John Irving - La cuarta mano

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Patrick Wallingford no tiene la culpa de que las mujeres lo encuentren irresistible. Aunque su pasividad vital y su desdibujada personalidad sean irritantes, todas desean acostarse con él, y lo cierto es que no les cuesta mucho conseguirlo. Wallingford es periodista en un canal televisivo peligrosamente decantado hacia el sensacionalismo hasta que, en un tragicómico episodio laboral pierde la mano izquierda y se convierte de pronto en noticia mundial.

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La señora Clausen le sonreía, indicándole que ella sabía lo que Mary había querido realmente.

Wallingford esperó que alguno de ellos, tal vez Stubby, dijera que era una buena persona o un hombre simpático o un buen periodista, pero su conversación giró exclusivamente en torno al deporte y los apodos familiares que le seguirían hasta la tumba.

Entonces se abrió la puerta del ascensor y los reporteros deportivos salieron por un lado del estadio y apretaron el paso. Con el frío que hacía, tenían que ir a los vestuarios del equipo local o del visitante. Doris y Patrick dejaron atrás las columnas del estadio y se encaminaron al aparcamiento. Había descendido la temperatura, pero Patrick encontraba agradable el frío en la cabeza y las orejas mientras se dirigía al coche de la mano de Doris. Parecía como si estuvieran a cero grados, pero probablemente era el viento lo que producía esa sensación de frío.

Doris encendió la radio. Dados sus comentarios de antes, Patrick se preguntó por qué querría conocer el final del partido. Las siete expulsiones de jugadores de los Packers eran el número máximo desde que sufrieron otras siete cuando jugaban contra los Falcons de Atlanta, once años atrás.

– Hasta Levens perdió el balón -dijo incrédula la señora Clausen-. Y Freeman… ¿qué ha hecho? Quizás un par de pases en todo el partido. ¡Podía haber conseguido diez yardas!

Matt Hasselbeck, el inexperto defensa de los Packers, completó su primer pase en la liga… terminó dos de seis para treinta y dos yardas.

– ¡Vaya! -gritó la señora Clausen, burlonamente-. ¿Será posible?

La puntuación final fue Seattle 27, Green Bay 7.

– Lo he pasado en grande -le dijo Wallingford-. Me ha encantado. Es estupendo estar contigo.

Se quitó el cinturón de seguridad y se tendió en el asiento delantero, junto a ella, apoyando la cabeza en su regazo. Volvió la cara hacia las luces del cuadro de mandos y le puso la mano derecha en el muslo. Notaba que el muslo se le tensaba cada vez que aceleraba o soltaba el pedal, y cuando de vez en cuando pisaba el freno. La mano de Doris le rozó suavemente la cara y entonces ella volvió a asir el volante con ambas manos.

– Te quiero -le dijo Patrick.

– Yo también intentaré quererte -le dijo ella-. Voy a intentarlo de veras.

Wallingford aceptó que esto era lo máximo que ella podía decir. Notó que una lágrima le caía por la cara, pero no se lo mencionó ni tampoco se ofreció para conducir, pues sabía que ella le diría que no. (¿Quién quiere ir en un coche conducido por un manco?)

– Puedo conducir -se limitó a decirle ella, y entonces añadió-: Pasemos la noche en tu hotel. Mis padres están con Otto. Los verás por la mañana, cuando veas al niño. Ya saben que voy a casarme contigo.

Las luces de los coches que pasaban iluminaban a intervalos el frío interior del coche. Si la señora Clausen había encendido la calefacción, no funcionaba, y además conducía con la ventanilla del conductor un poco abierta. El tráfico era escaso; la mayoría de los hinchas se habían quedado en el estadio hasta el amargo final.

Patrick pensó en sentarse y ponerse de nuevo el cinturón de seguridad. Quería ver de nuevo aquella vieja montaña de carbón en el lado occidental del río. No estaba seguro de lo que todo aquel carbón significaba para él… tal vez se trataba de perseverancia.

También quería ver los receptores de televisión brillando en la oscuridad a lo largo de su ruta, cuando regresaban al centro de la ciudad. Sin duda en todas las casas miraban el partido moribundo y luego seguirían el análisis del partido. Pero el regazo de la señora Clausen era cálido y cómodo, y Patrick prefería notar de vez en cuando las lágrimas en la cara que erguirse al lado de ella y verla llorar.

