John Irving - Una mujer difícil

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Nacida para sustituir, en cierto modo, a dos hermanos muertos en un accidente, Ruth Cole vive una infancia muy especial. En el verano de 1958, cuando ella tiene cuatro años, Marion, su madre, tras una tórrida aventura con un jovencito de dieciséis, abandona el hogar. Ruth se queda con su padre, con el que mantiene una relación de amor-odio marcada por la rivalidad. Pero, andando el tiempo, a sus treinta y seis años, Ruth se ha convertido en una mujer atractiva y en una escritora de éxito, y, pese a su personalidad compleja y difícil, cuatro años después no sólo se ha casado, sino que tiene un hijo, enviuda y, por si fuera poco, se enamora por primera vez. Lo que no podía prever era la reaparición de la inquietante Marion…

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– Bueno… Tal vez podríamos jugar mañana, solos los dos

– Primero quiero derrotar a mi padre

Sabía que Allan Albright era la siguiente persona con la que debería acostarse, pero le irritaba la necesidad de recordar a Allan y lo que debería hacer. En cualquier caso, Scott Saunders era un hombre más de su gusto

El abogado pelirrojo había aparcado su coche cerca del campo de la Pequeña Liga en Bridgehampton. Los dos cargaron con el equipaje de Ruth y recorrieron doscientos metros hasta el vehículo. Scott conducía con las ventanillas abiertas. Viraron para entrar en el Parsonage Lane de Sagaponack, avanzando hacia el este; la sombra alargada del coche iba delante de ellos. Hacia el sur, la luz sesgada prestaba un color de jade a los patatales. El océano, que resaltaba contra el azul desvaído del cielo, era tan brillante y de un azul tan profundo como el del zafiro

La tan valorada zona de los Hamptons estaba llena de corrupción, pero no le faltaban elementos positivos: allí, el final de un día a comienzos del otoño podía ser deslumbrante. Ruth se permitió pensar que aquel lugar estaba redimido, aunque sólo fuese en aquella época del año y aquella hora del atardecer en que todo se perdonaba. Su padre habría terminado de jugar al squash y, con su adversario derrotado, quizá se estaría duchando o nadaría desnudo en la piscina

La alta barrera de aligustres en forma de herradura que Eduardo plantara en el otoño de 1958 impedía por completo que llegara a la piscina la luz del atardecer. Los setos eran tan densos que sólo podían penetrar a su través los rayos de sol más tenues. Aquellos pequeños diamantes de luz moteaban el agua oscura de la piscina como una fosforescencia, o como monedas de oro que flotaran en la superficie en vez de hundirse. El borde de la plataforma de madera que rodeaba la piscina sobresalía por encima del agua. Para quien se bañaba, el chapoteo del agua era como el de un lago al golpear el embarcadero

Cuando llegaron a la casa, Scott ayudó a Ruth a llevar las maletas hasta el vestíbulo. El Volvo azul marino, que era el único coche de su padre, estaba en el sendero de acceso, pero Ted no respondió a la llamada de Ruth

– ¿Papá?

– Probablemente esté en la piscina -le dijo Scott, cuando ya se iba-. Suele bañarse a estas horas

– ¡Muchas gracias! -le gritó, y se dijo: "¡Oh, Allan, sálvame!". Confiaba en que nunca volvería a ver a Scott Saunders ni a ningún otro hombre como él

El equipaje constaba de una maleta grande, una bolsa para trajes, y una maleta más pequeña que era su equipaje de mano cuando viajaba en avión. Empezó por llevar arriba la bolsa para trajes y la maleta más pequeña. Mucho tiempo atrás, cuando tenía nueve o diez años, dejó el dormitorio cuyo baño compartía con su padre para ocupar la más grande y alejada de las habitaciones para invitados. Era la habitación que Eddie O'Hare ocupó en el verano de 1958. A Ruth le gustaba debido a la distancia que la separaba del dormitorio de su padre, y también porque tenía su propio baño

La puerta del dormitorio principal estaba entreabierta, pero su padre no se encontraba allí. Ruth le llamó de nuevo al pasar ante la puerta ligeramente abierta. Como siempre, las fotografías en el largo corredor del piso de arriba atrajeron su atención

