– Su equipaje va camino de las Filipinas -le dijo el empleado de la compañía aérea que había extraviado su maleta-. ¡Mañana estará de vuelta!
– ¿Acaban de extraviarlo y ya sabe usted que mi equipaje está camino de las Filipinas?
– Es un maleficio, señor -respondió el empleado, o eso creyó haber oído Patrick.
En realidad había dicho: «Se lo garantizo, señor», pero Wallingford le había oído mal. (Patrick tenía la costumbre infantil y ofensiva de burlarse de los acentos extranjeros, casi tan antipática como su tendencia compulsiva a reírse cuando alguien tropezaba o se caía.) A fin de aclarar las cosas, el empleado de la compañía aérea añadió:
– El equipaje perdido de ese vuelo desde Nueva York siempre va a las Filipinas.
– ¿Siempre? -le preguntó Wallingford.
– Y siempre, invariablemente, regresa al día siguiente -replicó el empleado.
Siguió el vuelo en helicóptero desde el aeropuerto hasta el tejado del hotel en Tokyo. Los organizadores del congreso habían contratado aquel medio de transporte.
– Ah, Tokyo en el crepúsculo… ¿hay algo comparable? -comentó una mujer de aspecto severo sentada al lado de Patrick en el helicóptero.
A bordo del avión, Patrick no se había fijado en ella, probablemente porque la mujer había llevado unas gafas de carey que no le favorecían, y él apenas le había dirigido una mirada al pasar. Claro, era la autora norteamericana que se consideraba a sí misma una feminista radical…
– Supongo que lo dice usted en broma le dijo Patrick.
– Siempre hablo en broma, señor Wallingford -replicó la mujer, y se presentó al tiempo que le daba un breve y firme apretón de manos-. Soy Evelyn Arbuthnot. Le he reconocido por su mano… la otra.
– ¿También le han enviado su equipaje a las Filipinas? -preguntó Patrick a la señora Arbuthnot.
– Ya ve cómo viajo, señor Wallingford. Lo llevo todo encima. Las compañías aéreas no pierden mi equipaje.
Tal vez había subestimado las capacidades de Evelyn Arbuthnot; tal vez debería buscar, e incluso leer, alguno de sus libros.
Pero por debajo de ellos se extendía Tokyo. Él veía helipuertos en los tejados de muchos hoteles y edificios de oficinas, y otros helicópteros que se cernían en el aire para posarse. Era como si hubiera una invasión militar de la enorme y brumosa ciudad que, en el crepúsculo, aparecía teñida con un surtido de colores improbables, desde el rosa al rojo como la sangre, mientras se desvanecían los últimos resplandores de la puesta de sol. A Wallingford las plataformas de aterrizaje en los tejados le parecían dianas. Intentó adivinar a cuál de ellas apuntaba su helicóptero.
– Japón -dijo Evelyn Arbuthnot en un tono de desánimo
– ¿No le gusta a usted Japón? -le preguntó Patrick.
– Gustar, lo que se dice gustar, no me gusta ninguna parte -respondió ella-, pero aquí la situación de las mujeres bajo el dominio de los hombres es especialmente opresiva.
– Ah -se limitó a decir Patrick.
– Nunca había estado aquí, ¿verdad? -inquirió la mujer, y mientras él aún sacudía la cabeza, añadió-: No debería haber venido, hombre de los desastres.
– ¿Y usted por qué ha venido? -quiso saber Wallingford.
Aquella mujer le iba cayendo mejor a cada palabra negativa que decía. A Patrick empezó a gustarle su cara, que era cuadrada, con la frente alta y la mandíbula ancha, y el cabello corto y gris que parecía un práctico casco. Su cuerpo era más bien rechoncho y de aspecto robusto, aunque no se le veía nada; llevaba unos tejanos negros y una camisa masculina de dril, que parecía suavizada por innumerables lavados. A juzgar por lo que Wallingford podía ver, que no era mucho, tenía los senos pequeños y no se molestaba en usar sujetador. Calzaba unas zapatillas de marcha apropiadas para viajar, aunque sucias, y apoyaba los pies en una bolsa de gimnasia de gran tamaño que sólo cabía parcialmente bajo el asiento. La bolsa tenía una correa para colgarla de los hombros y parecía pesada.
