Por su gusto se habría marchado inmediatamente hacia el sur, donde podría aprender las nuevas técnicas de que le había hablado el viejo, pero no podía ni pensar en ello por ahora, ya que sólo era un aprendiz, o sea, un don nadie. De hecho, según le explicó Baldini -una vez recuperado del júbilo inicial por la resurrección de Grenouille-, de hecho, era menos que un don nadie, ya que para ser un aprendiz con todas las de la ley se requería un origen familiar intachable, parientes acomodados y un contrato de aprendizaje, condiciones de que él carecía. Si pese a ello él, Baldini, decidía en el futuro otorgarle la categoría de oficial, lo haría en atención a las dotes nada corrientes de Grenouille, a una conducta ejemplar futura e impulsado por la infinita generosidad que le caracterizaba y contra la cual no podía luchar, pese a los disgustos que muchas veces le ocasionaba.
Fue lento en dar esta muestra de su bondad, que aplazó hasta casi tres años después, durante los cuales realizó, con ayuda de Grenouille, sus ambiciosos sueños. Fundó la fábrica del Faubourg Saint-Antoine, se introdujo en la corte con sus perfumes exclusivos y obtuvo el privilegio real. Sus selectos productos de perfumería se vendían hasta en San Petersburgo, Palermo y Copenhague. Una fragancia de almizcle era apreciada incluso en Constantinopla, donde Dios sabe que no faltan los perfumes propios. Los aromas de Baldini se olían tanto en las distinguidas oficinas de la City londinense como en la corte de Parma, en el palacio de Varsovia y en el castillo del conde von Lippe-Detmold. A los setenta años de edad Baldini, después de haberse resignado a pasar su vejez en Mesina pobre como una rata, se vio convertido en el mayor perfumista de Europa y en uno de los ciudadanos más ricos de París.
A principios del año 1756, -entretanto, había adquirido la casa contigua del Pont au Change, exclusivamente para vivienda, ya que la casa antigua estaba llena hasta el tejado de sustancias odoríferas y especias – comunicó a Grenouille que ya estaba dispuesto a concederle la libertad, aunque con tres condiciones: primera, no produciría en el futuro ninguno de los perfumes creados bajo el techo de Baldini ni facilitaría sus fórmulas a terceras personas; segunda, debía abandonar París y no volver a poner los pies en la ciudad mientras viviese Baldini; y tercera, debía guardar un secreto absoluto acerca de las dos primeras condiciones. Todo esto tenía que jurarlo por todos los santos, por el alma de su pobre madre y por su propio honor.
Grenouille, que no tenía honor ni creía en los santos ni en el alma de su pobre madre, juró. Habría jurado cualquier cosa. Habría aceptado cualquier condición de Baldini porque quería aquel ridículo certificado de oficial de artesano que le permitiría vivir con discreción, viajar sin ser molestado y encontrar un empleo. Todo lo demás le era indiferente. Por otra parte, ¿qué clase de condiciones eran aquéllas? ¿No poner más los pies en París? ¿Para qué necesitaba él París? Lo conocía hasta su último maloliente rincón, lo llevaría consigo adondequiera que fuese, poseía a París desde hacía años. ¿No producir ninguno de los perfumes de éxito de Baldini, no facilitar ninguna fórmula? ¡Como si él no pudiera inventar otros mil, tan buenos y mejores, siempre que se le antojara! Pero no era eso lo que quería. No tenía intención de erigirse en competidor de Baldini ni de ningún otro perfumista burgués. Su ambición no era amasar dinero con su arte, ni siquiera pretendía vivir de él, si podía vivir de otra cosa. Quería exteriorizar lo que llevaba dentro, sólo esto, expresar su interior, que consideraba más maravilloso que todo cuanto el mundo podía ofrecer. Y por esta razón las condiciones de Baldini no eran condiciones para Grenouille.
