Wallingford reconoció a quien se dirigía a él por la expresión alocada en la fotografía que estaba fijada con un imperdible en el forro del joyero. Era Donny, el que abatía águilas; tenía una mejilla pintada con el color del maíz, mientras que la otra lucía el verde demasiado intenso de una enfermedad imposible.
– Te he echado a faltar en las noticias de esta noche -le dijo una mujer en tono amistoso. Patrick también recordaba haberla visto en una fotografía. Era una de las madres recientes, en una cama de hospital con su hijo recién nacido.
– No quería perderme este partido -le dijo Wallingford.
Notó que Doris le apretaba la mano; hasta entonces no se había percatado de que la tenía entre las suyas. ¡Delante de todos ellos! Pero ya lo sabían…, mucho antes que Wallingford. Ella ya se lo había dicho. ¡Le había aceptado! Intentó mirarla, pero ella se puso la capucha de la parka. No hacía tanto frío; ella sólo quería ocultarle su expresión.
Permaneció sentado junto a la señora Clausen, que le sujetaba la mano, mientras que una mujer sentada a su izquierda le asió el brazo del muñón. Era otra señora Clausen, mucho más corpulenta, la madre del difunto Otto, la abuela del pequeño Otto, la ex suegra de Doris. (Pensó que probablemente no debería decir «ex».) Sonrió a la voluminosa mujer. Sentada, era tan alta como él, y le atrajo hacia ella tirándole del brazo, a fin de darle un beso en la mejilla.
– Todos nos alegramos mucho de verte -le dijo, y le obsequió con una sonrisa de aprobación-. Doris nos ha informado.
«¡Doris podría haberme informado a mí!», se dijo Wallingford, pero al mirarla vio que seguía con la cabeza cubierta por la capucha. Sólo la fuerza con que le asía la mano era una indicación segura de que le había aceptado. Era sorprendente, pero toda la familia compartía esa aceptación.
Hubo un momento de silencio antes del partido, y Wallingford supuso que era por las doscientas diecisiete víctimas del vuelo 990 de Egypt Air siniestrado, pero no había prestado atención. El minuto de silencio era en honor de Walter Payton, fallecido a los cuarenta y cinco años debido a las complicaciones de una enfermedad hepática. Payton había sido una de las grandes estrellas de la historia de la liga nacional.
Cuando empezó el partido, la temperatura era de siete grados centígrados y el cielo nocturno estaba despejado. Soplaba un viento del oeste a treinta kilómetros por hora, con ráfagas de cincuenta. Tal vez esas ráfagas afectaron a Favre. En la primera parte hizo dos intercepciones, y al final del partido había hecho cuatro
– Te dije que pondría todo su empeño -le dijo Doris a Patrick en cuatro ocasiones, sin quitarse la capucha.
Durante las presentaciones previas al partido, el público presente en el Lambeau había aplaudido al ex entrenador de los Packers, Mike Holmgren. Favre y Holmgren se habían abrazado en el campo. (Incluso Patrick Wallingford había observado que el estadio Lambeau se alzaba en el cruce de la Vía Mike Holmgren y la Avenida de Vince Lombardi.)
Holmgren había vuelto a casa preparado. Además de las intercepciones, Favre perdió dos balones. Incluso hubo algunos abucheos, cosa rara en aquel estadio.
– Los hinchas de Green Bay no suelen abuchear -comentó Donny Clausen, dejando claro que él no lo hacía. Donny se inclinó para acercarse más a Patrick; su cara pintada de amarillo y verde era un elemento demencial añadido a su reputación de demente por disparar contra las águilas-. Todos queremos que Doris sea feliz-susurró en un tono amenazante al oído de Wallingford, caliente bajo la vieja gorra de Otto.
– Yo también -replicó Patrick.
Pero ¿y si Otto se había suicidado porque era incapaz de hacer feliz a la señora Clausen? ¿Y si ella le había impulsado a hacerlo, e incluso se lo había sugerido de alguna manera? ¿Era acaso el nerviosismo del noviazgo lo que provocaba en Wallingford estos terribles pensamientos? Era indudable que Doris Clausen podía inducir a Patrick Wallingford a matarse si alguna vez la decepcionaba.
