John Irving - La cuarta mano

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Patrick Wallingford no tiene la culpa de que las mujeres lo encuentren irresistible. Aunque su pasividad vital y su desdibujada personalidad sean irritantes, todas desean acostarse con él, y lo cierto es que no les cuesta mucho conseguirlo. Wallingford es periodista en un canal televisivo peligrosamente decantado hacia el sensacionalismo hasta que, en un tragicómico episodio laboral pierde la mano izquierda y se convierte de pronto en noticia mundial.

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– Es la mano izquierda… -le recordó Wallingford.

– ¡Pues claro que sí! Me refería al donante.

– Muy bien, pero sin condiciones de ninguna clase -dijo Patrick. No tenía idea de por qué decía tal cosa; no había nada que le preocupara en particular.

– ¿Qué condiciones? -preguntó Zajac, perplejo. ¿A qué diablos se refería el reportero? ¿Qué condiciones podía comportar la mano de un donante?

Pero Wallingford partía hacia Japón, y acababa de enterarse de que debía pronunciar un discurso el día inaugural del congreso. No lo había escrito y pensaba hacerlo, pero lo pospondría hasta que estuviera en el avión.

Patrick no reflexionó sobre lo curioso que era su comentario, «sin condiciones de ninguna clase». Era la típica observación de un hombre con tendencia al desastre, el reflejo de alguien a quien un león ha mutilado… una tontería más que tan sólo había dicho por decir algo. (Una frase por el estilo de «ahora las chicas alemanas son muy populares en Nueva York».)

Y Zajac estaba contento… el asunto había quedado en sus manos, por así decirlo.

4. Un interludio japonés

Más adelante, Wallingford se preguntaría si sus relaciones con Asia estaban contaminadas por alguna maldición. Primero había perdido la mano en la India, y ahora… ¿qué decir de Japón?

El viaje a Tokyo había ido mal desde el principio, si tenemos en cuenta la nada juiciosa proposición que Patrick le hizo a Mary. El mismo Wallingford contaba ese episodio como el comienzo de la experiencia. Había tropezado con una joven recién casada y encinta, una joven cuyo apellido nunca podía recordar. Peor todavía, ella tenía un aspecto que le obsesionaba. Era algo más que una inequívoca belleza, aunque tampoco le faltaba hermosura. Su aspecto revelaba una capacidad de hacer daño superior al chismorreo, una ferocidad que no se podía refrenar fácilmente, un potencial de violencia todavía por definir.

Entonces, a bordo del avión rumbo a Tokyo, Patrick se debatió con el discurso que debía pronunciar. Allí estaba él, divorciado por una buena razón, sintiéndose como un depredador sexual frustrado a causa de la embarazada Mary… y tenía que hablar del «futuro de las mujeres», nada menos que en Japón, un país notorio por el rigor con que se obligaba a las mujeres a mantenerse en su sitio.

No sólo Wallingford era inexperto en la redacción de discursos, sino que no estaba acostumbrado a hablar sin leer el texto en el teleprompter , el apuntador electrónico. (Normal mente, otra persona había escrito el guión.) Pero tal vez si examinaba la lista de participantes en el congreso, todas ellas mujeres, podría encontrar algo halagador que decirles, y ese halago podría bastar para las observaciones iniciales.

Fue un duro golpe para él descubrir que no tenía un conocimiento directo de los logros de ninguna de las mujeres que participaban en aquel encuentro. Por desgracia, sólo sabía quién era una de las mujeres, y lo más halagador que se le ocurría decir era que le gustaría acostarse con ella, aunque sólo la había visto en la televisión.

A Patrick le gustaban las mujeres alemanas. No había más que ver su relación con aquella técnico de sonido que formaba parte del equipo de televisión en Gujarat, la rubia que se desvaneció en la carretilla de la carne, la emprendedora Monika con ka. Pero la alemana que participaba en el congreso de Tokyo era Bárbara, quien, al igual que Wallingford, se dedicaba al periodismo televisivo. A diferencia de él, tenía más éxito que fama.

