John Irving - La cuarta mano

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Patrick Wallingford no tiene la culpa de que las mujeres lo encuentren irresistible. Aunque su pasividad vital y su desdibujada personalidad sean irritantes, todas desean acostarse con él, y lo cierto es que no les cuesta mucho conseguirlo. Wallingford es periodista en un canal televisivo peligrosamente decantado hacia el sensacionalismo hasta que, en un tragicómico episodio laboral pierde la mano izquierda y se convierte de pronto en noticia mundial.

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Sabía que también aquello era puro Dick. El jefe de redacción nunca se había interesado por «El futuro de las mujeres». Los organizadores japoneses del congreso expusieron sus deseos de que acudiera Wallingford, el vídeo de cuyo accidente en la India había alcanzado un récord de ventas en Japón, y Dick aprovechó la invitación para que el llamado hombre de los desastres escarbara un poco de suciedad en Tokyo.

– Naturalmente, tendrás que actuar con cuidado -siguió diciéndole Dick, y le advirtió de que lanzarían «calumnias de racismo» contra la cadena de televisión si hacía algo que pareciera «sesgado contra los japoneses»-. ¿Comprendes? le preguntó Dick desde el otro extremo de la línea-. Sesgado o, como se trata de japoneses, podríamos decir rasgado…

Wallingford exhaló un suspiro, y entonces, como de costumbre, planteó la existencia de algo más profundo y complejo. El encuentro sobre «El futuro de las mujeres» duraba cuatro días, pero sólo en las horas diurnas. No había nada programado para las noches, ni siquiera cenas, y Patrick se preguntaba por qué.

Una joven japonesa, que había pedido a Wallingford que estampara su autógrafo en la camiseta de Mickey Mouse que llevaba, pareció sorprendida de que no hubiera adivinado la razón. Por la noche no había actividades relacionadas con las sesiones porque en Japón, un congreso sobre mujeres con sesiones nocturnas no habría podido contar con la presencia de muchas mujeres.

¿No era eso interesante?, le preguntó Wallingford a Dick, pero el jefe de redacción en Nueva York le dijo que lo olvidara. Aunque la joven japonesa tuviera un aspecto fantástico en la pantalla, las camisetas con Mickey Mouse no estaban permitidas en la cadena de noticias, debido a que cierta vez tuvieron una disputa con la compañía Walt Disney.

Al final Wallingford recibió instrucciones de ceñirse a las entrevistas individuales con las mujeres que participaban en el congreso. Patrick comprendió que Dick no compartía su interés.

– A ver si una o dos de esas fulanas se sincera contigo -concluyó Dick.

Por supuesto, Wallingford trató de entrevistar a Barbara Frei, la reportera de televisión alemana, a la que abordó en el bar del hotel. Parecía estar sola, y la idea de que podría estar esperando a alguien no pasó por la mente de Patrick. La presentadora de la ZDF era tan bella como lo parecía en la pequeña pantalla, pero rechazó cortésmente la entrevista.

– Conozco su cadena, desde luego -empezó a decirle la señora o señorita Frei, con tacto-. No creo probable que cubran informativamente este congreso con seriedad. ¿Y usted? -Caso cerrado-. Siento lo de su mano, señor Wallingford. Fue terrible, lo siento de veras.

– Gracias -replicó Patrick.

La mujer era sincera y, al mismo tiempo, tenía clase. El canal de noticias internacionales de Wallingford no respondía a la idea que la señora o señorita Frei, o cualquier otra persona, tenía del periodismo televisivo serio. Comparado con Barbara Frei, Patrick Wallingford tampoco era serio, y ambos lo sabían. El bar del hotel estaba lleno de hombres de negocios, como suele ocurrir en esos locales.

– ¡Mirad, es el hombre del león! -oyó Wallingford decir a uno de ellos.

– ¡El hombre de los desastres! -exclamó otro hombre de negocios.

Barbara Frei se apiadó de él.

– ¿No quiere usted tomar nada? -le preguntó.

– Sí… de acuerdo. -La sensación de tener los ánimos por el suelo era nueva para él.

En cuanto le sirvieron la cerveza que había pedido, llegó el hombre al que la señora Frei había estado esperando, su marido.

Wallingford le conocía. Era Peter Frei, periodista de la ZDF, también muy conocido y respetado. Peter Frei se ocupaba de programas culturales y su mujer lo hacía de las llamadas noticias duras.