Patrick rodeó con el brazo derecho los estrechos hombros de Doris y la atrajo hacia sí; con la mano derecha, le apartó un poco la capucha de la cara. Sólo quería darle un beso en la mejilla, pero ella se volvió y le besó en los labios. Él notó las lágrimas en su rostro frío antes de que volviera a esconderlo bajo la capucha.
Retiraron a Favre del partido y le sustituyó el defensa de reserva Matt Hasselbeck, cuando quedaban poco más de seis minutos del cuarto periodo. La señora Clausen miró a Wallingford.
– Nos vamos -le dijo-. No voy a quedarme a ver a ese novato.
Algunos miembros de la familia Clausen gruñeron al ver que se levantaba, pero lo hacían de buen humor. Incluso en el rostro pintarrajeado de Donny había una sonrisa.
Doris tomó a Patrick de la mano derecha y se lo llevó de allí. Subieron a la tribuna de prensa, y alguien demasiado amistoso les franqueó la entrada. Era un hombre de aspecto juvenil, atlético, lo bastante robusto para ser un jugador o haberlo sido. Doris no le prestó atención, y después de que le hubieran dejado junto a la puerta de la tribuna, cuando ya estaban casi ante el ascensor, señaló en dirección al joven.
– ¿Has visto a ese tipo?
– Sí -respondió Patrick. El joven aún les sonreía de aquella manera demasiado amistosa, aunque la señora Clausen no se había vuelto una sola vez a mirarle.
– Bueno, es el tipo con el que no debería haberme acostado -le reveló ella-. Ahora ya lo sabes todo de mí.
El ascensor estaba lleno de periodistas deportivos, en su mayoría hombres, pues siempre abandonaban el campo un poco antes del final, a fin de conseguir los mejores sitios en la conferencia de prensa que seguía al partido. La mayoría de ellos conocían a la señora Clausen, pues, aunque ella se ocupaba principalmente de las ventas, con frecuencia era quien repartía los pases de prensa. Nada más verla, los reporteros le hicieron sitio. Hacía calor en el recinto pequeño y cerrado del ascensor, y ella se quitó la capucha de la parka.
Los reporteros hacían comentarios sobre el partido y mostraban su abundante surtido de frases hechas.
– Esos balones perdidos han salido caros… Holmgren ha visto de qué pie cojea Favre… Que echaran a Dotson no ha sido ninguna ayuda… sólo el segundo partido perdido por Green Bay entre los últimos treinta y seis en el Lambeau… la menor cantidad de tantos conseguidos por los Packers desde la derrota por veintiuno a seis en Dallas en el 96…
– Bueno, ¿queréis decirme qué importancia tuvo ese partido? -inquirió la señora Clausen-. ¡Ese fue el año en que ganamos la Super Bowl!
– ¿Vienes a la conferencia de prensa, Doris? -le preguntó uno de los reporteros.
– No, esta noche no. Tengo una cita.
Los reporteros soltaron exclamaciones, y alguien silbó. Patrick, con el brazo izquierdo oculto en la manga del abrigo y todavía con la gorra de Otto, estaba seguro de que no le reconocerían. Pero el viejo Stubby Farrell, que había sido reportero deportivo de la cadena de televisión, reparó en él.
– ¡Vaya, el hombre del león! -exclamó Stubby. Wallingford hizo una inclinación de cabeza y por fin se quitó la gorra de Otto-. ¿Te han dado el pasaporte o qué?
De repente se hizo el silencio. Todos los reporteros querían saber qué le había ocurrido. La señora Clausen volvió a apretarle la mano y Patrick repitió lo que había dicho a la familia Clausen.
– No quería perderme el partido.
Esta respuesta encantó a los reporteros, sobre todo a Stubby, aunque Wallingford no pudo esquivar la siguiente pregunta.
– ¿Ha sido Wharton, ese cabrón? -inquirió Stubby.
– Ha sido Mary Shanahan -le dijo Wallingford a Stubby, informando así a todos los demás-. Quería mi puesto.
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