Patrick Süskind - El Perfume – Historia De Un Asesino

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Quizá los olores evoquen el privilegio de la invisibilidad. Antes del tacto, sucede el olor, como mensajero de una esencia que sabe desaparecer en el aire y ser agente de un gran poder. La seducción que despliega el olor es implacable: se instala en nosotros y sella su poderío en los tejidos de la memoria. Jean-Baptiste Grenouille tiene su marca de nacimiento: no despide ningún olor y por ello hace temer la presencia de algún demonio. Al mismo tiempo posee un don excepcional: un olfato prodigioso que le permite percibir todos los olores del mundo. Desde la miseria en que nace, abandonado al cuidado de unos monjes, Jean-Baptiste Grenouille lucha contra su condición y escala posiciones sociales convirtiéndose en un afamado perfumista. Crea perfumes capaces de hacerle pasar inadvertido o inspirar simpatía, amor, compasión… Para obtener estas fórmulas magistrales debe asesinar a jóvenes muchachas vírgenes, obtener sus fluidos corporales y licuar sus olores íntimos. Su arte se convierte en una suprema e inquietante prestidigitacion. Patrick Süskind, convertido en maestro del naturalismo irónico, nos transmite una visión ácida y desengañada del hombre en un libro repleto de sabiduría olfativa, imaginación y enorme amenidad. Su persuasión iguala la de su personaje y nos propone una inmersión literaria en el arco iris natural de los olores y en los turbadores abismos del espíritu humano.

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Richis quería celebrar la boda en Grasse, con gran pompa y el máximo de publicidad. Y aunque no conociera a su enemigo ni llegara jamás a conocerlo, sería un placer para él saber que éste presenciaría el acontecimiento y vería con sus propios ojos cómo le quitaban a la mujer más codiciada ante sus propias narices.

El plan estaba muy bien pensado y otra vez debemos admirar la intuición de Richis, que tanto se acercó a la verdad. Porque, de hecho, el matrimonio de Laure Richis con el hijo del barón de Bouyon habría significado una abrumadora derrota para el asesino de doncellas de Grasse. Sin embargo, el plan aún no se había realizado. Richis no había llevado todavía a su hija hasta el altar donde se oficiaría la ceremonia salvadora. Aún no la había dejado en el seguro monasterio de Saint-Honorat. Aún cabalgaban el jinete y las dos amazonas por la inhóspita montaña del Tanneron. El camino era tan malo que algunas veces se veían obligados a desmontar. Todo se desarrollaba con gran lentitud. Esperaban llegar al mar hacia el atardecer, a un pueblecito situado al oeste de Cannes que se llamaba Napoule.

44

En el momento en que Laure Richis abandonaba Grasse con su padre, Grenouille se encontraba en el otro extremo de la ciudad, en el taller de Arnulfi, macerando junquillos. Estaba solo y de buen talante. Su estancia en Grasse se acercaba a su fin. El día del triunfo estaba próximo. En su cabaña, dentro de una cajita acolchada con algodón, tenía veinticuatro frascos diminutos con el aura, reducida a gotas, de veinticuatro doncellas… esencias valiosísimas que Grenouille había obtenido durante el último año por medio del "enfleurage" en frío de los cuerpos, digestión de cabellos y ropas, lavado y destilación. Y hoy quería ir a buscar a la vigésimo quinta, la más valiosa y la más importante. Tenía ya preparada una pequeña olla de grasa purificada muchas veces, un paño del lino más fino y una bombona del alcohol más rectificado para esta última pesca.

El terreno estaba sondeado con la máxima exactitud. Había luna nueva.

Sabía que era inútil tratar de introducirse en la bien protegida vivienda de la Rue Droite, de ahí que hubiera pensado deslizarse al anochecer, antes de que cerrasen las puertas, y ocultarse en cualquier rincón de la casa, amparado por su falta de olor que, como un manto invisible, le sustraía a la percepción de hombres y animales. Después, cuando todos durmieran, guiado en la oscuridad por la brújula de su olfato, subiría al aposento de su tesoro y allí mismo la envolvería con el paño impregnado de grasa. Sólo se llevaría, como de costumbre, los cabellos y ropas, ya que estas partes podían lavarse directamente en alcohol y esta tarea se hacía con más comodidad en el taller. Para la elaboración final de la pomada y la destilación del concentrado necesitaba otra noche. Y si todo iba bien -y no tenía ningún motivo para dudar de que todo iría bien-, pasado mañana estaría en posesión de todas las esencias para el mejor perfume del mundo y abandonaría Grasse como el hombre mejor perfumado de la tierra.