Barbara Frei presentaba el informativo matinal de la ZDF. Su voz era resonante, de locutora profesional, su sonrisa cautelosa, y tenía los labios delgados. El cabello, de un rubio sucio, le llegaba a los hombros, y se lo colocaba diestramente detrás de las orejas. Tenía una cara bonita y lustrosa, de pómulos altos. En el mundo de Wallingford, era una cara hecha para la televisión.

Cuando aparecía en pantalla, Barbara Frei no llevaba más que trajes de corte bastante viril, de color negro o azul marino, y nunca usaba blusa ni camisa de ninguna clase bajo el ancho cuello de la chaqueta. Tenía unas espléndidas clavículas, y le gustaba exhibirlas, justificadamente, desde luego. Patrick había observado que prefería los pendientes pequeños, como cabezas de clavos de adorno, a menudo eran de esmeraldas o rubíes; él tenía un buen conocimiento de las joyas femeninas.

Pero si bien la perspectiva de encontrar a Barbara Frei en Tokyo despertaba en Wallingford una ambición sexual poco realista durante su estancia en Japón, ni ella ni cualquier otra de las participantes en el congreso podía ayudarle a redactar su discurso.

Había una directora de cine ruso, una mujer llamada Ludmilla Slovaboda. (Esta manera de escribir el apellido sólo se aproxima a la manera en que Patrick suponía que se pronunciaba. Llamémosla Ludmilla.) Wallingford no había visto ninguna de sus películas.

Había una novelista danesa, cuyo nombre era Bodille, Bodile o Bodil Jensen. Su nombre aparecía escrito de tres modos distintos en el material impreso que los organizadores japoneses del simposio enviaron a Patrick. Al margen de cuál fuese el nombre correcto, Wallingford suponía que se pronunciaba bode eel , con el acento en eel [4] , pero no estaba seguro.

Había una economista inglesa que respondía al anodino nombre de Jane Brown. Había una china experta en genética, una doctora coreana, especialista en enfermedades infecciosas, una bacterióloga holandesa y una mujer de Ghana cuyo campo de actividad se consideraba alternativamente como «administración de recursos alimenticios» o «ayuda para paliar el hambre en el mundo». Wallingford no podía tener ninguna esperanza de pronunciar sus nombres correctamente, y ni siquiera lo intentaría.

La lista de participantes era interminable, todas ellas profesionales de alto nivel, con la probable excepción de una autora norteamericana que se consideraba a sí misma feminista radical, de la que Wallingford nunca había oído hablar, y un número desproporcionado de participantes japoneses que parecían relacionados con el mundo del arte.

Patrick se sentía incómodo entre mujeres que se dedicaban a la poesía y la escultura. Probablemente no era correcto llamar poetisa a una poeta, y menos aún «escultorisa» a una escultora, pero así era como él las llamaba en su fuero interno. (A su modo de ver, la mayoría de los artistas son unos farsantes que venden como buhoneros algo irreal, inventado.)

¿Qué diría, pues, en su discurso de bienvenida? No carecía por completo de recursos, como ciudadano de Nueva York que era: En no pocas ocasiones había tenido que asistir a actos sociales vestido de etiqueta. Sabía que, en general, los maestros de ceremonias decían bobadas, y también él sabía decirlas. Por lo tanto, decidió que sus observaciones iniciales se ceñirían a la cháchara de buen tono, aderezada con un ameno desparpajo informativo, de un maestro de ceremonias: el humor insincero y humilde de quien parece a sus anchas riéndose de sí mismo. No podía estar más equivocado.

¿Qué tal este comienzo?: «Me siento inseguro al dirigirme a un público tan distinguido, dado que mi principal y, en comparación, insignificante logro ha sido el de alimentar ilegalmente con mi mano izquierda a un león, en la India, hace cinco años».

Sin duda, así rompería el hielo. Era el comienzo que ya había utilizado en su último discurso, que no fue realmente tal, sino un brindis durante una cena ofrecida a los atletas olímpicos en el Athletic Club de Nueva York. Las mujeres reunidas en Tokyo iban a revelarse como un público mucho más difícil.

Que la línea aérea extraviara el equipaje facturado por Wallingford, una de esas maletas especiales para trajes, demasiado llena, pareció establecer el tono.

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