Dejó el vaso y, todavía como aturdido por el sentimentalismo y la borrachera, permaneció sentado unos minutos, hasta que le hubo desaparecido de la lengua el último regusto. Tenía la mirada fija y el cerebro tan vacío como la botella. Se dejó caer súbitamente de lado sobre el canapé y quedó al instante sumido en una especie de letargo.
De modo simultáneo dormía a su vez el Grenouille exterior sobre su manta de caballerías y su sueño era tan profundo como el del Grenouille interior, porque los hercúleos actos y excesos de éste habían agotado igualmente a aquél; al fin y al cabo, ambos eran la misma persona.
No se despertó, sin embargo, en el salón púrpura de su purpúreo castillo rodeado de sus siete murallas, ni tampoco en los fragantes campos primaverales de su alma, sino sólo en la pétrea caverna del extremo del túnel, sobre el duro suelo y en la oscuridad. Y sintió náuseas a causa del hambre y la sed y también frío y malestar, como un borracho empedernido tras una noche de francachela. Salió a gatas de la galería.
Fuera, la hora del día era indeterminada, casi siempre el crepúsculo o el amanecer incipiente, pero incluso a medianoche, la claridad de los astros hería sus ojos como mil agujas. El aire se le antojó polvoriento y áspero, le quemaba los pulmones, y el paisaje era duro, las piedras le hacían daño, e incluso los olores más suaves resultaban fuertes y penetrantes para su nariz, ya desacostumbrada al mundo. Grenouille, la garrapata, se había vuelto sensible como una langosta que ha abandonado su caparazón y se desliza desnuda por el mar.
Fue al manantial y lamió la humedad de la pared durante una o dos horas; era una tortura, no se acababa nunca el tiempo en que el mundo real le abrasaba la piel. Arrancó de las piedras unos puñados de musgo y se los metió a la boca, se puso en cuclillas y cagó mientras devoraba -de prisa, de prisa, todo tenía que ir de prisa- y, como perseguido, como si fuera un pequeño animal de carne blanda y en el cielo ya planearan los azores, volvió corriendo a su caverna del extremo de la galería, donde estaba la manta. Allí, por fin, se sintió otra vez seguro.
Se apoyó en la pared de piedra, estiró las piernas y esperó. Ahora debía mantener el cuerpo completamente inmóvil, inmóvil como un recipiente que amenaza con derramar su contenido después de un movimiento demasiado brusco. Poco a poco logró normalizar su respiración. El corazón desbocado empezó a latir más despacio, la excitación remitió. Y de improviso la soledad invadió su ánimo como un reflejo negro. Cerró los ojos. La oscura puerta de su interior se abrió y él cruzó el umbral. Y dio comienzo el siguiente espectáculo del teatro anímico de Grenouille.
Así continuó día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Así continuó durante siete años enteros.
Durante este tiempo se libró en el mundo exterior una guerra y, por cierto, una guerra mundial. Se peleó en Silesia y Sajonia, en Hannover y Bélgica, en Bohemia y Pomerania. Las tropas del rey morían en Hesse yen Westfalia, en las Baleares, en la India, en el Mississippi y en Canadá, si no morían antes de tifus durante el viaje. La guerra costó la vida a un millón de seres humanos, al rey de Francia su imperio colonial y a todos los estados beligerantes tanto dinero que al final, llenos de pesar, decidieron ponerle fin.
Por esta época, en invierno, Grenouille estuvo una vez a punto de morir congelado sin darse cuenta. Yació cinco días enteros en el salón de púrpura y cuando se despertó en la galería, no podía moverse porque el frío había aterido sus miembros. Cerró inmediatamente los ojos para morir dormido, pero entonces se produjo un cambio de tiempo que lo descongeló y salvó su vida.
En una ocasión la nieve alcanzó tal altura, que ya no tenía fuerzas para excavar hasta los líquenes y se alimentó de murciélagos muertos por congelación.
