Patrick Süskind - El Perfume – Historia De Un Asesino

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Quizá los olores evoquen el privilegio de la invisibilidad. Antes del tacto, sucede el olor, como mensajero de una esencia que sabe desaparecer en el aire y ser agente de un gran poder. La seducción que despliega el olor es implacable: se instala en nosotros y sella su poderío en los tejidos de la memoria. Jean-Baptiste Grenouille tiene su marca de nacimiento: no despide ningún olor y por ello hace temer la presencia de algún demonio. Al mismo tiempo posee un don excepcional: un olfato prodigioso que le permite percibir todos los olores del mundo. Desde la miseria en que nace, abandonado al cuidado de unos monjes, Jean-Baptiste Grenouille lucha contra su condición y escala posiciones sociales convirtiéndose en un afamado perfumista. Crea perfumes capaces de hacerle pasar inadvertido o inspirar simpatía, amor, compasión… Para obtener estas fórmulas magistrales debe asesinar a jóvenes muchachas vírgenes, obtener sus fluidos corporales y licuar sus olores íntimos. Su arte se convierte en una suprema e inquietante prestidigitacion. Patrick Süskind, convertido en maestro del naturalismo irónico, nos transmite una visión ácida y desengañada del hombre en un libro repleto de sabiduría olfativa, imaginación y enorme amenidad. Su persuasión iguala la de su personaje y nos propone una inmersión literaria en el arco iris natural de los olores y en los turbadores abismos del espíritu humano.

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Descubrió cerca del manantial una galería natural que serpenteaba hacia el interior de la montaña y terminaba al cabo de unos treinta metros en un barranco. El final de la galería era tan estrecho, que los hombros de Grenouille rozaban la piedra y tan bajo, que no podía estar de pie sin encorvarse. Pero podía sentarse y, si se acurrucaba, incluso tenderse en el suelo. Esto era suficiente para su comodidad. Además, el lugar gozaba de unas ventajas inapreciables: en el fondo del túnel reinaba incluso de día una oscuridad completa; el silencio era absoluto y el aire olía a un frescor húmedo y salado. Grenouille supo en seguida por el olor que ningún ser viviente había entrado jamás en esta cueva y tomó posesión de ella con una especie de temor respetuoso. Extendió con cuidado la manta, como si vistiera un altar, y se acostó encima de ella. Sintió un bienestar maravilloso. Yacía en la montaña más solitaria de Francia a cincuenta metros bajo tierra como en su propia tumba. En toda su vida no se había sentido tan seguro, ni siquiera en el vientre de su madre. Aunque el mundo exterior ardiera, desde aquí no se percataría de ello. Empezó a llorar en silencio. No sabía a quién agradecer tanta felicidad.

En los próximos días sólo salió a la intemperie para lamer la película de agua del manantial, evacuar con rapidez orina y excrementos y cazar lagartijas y serpientes. Por la noche eran fáciles de atrapar porque se ocultaban bajo las rocas o en pequeños intersticios, donde las descubría con el olfato.

Durante las primeras semanas subió de nuevo a la cumbre unas cuantas veces para olfatear el horizonte, pero esta precaución no tardó en ser más bien una costumbre molesta que una necesidad, pues ni una sola vez olió a algo amenazador, así que pronto interrumpió estas excursiones y sólo pensaba en volver a su tumba en cuanto había realizado las tareas más indispensables para su supervivencia. Porque aquí, en la tumba, era donde vivía de verdad, es decir, pasaba sentado más de veinte horas diarias sobre la manta de caballerías en una oscuridad total, un silencio total y una inmovilidad total, en el extremo del pétreo pasillo, con la espalda apoyada contra la piedra y los hombros embutidos entre las rocas, por completo autosuficiente.

Se sabe de hombres que buscan la soledad: penitentes, fracasados, santos o profetas que se retiran con preferencia al desierto, donde viven de langostas y miel silvestre. Muchos habitan cuevas y ermitas en islas apartadas o -algo más espectacular- se acurrucan en jaulas montadas sobre estacas que se balancean en el aire, todo ello para estar más cerca de Dios. Se mortifican y hacen penitencia en su soledad, guiados por la creencia de llevar una vida agradable a los ojos divinos. O bien esperan durante meses o años ser agraciados en su aislamiento con una revelación divina que inmediatamente quieren difundir entre los hombres.

Nada de todo esto concernía a Grenouille, que no pensaba para nada en Dios, no hacía penitencia ni esperaba ninguna inspiración divina. Se había aislado del mundo para su propia y única satisfacción, sólo a fin de estar cerca de sí mismo. Gozaba de su propia existencia, libre de toda influencia ajena, y lo encontraba maravilloso. Yacía en su tumba de rocas como si fuera su propio cadáver, respirando apenas, con los latidos del corazón reducidos al mínimo y viviendo, a pesar de ello, de manera tan intensa y desenfrenada como jamás había vivido en el mundo un libertino.

