– En Amsterdam había una testigo -dijo Harry al asesino-. Supongo que la vio
Por una vez los ojillos vestigiales se abrieron del todo, como los de un topo que descubriera la visión. La enfermera volvió a retirarle la mascarilla de oxígeno
– Sí, sí…, ¡la oí! ¡Allí había alguien! -Se interrumpió para recuperar el aliento-. Hizo un pequeño ruido. Casi la oí. Entonces le sobrevino un ataque de tos. La enfermera volvió a cubrirle la boca y la nariz con la mascarilla
– Estaba en el ropero -informó Harry a Messerli-. Todos los zapatos habían sido colocados con las puntas hacia fuera. Es probable que, de haber mirado con más atención, hubiera visto los tobillos
Esta noticia entristeció indeciblemente a Urs Messerli, como si le hubiera gustado mucho conocer por lo menos a la testigo…, si no matarla
Todo esto sucedía en abril de 1991, seis meses después del asesinato de Rooie y un año después de que Harry Hoekstra hubiera estado a punto de viajar con ella a París. Aquella noche, en Zurich, Harry se dijo que ojalá hubiera ido a París con Rooie. No era necesario pasar la noche en Zurich y podría regresar en avión a Amsterdam al final de ese mismo día, mas por una vez quería hacer algo que había leído en un libro de viajes
Rechazó la invitación a cenar que le hizo Ernst Hecht, pues quería estar a solas. Cuando pensaba en Rooie, no estaba totalmente solo. Incluso eligió un hotel que a ella podría haberle gustado. Aunque no era el hotel más lujoso de Zurich, era demasiado caro para un policía, pero Harry había viajado tan poco que tenía ahorrada una buena cantidad de dinero. No esperaba que el Segundo Distrito le pagara la estancia en el hotel Zum Storchen, ni siquiera una sola noche, pero fue allí donde quiso alojarse. El hotel, a orillas del Limmat, tenía un encanto romántico. Thomas Mann había comido allí… y también James Joyce. De las paredes de sus dos comedores colgaban pinturas de Klee, Chagall, Matisse, Miró y Picasso. Eso a Rooie no le interesaría en absoluto, pero le habría gustado la Bündnerfleisch y el hígado de ternera picado con Rósti
Normalmente Harry no bebía nada más fuerte que cerveza, pero esa noche fue a la Kronenhalle y se tomó cuatro cervezas y una botella de vino tinto. Cuando regresó a la habitación del hotel estaba borracho. Se quedó dormido antes de haberse descalzado, y sólo la llamada telefónica de Nico Jansen le obligó a despertar y desvestirse para meterse en la cama
– Cuéntamelo -le dijo Jansen-. El asunto ha terminado, ¿no?
– Estoy bebido, Nico -replicó Harry-. Estaba dormido.
– Cuéntamelo de todos modos -insistió Nico Jansen-. El cabrón mató a ocho furcias, cada una en una ciudad distinta, ¿no es cierto?
– Así es. Dentro de un par de semanas habrá muerto. Me lo ha dicho su médico. Tiene una infección en los pulmones, padece enfisema desde hace quince años. Supongo que produce un sonido como el asma
– Pareces alegre -comentó Jansen.
– Estoy bebido -repitió Harry
– Deberías ser un borracho feliz, Harry -le dijo Nico-. Todo se ha resuelto, ¿no?
– Todo excepto dar con la testigo -dijo Harry Hoekstra.
– Tú y tu testigo. Déjala en paz. Ya no la necesitamos para nada
– Pero la vi -replicó Harry. No se percató hasta que lo hubo dicho, pero precisamente porque la había visto no podía quitársela de la cabeza. ¿Qué había estado haciendo allí aquella mujer? Harry pensó que había sido una testigo mejor de lo que con toda probabilidad ella creía, pero se limitó a decir-: Sólo quiero felicitarla
– ¡Dios mío, estás borracho de veras! -exclamó Jansen. Harry intentó leer en la cama, pero estaba demasiado bebido para entender lo que leía. La novela, que no había estado del todo mal como lectura en el avión, era un desafío demasiado grande bajo los vapores del alcohol. Se trataba de la nueva novela de Alice Somerset, la cuarta y última en la que aparecía la detective Margaret McDermid. Se titulaba McDermid, jubilada
A pesar de su desdén habitual por las novelas policíacas, Harry Hoekstra era un gran aficionado a la anciana autora canadiense. (Aunque Eddie O'Hare nunca habría considerado a una mujer de setenta y dos años una "anciana", ésa era la edad que Alice Somerset, también llamada Marion Cole, tenía en abril de 1991.)
