– Pertenecemos a Dios y a Dios volvemos -decía una y otra vez en árabe. Wallingford tuvo que pedirle a alguien que se lo tradujera.
Durante la reunión preparatoria del noticiario vespertino del domingo, le dijeron a Patrick sin ambages cuáles eran los planes de la cadena.
– O presentas las noticias mañana por la noche o te conseguimos pasaje en un guardacostas -le informó Mary Shanahan.
– Mañana estaré en Green Bay, Mary, de día y de noche -replicó Wallingford.
– Mira, Pat, mañana suspenderán la búsqueda de supervivientes y queremos que estés allí, en el mar. O, si lo prefieres, aquí, en el estudio. Pero no en Green Bay.
– Iré al partido -dijo el reportero con firmeza. Miró a Wharton, quien desvió los ojos, y a Sabina, quien le devolvió la mirada con fingida neutralidad. En cuanto a Mary, no se dignó mirarla.
– Entonces te despediremos, Pat -le dijo Mary.
– Adelante, hacedlo.
Ni siquiera tuvo que detenerse a pensarlo. Con o sin empleo en la PBS o la NPR, lo cierto era que había ganado mucho dinero. Y, además, no podían despedirle sin llegar a un acuerdo de finiquito. No tendría necesidad de un empleo por lo menos durante un par de años.
Miró a Mary, en busca de una reacción, y luego a Sabina.
– Muy bien, si así son las cosas, estás despedido -le anunció Wharton.
Todo el mundo pareció sorprendido de que fuese Wharton quien lo dijera, incluido el mismo Wharton. Antes de la reunión preparatoria habían tenido otra reunión, a la que Patrick no había sido invitado. Lo más probable era que hubiesen decidido que fuese Sabina quien le comunicara el despido. Por lo menos Sabina miró a Wharton con una expresión de sorpresa y enojo. En cuanto a Mary Shanahan, no tardó en sobreponerse a la sorpresa.
Quizá, por una vez, Wharton había notado que algo desconocido y estimulante tomaba las riendas en su interior. Pero su inveterada insipidez volvió a reflejarse enseguida en sus mejillas encendidas, y se mostró tan soso como de costumbre. Que a uno le despidiera Wharton era como recibir la bofetada de una mano incierta en la oscuridad.
– Cuando regrese de Wisconsin, calcularemos lo que me debéis -les dijo Wallingford.
– Por favor, despeja tu despacho y el camerino antes de irte -le pidió Mary. Era normativo que le pidiera tal cosa, pero a él le irritó.
Enviaron a un miembro de seguridad para que le ayudara a recoger sus cosas y transportar las cajas a una limusina. Nadie acudió a despedirle, lo cual era también normativo, aun que si Angie hubiera trabajado aquel domingo por la noche probablemente lo habría hecho.
Wallingford había regresado a su piso cuando le llamó la señora Clausen. Él no había visto su propia retransmisión desde el Ramada Plaza, pero Doris sí.
– ¿Vas a venir a pesar de lo ocurrido? -le preguntó ella.
– Sí, y puedo quedarme durante tanto tiempo como desees -respondió Patrick-. Me han despedido.
– Eso es muy interesante -comentó la señora Clausen-. Que tengas un buen vuelo.
Esta vez tuvo que hacer trasbordo en Chicago, y llegó a su habitación de hotel en Green Bay a tiempo de ver el noticiario vespertino desde Nueva York. No le sorprendió que Mary Shanahan fuese la nueva presentadora. Una vez más, Wallingford tuvo que admirarla. Mary no estaba embarazada, pero por lo menos había logrado tener uno de los bebés que deseaba.
– Patrick Wallingford ya no está con nosotros -dijo alegremente Mary al comienzo del programa-. ¡Buenas noches, Patrick, dondequiera que estés!
Lo dijo en un tono vivaz y consolador, una actitud que recordó a Wallingford aquella ocasión en su piso, cuando no lograba tener una erección y ella se mostró solidaria diciendo: «Pobre pene». De forma tardía, Patrick empezaba a comprender que la importancia de Mary en la cadena televisiva siempre había sido mayor de lo que él creía.