– Peter está un poco cansado -comentó la señora Frei, restregando cariñosamente los hombros y la nuca de su esposo-. Se ha estado entrenando para viajar al monte Everest.

– Supongo que es para un reportaje que está usted haciendo -dijo Patrick con envidia.

– Sí, pero he de subir a cierta altura de la montaña para hacer el reportaje como es debido.

– ¿Va a subir al monte Everest? -preguntó Wallingford a Peter Frei.

Aquel hombre parecía en una forma extraordinaria. Su mujer y él formaban una pareja muy atractiva.

– Bueno, hoy en día todo el mundo sube al Everest -replicó con modestia el señor Frei-. Eso es lo malo… ¡la montaña más alta del mundo ha sido invadida por aficionados como yo!

Su bella esposa se echó a reír afectuosamente, y siguió restregándole el cuello y los hombros. Wallingford, apenas capaz de tomarse la cerveza, se decía que era una pareja tan agradable como la que más entre todas las que había conocido.

Cuando se despidieron, Barbara Frei tocó el brazo izquierdo de Patrick en el lugar habitual.

– ¿Por qué no intenta entrevistar a esa mujer de Ghana? -le sugirió amablemente-. Es muy simpática e inteligente, y le dirá mucho más de lo que le diría yo. Quiero decir que es una persona con una causa en mucho mayor grado que yo.

(Wallingford sabía lo que eso significaba: la mujer de Ghana hablaría con cualquiera.)

– Es una buena idea, gracias

– Lamento lo de la mano -le dijo Peter Frei a Patrick-. Es terrible. Creo que la mitad de la población mundial recuerda dónde estaba y qué hacía cuando lo vieron.

– Sí -respondió Wallingford.

Sólo había tomado una cerveza, pero apenas recordaría el momento en que abandonó el bar. Salió lleno de disgusto hacia sí mismo, en busca de la mujer africana como si fuese un barco salvavidas y él un hombre que se ahogaba. Lo era.

Por una cruel ironía del destino la experta en hambrunas de Ghana estaba muy gorda, y a Wallingford le preocupó que Dick explotara su obesidad de alguna manera impredecible. Debía de pesar ciento cincuenta kilos, y vestía un ropaje que parecía una tienda de campaña hecha con muestras de colchas de colores abigarrados. Sin embargo tenía una licenciatura por Oxford y otra por Yale, había recibido el premio Nobel por algo relacionado con la nutrición mundial, de la que ella decía que era «tan sólo cuestión de anticiparse de una manera inteligente a las crisis del Tercer Mundo… cualquier bobo con dos dedos de frente y la conciencia íntegra podría hacer lo que yo hago».

Pero por mucho que Wallingford admirase a la voluminosa mujer de Ghana, ésta no gustó en Nueva York.

– Demasiado gorda -le dijo Dick a Patrick-. Los negros creerán que nos burlamos de ella.

– ¡Pero nosotros no tenemos la culpa de que sea gorda! -protestó Patrick-. ¡Lo importante es que se trata de una persona inteligente, que tiene realmente algo que decir!

– Puedes encontrar a otra con algo que decir, ¿no es cierto? ¡Por Dios, encuentra a alguien inteligente que tenga un aspecto normal!

Pero como Wallingford descubriría en el congreso sobre «El futuro de las mujeres» de Tokyo, eso era difícil en extremo, dado que, por «aspecto normal», Dick entendía sin duda que no fuese ni gorda ni negra ni japonesa.

Patrick echó un vistazo a la china experta en genética, que tenía un lunar elevado y peludo en medio de la frente. No se molestaría en entrevistarla. Ya podía oír lo que aquel gilipollas de Dick diría al ver las imágenes en la sala de redacción: «¡Santo cielo! ¿No hemos quedado en que no debemos dar la impresión de que nos burlamos de la gente? ¿Es que quieres provocar una guerra con China? ¡En vez de esto podríamos bombardear una embajada china en algún país idiota y tratar de hacerlo pasar por un accidente o algo así!».

Así pues, Patrick intentó hablar con la doctora coreana especializada en enfermedades infecciosas y que a él le parecía bastante atractiva, pero resultó ser tímida ante la cámara y se quedaba mirándole fijamente el muñón del brazo izquierdo. Tampoco podía nombrar una sola de las enfermedades infecciosas que estudiaba sin tartamudear. La simple mención de una enfermedad parecía provocarle un terror que la atenazaba.

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