coloridos límites de plástico que se ponen para que esas formas y normas no se desborden, y tampoco lo hagan los modelos según los cuales fueron construidas. Se adornan como a sus casas, y se acompañan a pasear.
Las cosas van de maravilla. La mujer retrocede desorientada. Empujan un vaso hacia ella, el día casi parece correr, el sol ya se pone tras las montañas. Gerti es lanzada a la mezquina opinión popular como el agua se escapa de la mano de un niño. Pesadamente, los pobres del entorno abandonan a los suyos para ser arrojados con las manos sucias a las tabernas, a gorgotear como una fuente alimentada por lo que toman. Pero esta mujer debe irse a su casa, no es posible seguir bebiendo, debe guardar silencio, aquí vive el rebaño junto con sus buenos pastores, ¡vea el programa en sus páginas de televisión! La señora directora es una alegre nube, por lo menos eso parece, que ahora se hunde del sillón al suelo, donde se queda tal como cae. La posadera la coge, compasiva, por las axilas. De la barbilla de Gerti escurre un hilillo que se extiende en un charco. Todos los días no se puede andar así. La Naturaleza resplandece brillante una vez más, la última, desde fuera, y los rebaños de sus usuarios entran con espaldas pacientes, contentos de poder por fin echar un trago en vez de tenerse que rebelar bajo los latigazos de las retransmisiones olímpicas y dejarse acosar por las colinas. Si se deja en paz a estos hombres, verá usted cómo pierden rápidamente lo que supone su principal estímulo: mirar como las estrellas de cine y mirar encantados su propio álbum de fotos, en el que medimos las exigencias que nos planteamos a nosotros mismos. Pero aquí las olas rompen contra ellos, y tienen que abrirse paso por entre los anónimos habitantes del país. Lo hacen con sonido, color, olor y dinero. Una canción es adaptada a sus usuarios, la estación ha cambiado con dureza, y el clima ha cambiado repentinamente. El viento grita por entre el hielo cristalino que cuelga de los árboles. A las cavidades de la mujer se aferra aún más gente, eche un vistazo, dos hombres la levantan ahora. Sus monedas caen sobre la mujer. Se le paga un vino y un vaso de aguardiente. Con excusas bajo las que no pueden ocultar sus burdas partes sexuales, palpan a Gerti por todas partes. Un torrente de risas de sus mujeres, que con la misma rapidez, antes de que salga el sol, abrirán y pondrán en posición sus velludas ranuras. Todas gotean de naturaleza, a tal punto se han empapado de vida. Ha costado bastante sentarse como islas en esta taberna y vomitar. En broma, uno sube a caballito a una mujer; entre sus muslos, que aprieta a izquierda y derecha en las mejillas del hombre, se produce una dilatación y una rojez. Nadie quiere irse. Saltan, el No-Do acaba de terminar. Sólo un breve tramo, superable en segundos por la violencia, las partes sexuales se abren, y ya entran las unas en las otras y aprietan el acelerador, claman por su liberación, y truenan sus vísceras de los muchos vasitos que han metido, enviados allá para tiempos difíciles. En la oscuridad, los primeros ya escapan de las cadenas de su vestimenta. A Gerti le pellizcan el pecho, ¡alegres e inofensivos como verduras, pululamos por las tierras del amo, señoras mías! Es cosa de las tierras altas, en las que vivimos y nos dejamos sorprender por los instintos que brotan de nuestros pantalones de esquí.
Hurra, ahora la mujer vuelve a estar sentada como debe ser, en lo alto del banco. Se le alcanza otro vaso, en el que el alcohol envejece rápidamente, y ella lo tira con un golpe de muñeca. Esta gente generosa grita de furia, y sacude del brazo a la mujer. La posadera manda a una muchacha a buscar un trapo. Gerti se levanta y tira al suelo su monedero, en el que en seguida empieza a hurgar gente cuyos rostros sudorosos empiezan a irritarse a la vista del dinero. Los pobres se apretujan en el cuarto de atrás y se acuerdan del trabajo, que antaño se les abría de piernas sin tener que forzarlo. Pero ya no tiene sitio para ellos. ¡Oh, si aún lo tuvieran! Ahora están todo el día en casa, fregando los cacharros. ¿Y los otros clientes? No quieren nada más que buen tiempo y nieve rastrillada. Mañana volverán a arriesgar su vida en las montañas, quizá a pasarla por agua, si las temperaturas suben mucho, como se prevé. La posadera les allana suavemente el camino, por las buenas. Parece llevar a Gerti bajo el brazo, como caminando por encima del agua, sobre la espuma de los excursionistas, que sobrenada. Vea usted con cuánta seguridad salen estos viajeros de la Nada, se llenan de dones nacidos en ferias de artículos deportivos y salen al encuentro de la Muerte en las montañas. Se canta, sin ceremonia, una canción nacional. Los cantores no tienen mucho en común con las sirenas, quizá el sonido, pero no el aspecto. ¡Pero cantan y cantan, ahora en serio! Asustados, los habitantes del lugar, que ni siquiera pueden ser trabajadores del papel, se sientan delante de sus pantallas y miran fijamente su propio y astuto invento, ¿es que nadie participa de su dolor? ¿y por qué se les ha apartado y echado de la vida antes de poder ponerse ellos y sus esquíes a salvo en el sótano?