Una vez encontró un cuervo muerto delante de la caverna y se lo comió. Tales fueron los únicos sucesos del mundo exterior de los que tuvo conciencia durante aquellos siete años. Todo lo demás ocurrió sólo en su montaña, en el reino autocreado de su alma. Y allí habría permanecido hasta la muerte (porque no le faltaba nada) si no se hubiera producido una catástrofe que lo expulsó de la montaña y lo devolvió al mundo.
La catástrofe no fue un terremoto ni un incendio forestal ni un corrimiento de tierras ni un derrumbamiento de la galería. En realidad no fue ninguna catástrofe exterior, sino interior y, además, bastante penosa, porque bloqueó la ruta de evasión preferida de Grenouille. Sucedió mientras dormía; mejor dicho, durante un sueño. O dicho con mucha más propiedad, en un sueño en el interior de su fantasía.
Yacía dormido en el canapé del salón púrpura, rodeado de botellas vacías. Había bebido enormes cantidades; al final, hasta dos botellas del perfume de la muchacha pelirroja. Por lo visto, fue demasiado, ya que su descanso, aunque profundo como la muerte, no careció de sueños que lo cruzaron como jirones fantasmales y estos jirones eran claros vestigios de un olor. Al principio se deslizaron en franjas delgadas bajo la nariz de Grenouille pero después adquirieron la densidad de una nube; era como si se hallara en medio de un pantano que emanara una espesa niebla. Esta niebla fue ganando altura y pronto Grenouille se vio rodeado por ella, empapado de ella, y entre los jirones ya no quedaba ni rastro de aire limpio. Si no quería ahogarse, tenía que respirar esta niebla. Y la niebla era, como ya se ha dicho, un olor. Y Grenouille sabía de qué clase de olor se trataba. La niebla era su propio olor. El suyo, el de Grenouille, su propio olor.
Y lo espantoso era que Grenouille, aunque reconocía este olor como el suyo, no podía olerlo. No podía, ni siquiera ahogándose en el propio olor, olerse a sí mismo.
Cuando comprendió esto con claridad, profirió un grito fuerte y terrible, como si lo quemaran vivo. El grito derrumbó las paredes del salón púrpura y los muros del castillo, salió del corazón, cruzó tumbas, pantanos y desiertos, pasó a gran velocidad por el paisaje nocturno de su alma, como un voraz incendio, le taladró la boca, perforó la destrozada galería e irrumpió en el mundo, resonando mucho más allá de la altiplanicie de Saint-Flour; fue como si gritara la montaña. Y su propio grito despertó a Grenouille, quien al despertarse agitó los brazos como si quisiera dispersar la niebla inodora que quería asfixiarle. Sentía tal terror, que todo su cuerpo temblaba de puro pasmo. Si el grito no hubiese rasgado la niebla, se habría asfixiado a sí mismo: una muerte espantosa. Le aterraba sólo el pensarlo. Y mientras seguía sentado, temblando e intentando ordenar sus pensamientos de confusión y terror, sabía ya una cosa con absoluta seguridad: cambiaría su vida, aunque sólo fuera porque no quería tener aquella horrible pesadilla por segunda vez. No podría resistir una segunda vez.
Se echó la manta de caballerías sobre los hombros y se arrastró hasta el aire libre. Fuera mediaba la mañana, una mañana de finales de febrero. Brillaba el sol y la tierra olía a piedra húmeda, musgo y agua. En el viento flotaba ya un ligero perfume de anémonas. Se puso en cuclillas ante la entrada de la cueva. Los rayos del sol le calentaban. Aspiró el aire fresco. Todavía se estremecía al pensar en la niebla de la que había huido y un gran bienestar al notar el calor en la espalda. No cabía duda de que era bueno que este mundo exterior existiese, aunque sólo le sirviera de lugar de refugio. No resistía la idea de no haber encontrado ningún mundo a la salida del túnel. Ninguna luz, ningún olor, nada en absoluto… sólo aquella pavorosa niebla, dentro, fuera y por doquier…
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