En primavera se marchó, un día de mayo, muy temprano por la mañana. Baldini le había dado una pequeña mochila, otra camisa, dos pares de medias, una gran salchicha, una manta para caballerías y veinticinco francos, lo cual era mucho más de lo que estaba obligado a darle, recalcó Baldini, ya que no había cobrado a Grenouille ni un solo "sou" por la profunda instrucción impartida. Su obligación era darle dos francos para el camino y nada más, pero no podía renegar de su generosidad, como tampoco de la honda simpatía que en el curso de los años había ido acumulando en su corazón por el bueno de Jean-Baptiste. Le deseaba mucha suerte en sus viajes y le advertía encarecidamente una vez más que no olvidara su juramento. Diciendo esto, le acompañó hasta la puerta reservada a los proveedores, donde un día le recibiera por primera vez, y lo despidió.
No le dio la mano, la simpatía tampoco llegaba a tanto. Nunca le había dado la mano. En general, siempre había evitado tocarlo por una especie de repugnancia piadosa, como si existiera un peligro de contagio, de quedar mancillado. Le dijo brevemente adiós y Grenouille asintió, bajó la cabeza, y se alejó por la calle, que en aquellos momentos estaba desierta.
Baldini le siguió con la mirada mientras bajaba por el puente, en dirección a la isla, pequeño, encorvado, llevando la mochila como si fuera una joroba; visto de espaldas, parecía un viejo. Junto al palacio del Parlamento, donde la calle describía una curva, le vio desaparecer y sintió un alivio extraordinario.
Aquel individuo nunca le había resultado simpático, nunca; por fin ahora podía confesárselo a sí mismo. Durante todo el tiempo en que le había albergado bajo su techo y explotado, se había sentido incómodo, como un hombre irreprochable que por primera vez en su vida hace algo prohibido, jugando a algo con medios ilícitos. Ciertamente, el riesgo de ser descubierto había sido escaso y las perspectivas de éxito, inmensas; sin embargo, también habían sido grandes el nerviosismo y los remordimientos de conciencia. De hecho, durante todos aquellos años no había pasado un solo día en que no le persiguiera la desagradable sensación de que alguna vez tendría que pagar de algún modo por su asociación con aquel hombre. "Si por lo menos no pasa nada” -repetía, temeroso, para sus adentros-.
“¡Si consigo salir impune de esta atrevida aventura, sin tener que pagar por el éxito! ¡Si por lo menos todo va bien! ¡Aunque no es correcto lo que hago. Dios hará la vista gorda, estoy seguro! Me ha infligido muchos castigos duros en mi vida sin ningún motivo, de modo que ahora sería justo que se mostrara conciliador. Además, ¿en qué consiste mi falta, si es que lo es? A lo sumo en que me aparto un poco del reglamento gremial explotando la maravillosa facultad de un profano y apropiándome de ella. A lo sumo, en que me desvío un poco del camino tradicional de la virtud del artesano, haciendo hoy lo que ayer condené. ¿Acaso es esto un crimen? Otros engañan durante toda su vida. Yo sólo he hecho trampas durante unos cuantos años y sólo porque la casualidad me ofreció una oportunidad única. Quizá no fue la casualidad, sino el propio Dios quien me mandó a casa a ese hechicero como compensación de las humillaciones sufridas a manos de Pèlissier y sus compinches. Quizá es voluntad de Dios castigar a Pèlissier y no a mí. Esto sería muy posible ¿Y de qué otro modo podría Dios castigar a Pèlissier, sino encumbrándome a mí? Mi éxito sería entonces el instrumento de la justicia divina y como tal, debería aceptarlo sin vergüenza y sin el menor arrepentimiento…”
Así había raciocinado con frecuencia Baldini en los años pasados cuando bajaba por la mañana a la tienda por la angosta escalera, cuando la subía por la tarde con el contenido de la caja y contaba las pesadas monedas de oro y plata antes de guardarlas en su caja de caudales y cuando yacía por la noche junto al esqueleto de su mujer, que roncaba, y no podía dormirse por puro temor de su felicidad.
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