Todos los ganchos para cuadros, que ella recordaba mejor que las fotos de sus hermanos muertos, estaban ahora cubiertos: sostenían centenares de insulsas fotografías de Ruth, en cada fase de su infancia y a lo largo de su juventud. A veces su padre salía en la foto, pero normalmente él era el fotógrafo. Con frecuencia Conchita Gómez aparecía en la foto con Ruth. Y luego estaban las innumerables fotos del seto, que servían para medir cuánto crecía un verano tras otro: Ruth y Eduardo, colocados en actitud solemne ante el aligustre cada vez más alto. Por mucho que Ruth creciera, el imparable seto creció más rápidamente, hasta que un día duplicó la altura de Eduardo. (En varias de las fotografías, éste parecía temer un poco al seto.) Y, por supuesto, también había algunas fotografías recientes de Ruth con Hannah

Ruth bajaba descalza la escalera enmoquetada cuando oyó el chapoteo procedente de la piscina, que estaba detrás de la casa. No podía ver la piscina desde la escalera ni desde ninguno de los dormitorios del piso superior. Todos los dormitorios daban al sur y estaban diseñados para que desde ellos se viera el océano

No había visto en el sendero más que el Volvo azul marino de su padre, pero suponía que el contrincante de squash de ese día vivía lo bastante cerca para haber venido en bicicleta, que le había pasado desapercibida

El grado en que Scott Saunders la había tentado la dejó con la familiar sensación de inseguridad de sí misma. No quería ver a otro hombre aquel día, aunque mucho dudaba de que cualquier otro de los contrincantes de squash de su padre pudiera atraerla con la intensidad con que le había atraído el abogado pelirrojo

En el vestíbulo agarró el asa de la maleta grande y empezó a subir la escalera, evitando ex profeso mirar la piscina, cosa que podía haber hecho al pasar por el comedor. El sonido del chapoteo la siguió sólo hasta la mitad de la escalera. Cuando hubiera deshecho el equipaje, el individuo, quienquiera que fuese, se habría ido. Pero Ruth era una viajera veterana y tardó muy poco tiempo en deshacer las maletas. Cuando terminó se puso el bañador, pensando que se daría un chapuzón después de que el adversario de su padre se marchara. Le gustaba nadar un rato cuando venía de la ciudad. Luego se ocuparía de la cena. Iba a prepararle una buena cena a su padre. Y luego hablarían

Aún iba descalza, y recorría el pasillo del piso superior cuando, al pasar ante el dormitorio de su padre, cuya puerta estaba parcialmente abierta, una ráfaga de brisa marina cerró la puerta de golpe. Ruth pensó en buscar un libro o un zapato para mantener la puerta entreabierta y entró en el dormitorio. Lo primero que vio fue un zapato femenino de tacón alto, de un bonito color rosa asalmonado, que estaba en el suelo, y lo recogió. Era de piel de buena calidad, fabricado en Milán. Vio que la cama estaba sin hacer, y había un pequeño sujetador negro sobre las sábanas revueltas

Así pues… su padre no estaba en la piscina con uno de sus contrincantes de squash. Examinó la prenda íntima con más atención, de una manera más crítica. Era un sujetador con cierre a presión, muy caro. Habría sido totalmente gratuito que Ruth usara uno de esos sostenes, pero la mujer que estaba en la piscina con su padre debía de haberlo considerado necesario. La mujer en cuestión tenía los senos pequeños, pues la talla de la prenda era una 32B

Fue entonces cuando Ruth reconoció la maleta abierta en el suelo del dormitorio de su padre. Era una maleta de cuero marrón, muy desgastado, que se distinguía por su aspecto de haber viajado mucho, sus prácticos compartimientos y sus correas útiles y eficaces. Era la maleta que Hannah había utilizado desde que la conocía. ("La maleta le daba a Hannah un aspecto de periodista mucho antes de que lo fuese", había escrito Ruth en su diario… no recordaba cuántos años atrás.)

Ruth se quedó tan paralizada en el dormitorio de su padre como se habría quedado si Hannah y Ted hubieran estado desnudos en la cama delante de ella. La brisa marina penetró de nuevo por la ventana del dormitorio y cerró la puerta a sus espaldas. Ruth se sintió como si se hubiera quedado encerrada en el interior de un armario. Si algo la hubiera rozado, un vestido en un colgador, por ejemplo, habría perdido el sentido o se habría puesto a gritar

Hizo un esfuerzo por alcanzar el estado de serenidad en el que escribía sus novelas. Para ella una novela era como una casa grande y descuidada, una mansión desordenada. Su tarea consistía en hacer que la casa estuviera en condiciones de habitabilidad, en darle por lo menos una apariencia de orden. Sólo cuando escribía no tenía miedo

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