Patrick Süskind - El Perfume – Historia De Un Asesino

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Quizá los olores evoquen el privilegio de la invisibilidad. Antes del tacto, sucede el olor, como mensajero de una esencia que sabe desaparecer en el aire y ser agente de un gran poder. La seducción que despliega el olor es implacable: se instala en nosotros y sella su poderío en los tejidos de la memoria. Jean-Baptiste Grenouille tiene su marca de nacimiento: no despide ningún olor y por ello hace temer la presencia de algún demonio. Al mismo tiempo posee un don excepcional: un olfato prodigioso que le permite percibir todos los olores del mundo. Desde la miseria en que nace, abandonado al cuidado de unos monjes, Jean-Baptiste Grenouille lucha contra su condición y escala posiciones sociales convirtiéndose en un afamado perfumista. Crea perfumes capaces de hacerle pasar inadvertido o inspirar simpatía, amor, compasión… Para obtener estas fórmulas magistrales debe asesinar a jóvenes muchachas vírgenes, obtener sus fluidos corporales y licuar sus olores íntimos. Su arte se convierte en una suprema e inquietante prestidigitacion. Patrick Süskind, convertido en maestro del naturalismo irónico, nos transmite una visión ácida y desengañada del hombre en un libro repleto de sabiduría olfativa, imaginación y enorme amenidad. Su persuasión iguala la de su personaje y nos propone una inmersión literaria en el arco iris natural de los olores y en los turbadores abismos del espíritu humano.

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Ahora, por fin, se habían acabado los pensamientos siniestros. El inquietante huésped ya estaba lejos y no volvería jamás. En cambio, la riqueza permanecería, segura para siempre. Baldini se llevó la mano al pecho y tocó a través de la tela de la levita el cuaderno que llevaba sobre el corazón. Seiscientas fórmulas figuraban en él, más de las que varias generaciones de perfumistas podrían realizar jamás. Aunque hoy lo perdiera todo, sólo este cuaderno maravilloso le convertiría nuevamente en un hombre rico en el plazo de un año. En verdad, ¿qué más podía pedir?

El sol matutino caía sobre las fachadas de las casas de enfrente y su dorado resplandor le calentaba el rostro. Baldini, que seguía mirando hacia el sur, en dirección a la calle del palacio del Parlamento -¡resultaba tan agradable haber perdido de vista a Grenouille!-, decidió en un arrebato de agradecimiento peregrinar hoy mismo hasta Notre-Dame para echar una moneda de oro en el cepillo, encender tres velas y arrodillarse ante el Señor, que le había colmado de tanta felicidad y librado de la venganza.

Sin embargo, una tontería se interpuso de nuevo para desbaratar su plan, porque aquella tarde, cuando ya se disponía a emprender el camino de la iglesia, oyó rumores de que los ingleses habían declarado la guerra a Francia. Esto no era, en sí y de por sí, nada alarmante, pero como Baldini quería enviar justamente aquellos días una partida de perfumes a Londres, aplazó la visita a Notre-Dame y se dirigió a la ciudad con objeto de conocer más detalles y después a su fábrica del Faubourg Saint-Antoine para cancelar el envío a Londres. Por la noche, ya en la cama, antes de dormirse, tuvo una idea genial: en vista de las próximas hostilidades bélicas por las colonias del Nuevo Mundo, lanzaría un perfume con el nombre de "Prestige du Quèbec", un aroma de resina y heroísmo que le compensaría con creces -estaba seguro- en caso de fracasar el negocio con Inglaterra. Con este dulce pensamiento en su tonta y vieja cabeza, que apoyó con alivio en las almohadas, bajo las que se notaba el bulto del cuaderno de fórmulas, el "maitre" Baldini concilió el sueño y ya no volvió a despertarse en su vida. Porque por la noche sucedió una pequeña catástrofe que, tras las consabidas dilaciones, motivó el derribo por orden real de todas las casas de todos los puentes de la ciudad de París: sin causa aparente, el Pont au Change se resquebrajó y desplomó en su lado oriental, entre el tercer y cuarto pilar.

Dos casas se precipitaron al río, de tal forma y tan de repente, que ninguno de los inquilinos pudo ser salvado. Por suerte sólo se trataba de dos personas, a saber, Giuseppe Baldini y su esposa Teresa. Los criados habían salido, con o sin autorización. Chènier, que llegó a su casa al amanecer ligeramente borracho -mejor dicho, que pensaba llegar a su casa, ya que ésta había desaparecido-, sufrió un ataque de nervios. Durante treinta años había tenido la esperanza de que Baldini, que carecía de hijos y parientes, le nombrara heredero universal en su testamento. Y ahora, de golpe, toda la herencia se había esfumado, casa, negocio, materias primas, taller, el propio Baldini y, sí, incluso el testamento, que tal vez contenía una cláusula sobre la propiedad de la fábrica

No se encontró nada, ni los cadáveres, ni la caja de caudales, ni el cuaderno con las seiscientas fórmulas. Lo único que quedó de Giuseppe Baldini, el mayor perfumista de Europa, fue un perfume muy mezclado de almizcle, canela, vinagre, espliego y otros mil aromas que flotó durante varias semanas sobre el curso del Sena, desde París hasta Le Havre.