La señora Arbuthnot rondaba los cincuenta años, o quizá los había sobrepasado, y viajaba con más libros que prendas de vestir. No usaba maquillaje ni esmalte para las uñas, no lucía anillos ni otras joyas. Sus manos eran pequeñas, sin la menor mancha en la piel, y las uñas estaban roídas hasta lo vivo.
– ¿Por qué he venido aquí? -repitió la pregunta que le había hecho Patrick-. Voy allá donde me invitan, dondequiera que sea, porque no recibo muchas invitaciones y porque tengo un mensaje. Pero usted no tiene ningún mensaje, ¿no es cierto, señor Wallingford? No puedo imaginar para qué habría de venir usted a Tokyo, y lo más inimaginable es que venga para participar en un congreso sobre «El futuro de las mujeres». ¿Desde cuándo es noticia el futuro de las mujeres? O, en cualquier caso, la clase de noticias de las que se ocupa el hombre del león -añadió.
El helicóptero estaba aterrizando. Wallingford contemplaba en silencio la diana que se iba agrandando.
Finalmente repitió la pregunta de la señora Arbuthnot.
¿Por qué he venido aquí? -Trató de ganar un poco de tiempo mientras buscaba una respuesta.
– Yo se lo diré, señor Wallingford. -Evelyn Arbuthnot le puso las manos, sorprendentemente pequeñas, en las rodillas y le dio un buen apretón-. Ha venido aquí porque sabía que iba a encontrarse con muchas mujeres, ¿no es cierto?
Así pues, era una de esas personas a las que les desagradan los periodistas, o Patrick Wallingford en particular. Wallingford era sensible a ambos desagrados, bastante frecuentes. Quería decir que había ido a Tokyo porque era un jodido reportero y le habían hecho un jodido encargo, pero se mordió la lengua. Tenía esa popular debilidad consistente en tratar de congraciarse con las personas a las que desagradaba y en consecuencia, contaba con numerosas amistades, ninguna de ellas íntima y muy pocas femeninas. (Se había acostado con demasiadas mujeres para que pudiera trabar amistades íntimas con los hombres.)
El helicóptero aterrizó dando un bote sobre la plataforma. Un botones de movimientos rápidos, que había estado esperando en la terraza, avanzó a toda prisa con un carro para el equipaje. No había nada que cargar, excepto la bolsa de gimnasia de Evelyn Arbuthnot, de la que ella no quiso desprenderse.
– ¿No hay maletas, nada de equipaje? -preguntó el afanoso botones a Wallingford, que aún pensaba en cómo podría responder a la señora Arbuthnot.
– Han enviado mi maleta por error a las Filipinas -informó Patrick al botones, hablando con una lentitud innecesaria.
– Ah, eso no es ningún problema -replicó el botones-. ¡Mañana estará de vuelta!
– Mire, señora Arbuthnot -logró decir Wallingford, con cierta rigidez-. Le aseguro que no he venido a Tokyo y a este congreso para conocer mujeres. Puedo conocerlas en cualquier parte del mundo.
– Sí, de eso no me cabe la menor duda -dijo Evelyn Arbuthnot, al parecer nada complacida con la idea-. Y estoy segura de que lo hace, continuamente, en todas partes. Una detrás de otra.
«¡Zorra!», se dijo Patrick. Y pensar que había empezado a gustarle… Últimamente se sentía como un idiota, y era evidente que la señora Arbuthnot había triunfado sobre él. No obstante, generalmente Patrick Wallingford se consideraba a sí mismo una persona amable.
Temeroso de que la maleta perdida no estuviera de regreso a tiempo, cuando tuviera que vestirse para pronunciar su discurso en el congreso sobre «El futuro de las mujeres», Wallingford envió las prendas que había llevado en el avión al servicio de lavandería del hotel, donde le prometieron que estarían listas al día siguiente. No había previsto que sus anfitriones japoneses (todos colegas periodistas) le llamarían una y otra vez a la habitación del hotel para invitarle a tomar copas y cenar.
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