– Por favor, ponte el cinturón -le dijo cuando estaban cerca del puente-. No quiero perderte.

Él se enderezó al instante y se puso el cinturón. En el interior del coche a oscuras no podía ver si ella había dejado de llorar o no.

– Puedes apagar la radio -siguió diciéndole, y él la obedeció.

Recorrieron el puente sumidos en el silencio, y el enorme monte de carbón apareció y luego se fue empequeñeciendo a sus espaldas.

Wallingford pensaba que nunca conocemos de verdad nuestro futuro; el futuro de dos personas juntas es incierto. Sin embargo, creía poder imaginar su futuro con Doris Clausen. Lo veía con el mismo brillo improbable que hiciera resaltar en la oscuridad las alianzas matrimoniales de ella y su difunto marido bajo el embarcadero del cobertizo de los botes. Había algo dorado en su futuro con la señora Clausen, tanto más, probablemente, cuanto que le parecía del todo inmerecido. No merecía más a Doris de lo que aquellos dos anillos, con sus promesas cumplidas e incumplidas merecían que los clavaran bajo un embarcadero, a unos pocos centímetros por encima de las frías aguas del lago.

¿Y durante cuánto tiempo se tendrían el uno al otro? Era inútil especular, tan inútil como el intento de conjeturar cuántos inviernos transcurrirían en Wisconsin antes de que el cobertizo de los botes se derrumbara y hundiera en el lago innominado.

– ¿Cómo se llama el lago? -le preguntó a Doris de repente-. El lago donde está la casa.

– No nos gusta el nombre -respondió la señora Clausen-. Nunca lo usamos. Es sólo la casa del lago.

Entonces, como si supiera que él había estado pensando en las alianzas de ella y Otto clavadas bajo el embarcadero, le dijo:

– He elegido los anillos. Te los mostraré cuando lleguemos al hotel. Esta vez son de platino. Llevaré el mío en el dedo anular de la mano derecha. -(Donde el hombre del león, como todo el mundo sabía, también habría de llevar el suyo)-. Ya sabes lo que dicen -prosiguió la señora Clausen-. No dejes ningún pesar en el terreno de juego.

Wallingford conjeturó la procedencia de esa frase, que incluso para él tenía resonancias del mundo de aquel deporte… y de una valentía de la que él había carecido hasta entonces. En realidad, eso era lo que decía el viejo letrero en el pie de la escalera del Lambeau, el letrero sobre la puerta que daba acceso al vestuario de los Packers: NO DEJES NINGÚN PESAR EN EL TERRENO DE JUEGO.

– Comprendo -dijo Wallingford. En un lavabo del Lambeau había visto a un hombre con la barba pintada de amarillo y verde, como la de Donny. Se estaba percatando del grado de fervor necesario-. Comprendo -repitió.

– No, no comprendes -le contradijo la señora Clausen-. No del todo, aún no. -Él la miraba fijamente; Doris había dejado de llorar-. Abre la guantera -le pidió. El titubeó, pues le había pasado por la mente que allí estaba el arma de Otto, y cargada-. Vamos, ábrela.

En la guantera había un sobre abierto del que sobresalían unas cuantas fotos, y Patrick vio los orificios que habían dejado las chinchetas y asimismo alguna mancha de herrumbre. Por descontado, supo de dónde procedían las fotos antes de ver qué había en ellas. Aquellas fotografías, más o menos una docena, eran las mismas que Doris clavara en cierta ocasión en la pared al lado de la cama. Las había quitado de allí porque ya no soportaba verlas en el cobertizo de los botes.

– Míralas, por favor -le pidió la señora Clausen.

Detuvo el coche cuando el hotel ya estaba a la vista. Se acercó al bordillo y frenó pero dejando el motor en marcha. El centro de Green Bay estaba casi desierto a aquellas horas; todo el mundo estaba en casa o regresando a casa desde el estadio Lambeau.

Las fotografías no seguían ningún orden determinado, pero Wallingford comprendió enseguida cuál era su tema. En todas ellas aparecía la mano izquierda de Otto Clausen. En algunas aparecía todavía como parte del cuerpo de Otto, unida al fornido brazo del camionero, y todavía mostraba el anillo de boda. Pero en algunas de las fotos el anillo no estaba: la señora Clausen lo había extraído… de lo que Wallingford sabía que era la mano del muerto.

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