Hacia el mediodía terminó con los junquillos. Apagó el fuego, tapó la caldera de grasa y salió del taller para refrescarse. El viento soplaba del oeste. Con la primera aspiración ya notó que algo iba mal; la atmósfera no estaba completa. En la capa de aromas de la ciudad, aquel velo tejido por muchos millares de hilos, faltaba el hilo de oro. Durante las últimas semanas, este hilo fragante había adquirido tal fuerza que Grenouille lo percibía claramente incluso desde su cabaña, en la otra punta de la ciudad. Ahora no estaba, había desaparecido, no podía captarlo ni con el más intenso olfato. Grenouille se quedó como paralizado por el susto.

Está muerta, pensó y en seguida, algo peor: otro ha arrancado mi flor y robado su fragancia. No exhaló ningún grito porque su consternación era demasiado profunda, pero las lágrimas se le agolparon en los ojos y bajaron de repente por ambos lados de la nariz.

Entonces llegó Druot del Quatre Dauphins a la hora de comer y contó, "en passant", que hoy, muy temprano, el Segundo Cónsul se había marchado a Grenoble con doce mulas y su hija. Grenouille se tragó las lágrimas y echó a correr, cruzó la ciudad y, cuando llegó a la Porte du Cours, se detuvo en la plaza y olfateó. Y en el viento del oeste, puro y libre de los olores de la ciudad, encontró de nuevo su hilo dorado, muy delgado y fino, es cierto, pero aun así, inconfundible. Lo extraño era que la amada fragancia no venía del noroeste, adonde conducía el camino de Grenoble, sino más bien de la dirección de Cabris, cuando no del sudoeste.

Grenouille preguntó a la guardia qué camino había tomado el Segundo Cónsul. El centinela señaló al norte. ¿No el camino de Cabris? ¿O el otro, el que iba hacia el sur, a Auribeau y La Napoule? Desde luego que no, respondió el centinela. Lo había visto con sus propios ojos.

Grenouille volvió corriendo a la ciudad, irrumpió en la cabaña, metió en su mochila el paño de hilo, el tarro de pomada, la espátula, las tijeras y una pequeña maza de madera de olivo pulida y se puso en camino sin pérdida de tiempo… no en dirección a Grenoble, sino hacia donde le indicaba su nariz: hacia el sur.

Este camino, el camino directo a Napoule, serpenteaba por las estribaciones del Tanneron, cruzando las cuencas de Frayére y Siagne. Era cómodo andar por él y Grenouille avanzaba a buen paso. Cuando Auribeau apareció a su derecha, encaramado a la cumbre de la montaña, olió que estaba a punto de alcanzar a los fugitivos. Poco después estuvo a la misma altura que ellos y pudo olerla por separado y oler incluso el vapor de sus caballos. Debían estar a lo sumo a media milla al oeste, en algún lugar de los bosques de Tanneron. Se dirigían al sur, a la orilla del mar. Exactamente igual que él.

Grenouille llegó a La Napoule hacia las cinco de la tarde. Entró en la posada, comió y pidió un alojamiento barato. Era un oficial curtidor de Niza, explicó, y viajaba a Marsella. ¿Podía dormir en el establo? Allí se acostó a descansar en un rincón. Olió que se acercaban tres jinetes. No tenía más que esperar.

Llegaron dos horas más tarde, cuando ya caía la noche. Con objeto de mantener el incógnito, habían cambiado de ropas. Ahora las dos mujeres llevaban vestidos oscuros y velos, y Richis, una levita negra. Se dio a conocer como un noble que venía de Castellane y que mañana deseaba trasladarse a las islas Lerinas, por lo que pedía al posadero un bote que estuviera dispuesto a la salida del sol. ¿Había en la posada otros huéspedes, además de él y sus acompañantes? No, contestó el posadero, sólo un oficial de curtidor de Niza que pernoctaba en el establo.

Richis envió a las mujeres a la habitación y él se dirigió al establo, para sacar algo de la alforja, según dijo. Al principio no podía encontrar al oficial de curtidor y tuvo que pedir una linterna al mozo de cuadra. Entonces lo vio acostado en un rincón sobre la paja y una vieja manta, con la cabeza apoyada en su mochila, profundamente dormido. Tenía un aspecto tan insignificante, que por un momento Richis tuvo la impresión de que no estaba allí, de que era sólo una quimera proyectada por las oscilantes sombras de la linterna. En cualquier caso, Richis quedó inmediatamente convencido de que este ser cuya indefensión llegaba a parecer conmovedora no podía representar el menor peligro y se alejó despacio, para no perturbar su sueño.

Cenó en compañía de su hija en la habitación. No le había explicado nada del motivo y la meta de su singular viaje y tampoco lo hizo ahora, aunque ella se lo pidió. Respondió que mañana se lo comunicaría y que podía estar segura de que todo cuanto planeaba y hacía era para su bien y su futura felicidad.

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