame-du-Puy, por boca del obispo en persona.
El éxito fue contundente. Los asesinatos cesaron de la noche a la mañana. Octubre y noviembre transcurrieron sin cadáveres. A principios de diciembre llegaron noticias de Grenoble según las cuales había aparecido allí un asesino de doncellas que estrangulaba a sus víctimas y les arrancaba la ropa a tiras y los cabellos a mechones. Y aunque un crimen tan tosco no coincidía en absoluto con los asesinatos ejecutados tan limpiamente en Grasse, todo el mundo se convenció de que se trataba del mismo criminal. Los habitantes de Grasse se persignaron tres veces con gran alivio porque la bestia ya no se encontraba entre ellos, sino que atacaba en Grenoble, a siete días de viaje. Organizaron una procesión de antorchas en honor del obispo y celebraron el veinticuatro de diciembre un oficio en acción de gracias.
El primero de enero de 1766 se suavizaron las medidas de seguridad, levantándose el toque de queda para las mujeres. La normalidad volvió con increíble rapidez a la vida pública y privada. El miedo parecía haberse evaporado, nadie hablaba ya del terror que había dominado a la ciudad y sus alrededores hacía sólo unos meses. Ni siquiera en el seno de las familias afectadas se mencionaba el tema. Parecía que la maldición episcopal no sólo hubiera proscrito al asesino, sino también su recuerdo, y esto complacía a la población.
Sólo los que tenían una hija que acababa de alcanzar la pubertad, la perdían de vista de mala gana y se inquietaban cuando oscurecía y eran felices al día siguiente cuando la encontraban sana y alegre, sin querer confesarse abiertamente el motivo.
Había, no obstante, un hombre en Grasse que no se fiaba de la paz. Se llamaba Antoine Richis, desempeñaba el cargo de Segundo Cónsul y vivía en una casa señorial al principio de la Rue Droite.
Richis era viudo y tenía una hija llamada Laure. Aunque aún no había cumplido los cuarenta años y poseía una gran vitalidad, no pensaba contraer segundas nupcias hasta pasado cierto tiempo. Antes quería casar a su hija, y no con el primer buen partido que se presentara, sino con un hombre de elevada condición. En Vence residía un tal barón de Bouyon, que tenía un hijo y un feudo, buena reputación y una precaria situación financiera, con quien Richis ya había convenido el futuro matrimonio de sus vástagos. Una vez casada Laure, él haría gestiones encaminadas a emparentar con las prestigiosas casas Drèe, Maubert o Fontmichel, no porque fuera vanidoso y estuviera decidido a conquistar a cualquier precio una esposa noble, sino porque quería fundar una dinastía y preparar para sus descendientes una encumbrada posición social y también influencia política. Para este fin necesitaba por lo menos dos hijos varones, uno de los cuales tomaría las riendas de su negocio mientras el otro estudiaría leyes, llegaría al Parlamento de Aix y obtendría su propio título nobiliario. Sin embargo, un hombre de su condición sólo podía abrigar tales esperanzas con probabilidades de éxito estrechando lazos entre su persona y su familia y la nobleza provinciana.
Читать дальше