Solo, o incluso en compañía, no se debe conducir en este estado, ¡de lo contrario ya no se está seguro de uno mismo de por vida! Pero Gerti se estira hacia la cubierta de su pequeño receptáculo y se aparta de la orilla. Se pone a los remos. Se entrega a sus anchas a sus sentimientos. Michael: Ahora iremos a buscarlo a su casa, antes de que se enfríe. Enseguida esta mujer, llevada de sus sentidos, llorará delante de una casa ajena porque no hay nadie en ella. ¡Déjenos seguir! Acaban de encender las farolas. En el número en que estamos la mayoría del tiempo, una y sola, pero tirando, se lanza sobre su botín, los otros automovilistas. No pasa nada, como por un continuado milagro. En sus camisas de estar por casa, los hombres braman porque tienen que esperar la comida, los perros se precipitan sobre los visitantes y se apoderan sanamente de ellos. Por eso, a todos nos gusta vivir para nosotros, y nos mantenemos a cubierto como nuestros propios y mansos animales. De vez en cuando, tomamos un trago vacilante de otro, que dice estar repleto de una dulce necesidad. ¡Pero cuando de verdad se necesita algo, no se consigue de él!
Las gotas de grava crujen ante la casa, los perros saltan a nuestros cuellos, y la puerta se abre. La mujer da incluso un paso más, hacia la suave luz que irradia su caliente y expectante marido. Hace mucho que los niños, sin el consuelo de la música y el ritmo, han sido enviados a casa, donde ahora medio asoman de sus escondrijos, tras ser golpeados por sus padres. Aliviados al ver secarse en los labios las fuentes del arte, contentos como en una foto de familia, los niños se han lanzado por los caminos forestales y se han hecho trizas la figura y la ropa. ¡No hay que reunir a los vecinos con demasiada frecuencia, no hacen otra cosa que enfadarlo a uno! Todo lo que el Señor Director ha querido vuelve a tenerlo ahora, sus palabras son órdenes para nosotros. De su boca restallan los besos. Mantiene bajo la luz la cuchara con sus sentidos disueltos, pero nada se calienta. Besa a la mujer como la madre al ternero, su lengua también quiere meterse bajo las axilas de ella. Se calienta automáticamente al verla, pero por el momento su húmeda figura aún está cerrada. Él tiene la construcción de una montaña, y los arroyos han corrido ya por su frente, sin comparación con lo que inunda a sus trabajadores cuando, duramente marcados por sus estancias en el balneario (después de haber inferido heridas y castigos a su existencia), reciben una carta dentro de un sobre azul. Pero ninguno de ellos comprende a su mujer como ahora este hinchado director, que quiere volver a guiarla hacia sus orillas. Qué lleva en el bolsillo, sus bragas mojadas, que él arroja al suelo de madera. Cuántas veces ha pasado ya esto, pero la mayor parte de ellas son los criados los que cumplen esta obligación cuando no hay forma de que el grifo frene el paso del agua. Mañana, la mujer de la limpieza eliminará este rastro de vida. Gerti debe venir a su no pequeño establo. El niño, que ha pasado todo el día corriendo de un lado para otro, viene ahora disparado hacia la madre, difícil de entender en su lloriqueo, bañado en sudor por la pelea con sus compañeros. La madre, venida del cielo, le llena los labios de frases celestiales y hogareñas. Es el fardo que pueblos enteros tienen que cargar y que temer. ¿Quién ha vuelto a apretar el botón de esta familia? Que comprendan de una vez: no son más que tres personas para poner barrera al invierno. La familia: la mujer ya no está serena, el padre, que lleva consigo el talonario de cheques, lo carga en su cuenta con buen humor. Su propiedad es lo que más quiere. El hombre acaricia sonriendo a la mujer, pero sólo un segundo después escarba, rabioso, como un Terrier en un terreno ajeno, debajo de su abrigo, araña el forro de su vestido, que esa mujer mal educada debe quitarse de inmediato. Cariñosamente, le acaricia las mejillas con los dedos, como si el creador hubiera roto el lápiz antes de tiempo, y la vida tuviera que corregir su obra. La mujer no se las arregla bien con el piloto automático. Se apoya pesadamente en su andador.
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