26

Escenario de este desenfreno -no podía ser otro- era su imperio interior, donde había enterrado desde su nacimiento los contornos de todos los olores olfateados durante su vida. Para animarse, conjuraba primero los más antiguos y remotos: el vaho húmedo y hostil del dormitorio de madame Gaillard; el olor seco y correoso de sus manos; el aliento avinagrado del padre Terrier; el sudor histérico, cálido y maternal del ama Bussier; el hedor a cadáveres del Cimetiére des Innocents; el tufo de asesina de su madre. Y se revolcaba en la repugnancia y el odio y sus cabellos se erizaban de un horror voluptuoso.

Muchas veces, cuando este aperitivo de abominaciones no le bastaba para empezar, daba un pequeño paseo olfatorio por la tenería de Grimal y se regalaba con el hedor de las pieles sanguinolentas y de los tintes y abonos o imaginaba el caldo de seiscientos mil parisienses en el sofocante calor de la canícula.

Entonces, de repente -éste era el sentido del ejercicio-, el odio brotaba en él con violencia de orgasmo, estallando como una tormenta contra aquellos olores que habían osado ofender su ilustre nariz. Caía sobre ellos como granizo sobre un campo de trigo, los pulverizaba como un furioso huracán y los ahogaba bajo un diluvio purificador de agua destilada. Tan justa era su cólera y tan grande su venganza. ¡Ah, qué momento sublime! Grenouille, el hombrecillo, temblaba de excitación, su cuerpo se tensaba y abombaba en un bienestar voluptuoso, de modo que durante un momento tocaba con la coronilla el techo de la gruta, para luego bajar lentamente hasta yacer liberado y apaciguado en lo más hondo. Era demasiado agradable… este acto violento de exterminación de todos los olores repugnantes era realmente demasiado agradable, casi su número favorito entre todos los representados en el escenario de su gran teatro interior, porque comunicaba la maravillosa sensación de agotamiento placentero que sigue a todo acto verdaderamente grande y heroico.

Ahora podía descansar tranquilo durante un buen rato. Estiraba sus miembros todo lo que permitía la estrechez de su pétreo aposento; en cambio, interiormente, en las barridas praderas de su alma, podía estirarse a su antojo, dormitar y jugar con delicadas fragancias en torno a su nariz: un soplo aromático, por ejemplo, como venido de un prado primaveral; un templado viento de mayo que sopla entre las primeras hojas verdes de las hayas; una brisa marina, penetrante como almendras saladas.

Caía la tarde cuando se levantó, aunque esta expresión sea un decir, ya que no había tarde ni mañana ni crepúsculo, no había luz ni oscuridad, ni tampoco prado primaveral ni hojas verdes de haya… En el universo interior de Grenouille no había nada, ninguna cosa, sólo el olor de las cosas. (Por esto, llamar a este universo un paisaje es de nuevo una manera de hablar, pero la única adecuada, la única posible, ya que nuestra lengua no sirve para describir el mundo de los olores). Caía, pues, la tarde en aquel momento y en el estado de ánimo de Grenouille, como en el sur al final de la siesta, cuando el letargo del mediodía abandona lentamente el paisaje y la vida interrumpida quiere reanudar su ritmo. El calor abrasador -enemigo de las fragancias sublimes- había remitido, destruyendo a la manada de demonios. Los campos interiores se extendían pálidos y blandos en el lascivo sosiego del despertar, esperando ser hollados por la voluntad de su dueño.

Y, como ya hemos dicho, Grenouille se levantó y sacudió el sueño de sus miembros. El Gran Grenouille interior se irguió como un gigante, en toda su grandiosidad y altura, ofreciendo un aspecto magnífico -¡casi era una lástima que nadie le viera!-, y miró a su alrededor, arrogante y sublime.

¡Sí! Éste era su reino! ¡El singular reino de Grenouille! Creado y gobernado por él, el singular Grenouille, devastado por él y erigido de nuevo cuando se le antojaba, ampliado hasta el infinito y defendido con espada flamígera contra cualquier intruso. Aquí sólo mandaba su voluntad, la voluntad del grande, del magnífico, del singular Grenouille. Y una vez disipados los malos olores del pasado, quería ahora inundarlo de fragancias.

Recorrió a grandes zancadas los campos yermos y sembró aromas de diversas clases, tan pronto parco como pródigo, creando anchas e interminables plantaciones y parterres pequeños e íntimos, derramando las semillas a puñados o de una en una en lugares escogidos. Hasta las regiones más remotas de su reino corrió, presuroso, el Gran Grenouille, el veloz jardinero, y pronto no quedó ningún rincón en que no hubiera sembrado un grano de fragancia.

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