Le alegraba alejarse de aquel negocio, porque ya no era lo bastante listo para seguir en él. Tal vez nunca lo había sido.
¡Y qué noche aquélla para el noticiario! Como era de esperar, no se había encontrado ningún superviviente. El duelo por las víctimas del vuelo de Egypt Air 990 acababa de empezar. Allí estaban las imágenes del habitual gentío atraído por la catástrofe, congregado en una playa gris de Nantucket, los «descubridores de cadáveres», como los llamó Mary cierta vez. Los «vigilantes de la muerte», por usar el término de Wharton, llevaban ropas de abrigo.
Aquel primer plano desde la cubierta de un buque escuela de la marina mercante, con el montón de pertenencias de los pasajeros rescatadas del Atlántico, debía de ser obra de Wharton. Después de las inundaciones, tornados, terremotos, catástrofes ferroviarias, tiroteos en centros escolares y otras masacres, Wharton siempre elegía las tomas de prendas de vestir y, sobre todo, los zapatos. Y, por supuesto, allí estaban los juguetes infantiles; las muñecas desmembradas y los ositos de peluche empapados figuraban entre los artículos favoritos de Wharton al informar de un desastre.
Por suerte para la cadena de noticias, el primer barco que llegó al lugar del accidente fue un buque escuela de la marina mercante con diecisiete cadetes a bordo. Estos jóvenes novicios en el mar eran muy apropiados desde el ángulo del interés humano, y tenían más o menos la edad de los universitarios de cursos superiores. Estaban en medio de la mancha cada vez más extensa de combustible del reactor, con los fragmentos del aparato más el equipaje y los restos de los pasajeros meciéndose en la oleosa superficie que los rodeaba. Provistos de guantes, iban sacando objetos del mar. Como decía Sabina, sus expresiones «no tenían precio».
Mary sacaba el máximo partido de las imágenes.
– Los grandes interrogantes aún no tienen respuesta -dijo Mary en tono resuelto.
Llevaba un traje que Patrick nunca le había visto hasta entonces, de color azul marino. La chaqueta tenía una abertura estratégica, y los dos botones superiores de la blusa azul claro, muy parecida a una camisa de hombre, aunque más sedosa, también estaban desabrochados. Wallingford supuso que en lo sucesivo ése iba a ser su distintivo estilo de vestir.
– ¿Ha sido el accidente del avión egipcio un acto de terrorismo, un fallo mecánico o un error del piloto? -preguntó enfáticamente Mary.
Patrick pensó que él habría invertido el orden: era evidente que «un acto de terrorismo» debía ir en último lugar. En la última toma, la cámara no enfocaba a Mary sino a los familiares de las víctimas que estaban en el vestíbulo del Ramada Plaza. El profesional que la manejaba iba seleccionando grupos mientras la voz de Mary Shanahan concluía: «Son muchas las personas que quieren saber lo ocurrido». En conjunto, las cifras de audiencia serían buenas. Wallingford sabía que Wharton estaría satisfecho, aunque no supiera manifestar su satisfacción.
Cuando le llamó la señora Clausen, Patrick acababa de salir de la ducha.
– Ponte algo de abrigo -le advirtió.
Wallingford se llevó una sorpresa al constatar que ella le llamaba desde el vestíbulo del hotel. Doris le dijo que al día siguiente podría ver al pequeño Otto, y que tenían que ir al estadio sin pérdida de tiempo. Debía darse prisa y vestirse. Así pues, sin saber qué podía esperar, él la obedeció.
Parecía demasiado pronto para ir al campo, pero tal vez a la señora Clausen le gustaba llegar temprano. Cuando Wallingford abandonó la habitación y tomó el ascensor para bajar al vestíbulo, se sentía ligeramente herido en su amor propio porque ninguno de sus colegas en los medios de comunicación se había informado de su paradero para ponerse en contacto con él y preguntarle qué había querido decir Mary Shanahan cuando anunció ante millones de espectadores: «Patrick Wallingford ya no está con nosotros».
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