SEGUNDA PARTE

23

En el momento en que se derrumbó la casa de Giuseppe Baldini, Grenouille se encontraba en el camino de Orleans. Había dejado atrás la atmósfera de la gran urbe y a cada paso que le alejaba de ella el aire era más claro, puro y limpio. Y también más enrarecido. Ya no se acumulaban en cada metro centenares y millares de diferentes olores en un remolino vertiginoso, sino que los pocos que había -el olor del camino arenoso, de los prados, de la tierra, de las plantas, del agua- se extendían en largas franjas sobre el paisaje, ampliándose y encogiéndose con lentitud, sin interrumpirse casi nunca de forma repentina.

Grenouille acogió esta sencillez como una liberación. Los apacibles aromas acariciaban su olfato. Por primera vez en su vida no tenía que estar preparado para captar con cada aliento uno nuevo, inesperado y hostil o perder uno agradable. Por primera vez podía respirar casi libremente, sin verse obligado a olfatear con cautela. Decimos "casi" porque, naturalmente, nada fluía con libertad a través de la nariz de Grenouille. Aunque no tuviera el menor motivo para ello, siempre quedaba en él una reserva instintiva, alerta a todo cuanto procediera del exterior y fuera aspirado por su sentido del olfato.

Durante toda su vida, incluso en los pocos momentos en que sintió indicios de contento, satisfacción e incluso felicidad, prefirió expeler que aspirar el aire, lo cual fue cierto desde que la iniciara, no con un aliento lleno de esperanza, sino con un grito espantoso. Aparte, sin embargo, de esta limitación, que era innata en él, Grenouille se sentía mejor a medida que se alejaba de París, respiraba con más ligereza, caminaba con paso más rápido y adoptaba incluso de manera esporádica una posición erguida, de ahí que visto desde lejos casi parecía un aprendiz de artesano corriente, o sea, un hombre completamente normal.

Lo que encontraba más liberador era la lejanía de los seres humanos. En París vivían hacinados más habitantes que en cualquier otra ciudad del mundo, unos seiscientos o setecientos mil. Pululaban en las calles y plazas y atestaban las casas desde el sótano hasta el tejado. En todo París no había apenas un rincón que no bullera de hombres, ninguna piedra, ningún trozo de tierra que no oliera a seres humanos.

Ahora que había empezado a alejarse comprendió con claridad Grenouille que aquel denso caldo humano le había oprimido como un aire de tormenta durante dieciocho años. Siempre había creído que era del mundo en general de lo que tenía que apartarse, pero ahora veía que no se trataba del mundo, sino de los seres humanos. Al parecer, en el mundo, en el mundo sin hombres, la vida era soportable.

Al tercer día de viaje llegó al campo de gravitación olfativa de Orleans. Mucho antes de que un signo visible anunciara la proximidad de la urbe, percibió Grenouille la acumulación humana en el aire y decidió, en contra de su propósito original, evitar Orleans. No quería perder tan pronto la recién adquirida libertad de respiración, sumergiéndose de nuevo en el asfixiante clima humano. Dio un gran rodeo en torno a la ciudad, fue aparar a Chateauneuf, a orillas del Loira, y cruzó el río por Sully. La salchicha se le acabó allí. Compró otra y dejó el río para continuar tierra adentro.

Ahora no sólo evitaba las ciudades, sino también los pueblos. Estaba como ebrio del aire cada vez más enrarecido, más alejado de los seres humanos. Sólo para proveerse de comida se acercaba a una aldea o una granja solitaria, compraba pan y desaparecía otra vez en los bosques. Al cabo de varias semanas le molestaba incluso encontrar de vez en cuando algún viajero por los caminos agrestes y apenas podía soportar el olor inconfundible de los campesinos que aquí y allá segaban la primera hierba de las praderas. Rehuía, temeroso, todos los rebaños de ovejas, no por los animales, sino para evitar el olor de los pastores. Caminaba campo a través y hacía rodeos de muchas millas cuando olía a un escuadrón de jinetes, distantes aún a varias horas de camino, no porque temiera, como otros aprendices y vagabundos, que le controlaran y pidieran los papeles y quizá incluso lo alistaran para la guerra -ni siquiera sabía que se había declarado una guerra-, sino únicamente porque le repugnaba el olor humano de los jinetes. De este modo espontáneo, sin ninguna decisión determinada, su plan de dirigirse a Grasse por el camino más corto fue perdiendo urgencia y al final se disolvió, por así decirlo, en la libertad, como todos los demás planes e intenciones. Grenouille ya no quería ir a ninguna parte, sólo alejarse de los hombres.

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