A Harry le gustaban las novelas de misterio protagonizadas por Margaret McDermid porque creía que la detective del departamento de desaparecidos tenía un grado de melancolía que resultaba convincente en un agente policial. Además, las obras de Alice Somerset no eran verdaderas novelas de "misterio", sino investigaciones psicológicas que profundizaban en la mente de una policía solitaria. En opinión de Harry, las novelas demostraban de una manera creíble el efecto que las personas desaparecidas ejercían sobre la sargento McDermid…, es decir, aquellas personas desaparecidas cuya suerte la detective jamas llegaba a descubrir
Aunque por entonces a Harry le quedaban por lo menos cuatro años y medio para su jubilación, no le servía de gran cosa leer acerca de una policía que se había jubilado, sobre todo porque lo esencial de la novela era que, incluso después de retirarse, la sargento McDermid seguía pensando como una policía
Llega a convertirse en una prisionera de las fotografías de aquellos muchachos norteamericanos desaparecidos para siempre. No puede decidirse a destruir las fotos, aun cuando sabe que nunca encontrarán a los jóvenes. La novela finaliza con la frase: "Cifraba su esperanza en que un día tendría el valor suficiente para destruirlas"
¿Cifraba su esperanza?, se preguntó Harry. ¿Eso era todo? ¿Sólo tenía esperanza? ¡Mierda! ¿Qué clase de final era ése? Profundamente deprimido y todavía despierto, Harry miró la foto de la autora. Le irritaba no poder hacerse nunca una idea cabal del aspecto que tenía Alice Somerset. Siempre volvía la cara y se cubría la cabeza con un sombrero. El sombrero era lo que realmente fastidiaba a Harry. Está bien usar seudónimo, pero ¿qué era aquella mujer? ¿Una criminal?
Y como Harry no podía ver con claridad el semblante de Alice Somerset, su cara oculta le recordaba a la testigo desaparecida, cuya cara tampoco había visto bien. Cierto que había reparado en sus pechos y en la actitud precavida de todo su cuerpo, pero también le había impresionado la manera en que parecía estudiarlo todo. Ésta había sido en parte la motivación de su propio deseo de estudiarla. Se daba cuenta de que si quería volver a verla, no era sólo por su condición de testigo. Quienquiera que fuese, era una mujer a la que quería conocer
En abril de 1991, cuando apareció en los periódicos de Amsterdam la noticia de que habían capturado al asesino de la prostituta, el hecho de que el asesino resultara ser un enfermo incurable no dejó de causar cierto desengaño. Urs Messerli no saldría nunca del hospital y moriría en el transcurso de aquel mismo mes. Un asesino en serie de ocho prostitutas debería haber provocado más sensación, pero la noticia ocupó un lugar destacado en la prensa durante menos de una semana, y hacia fines de mayo ya no había ninguna mención del asunto. Maarten Schouten, el editor holandés de Ruth Cole, se hallaba en la Feria del Libro Infantil de Bolonia cuando se difundió la noticia, la cual no llegó a Italia porque ninguna de las prostitutas asesinadas era italiana. Y todos los años, tras la Feria de Bolonia, Maarten viajaba a Nueva York. Ahora que sus hijos eran mayores, Sylvia le acompañaba a ambas ciudades. Como Maarten y Sylvia no se enteraron de que la policía había encontrado al asesino de Rooie, Ruth tampoco se enteró. Seguía creyendo que el hombre topo se había salido con la suya y que andaba por ahí totalmente libre
Cuatro años y medio después, en el otoño de 1995, Harry Hoekstra, de cincuenta y ocho años y a punto de jubilarse, vio la nueva novela de Ruth Cole en el escaparate de aquella librería en el Spui, la Athenaeum, y se apresuró a comprarla
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