Pero cuando salió a la Bergstraat se encontró con que al guien le había robado la bicicleta. Esta pequeña decepción era similar a la que se llevó al ver que la prostituta jamaicana volvía a estar ausente. ¿Qué importaba, en realidad? Harry tenía libre todo el día siguiente, un tiempo suficiente para terminar la nueva novela de Ruth Cole y comprarse una bicicleta nueva
En Amsterdam no se producían más de veinte o treinta asesinatos al año, la mayoría de los cuales no ocurrían en el entorno doméstico, pero cada vez que la policía dragaba uno de los canales en busca de un cadáver, encontraban centenares de bicicletas. A Harry no habría podido importarle menos la bicicleta robada
Cerca del hotel Brian, en el Singel, había chicas en unos escaparates que no deberían estar allí. Eran más "ilegales", pero Harry no estaba de servicio. Las dejó en paz y entró en el Brian para pedir al recepcionista que le llamara un taxi
En el curso de un año, la policía tomaría medidas enérgicas contra las "ilegales", y pronto habría habitaciones con escaparate vacías en todo el barrio chino. Tal vez mujeres holandesas trabajarían de nuevo en aquellos locales, pero para entonces Harry estaría jubilado… Ya le daba lo mismo
Cuando estuvo de regreso en su piso, Harry encendió la chimenea de su dormitorio. Estaba deseando leer el resto de la novela de Ruth Cole. Con cinta adhesiva, fijó la foto de Ruth en la pared, al lado de la cama. La luz de las llamas oscilaba mientras el sargento Hoekstra dedicaba la noche a leer. Una o dos veces se levantó de la cama para avivar el fuego. A la luz oscilante, el rostro inquieto de Ruth parecía más vivo de lo que le había parecido en la sobrecubierta del libro. Veía sus andares resueltos y atléticos, la atención con que observaba el ambiente del barrio chino, donde él la había seguido primero con un interés pasajero y luego renovado. Recordó que tenía unos pechos bonitos
Por fin, cinco años después del asesinato de su amiga, el sargento Hoekstra había encontrado a la testigo
En cuanto a la cuarta y, al parecer, última novela de misterio protagonizada por la detective Margaret McDermid (McDermid, jubilada, de Alice Somerset), si el final había decepcionado a Harry Hoekstra, a Eddie O'Hare le había dejado consternado. No se trataba solamente de lo que Marion había escrito sobre las fotografías de sus hijos perdidos: "Confiaba en que un día tendría el valor de destruirlas". Más deprimente era el fatalismo que solía caracterizar a la detective jubilada. La sargento McDermid se había resignado a que los muchachos siguieran irremisiblemente perdidos. Incluso el esfuerzo final de Marion por proporcionar una vida de ficción a sus hijos muertos la había abandonado. Daba la impresión de que Alice Somerset no volvería a escribir. McDermid, jubilada le parecía a Eddie un anuncio de que la Marion escritora también se había retirado
En su momento, Ruth se había limitado a decirle a Eddie: "Mucha gente se retira antes de llegar a los setenta y dos años". Pero ahora, cuatro años y medio después, en el otoño de 1995, no tenía ninguna noticia de Marion (Alice Somerset no había escrito, o por lo menos no había publicado, otro libro) y ni Eddie ni Ruth pensaban tanto en Marion como antes. A veces Eddie tenía la sensación de que Ruth había dado por perdida a su madre. ¿Y quién podía culparla de ello?
Ruth estaba incuestionable y justamente enojada con su madre porque ni el nacimiento de Graham ni los sucesivos aniversarios del niño motivaron la aparición de Marion. Y la muerte de Allan, un año atrás, que podría haber motivado la aparición de Marion a fin de darle su pésame, tampoco bastó para conmover a la anciana
Donde Eddie O'Hare se enamora de nuevo
Aunque Allan nunca había sido religioso, dejó unas instrucciones muy minuciosas sobre lo que deseaba que hicieran si moría. Quería que lo incinerasen y dispersaran sus cenizas en el maizal de Kevin Merton. Éste, que era su vecino en Vermont y cuidaba de la casa en ausencia de Ruth, poseía un hermoso y ondulante maizal, el elemento del paisaje más visible desde el dormitorio de Ruth
Allan no había pensado en la posibilidad de que a Kevin y su esposa no les gustara la idea. Al fin y al cabo, el maizal no era propiedad de Ruth. Pero los Merton no pusieron objeciones. Kevin dijo en tono filosófico que las cenizas de Allan serían beneficiosas para el maizal, e informó a Ruth que si alguna vez tenía que vender su granja, primero le vendería a ella o a Graham el maizal. (Era propio de Allan abusar de la amabilidad de Kevin.)
En cuanto a la casa de Sagaponack, durante todo un año, tras la muerte de Allan, Ruth pensó a menudo en venderla
El funeral de Allan se celebró en la Sociedad de Cultura Ética de Nueva York, radicada en la Calle 64. Sus colegas de Random House se ocuparon de los preparativos. Un colega editor fue el primero en hablar y recordó cariñosamente la presencia a menudo intimidante de Allan en la venerable editorial. Entonces tomaron la palabra cuatro de los autores de Allan. Ruth, como era su viuda, no figuró entre los oradores
Se había puesto un sombrero y un velo que le daban un aspecto extraño. El velo asustó a Graham, que tenía tres años, y su madre tuvo que rogarle que le permitiera llevarlo. Era esencial para ella, no por reverencia o tradición, sino para ocultar las lágrimas
La mayoría de los deudos y amigos que habían acudido para dar su último adiós a Allan opinaron que el niño se había aferrado a su madre durante todo el acto, pero habría sido más exacto decir que era la madre quien se había aferrado al pequeño, sentado en su regazo. Probablemente las lágrimas de Ruth le turbaban más que la realidad de la muerte de su padre, pues con sólo tres años su percepción de la muerte era imprecisa
Tras varias pausas en el funeral, Graham susurró a su madre: "¿Dónde está papá ahora?", como si creyera que su padre estaba de viaje
– No te preocupes, cariño, todo irá bien -le susurraba una y otra vez Hannah, sentada al lado de Ruth
Esta letanía tan poco religiosa era un motivo de irritación para Ruth, pero, a la vez, comportaba un beneficio sorprendente, porque la distraía de su aflicción. La indiferencia con que Hannah repetía la frase hacía que Ruth se preguntara si su amiga creía estar consolando al niño que había perdido a su padre o a la mujer que había perdido a su marido
Eddie O'Hare fue el último en hablar. No lo habían elegido ni los colegas de Allan ni Ruth
Dada la poca estima en que Allan tenía a Eddie como escritor y, desde luego, como orador, Ruth estaba asombrada de que su marido hubiera asignado un papel a Eddie en el funeral. Del mismo modo que había elegido la música y el lugar (este último por su atmósfera nada religiosa) y del mismo modo en que había insistido con firmeza en que no hubiera flores, cuyo aroma siempre le pareció detestable, Allan había dejado instrucciones de que Eddie hablara en último lugar, e incluso le había indicado lo que debía decir
Como de costumbre, Eddie titubeó un poco. Buscó torpemente alguna clase de introducción, la cual dejó claro que Allan no le había indicado todo lo que tenía que decir, por la sencilla razón de que no había previsto que moriría tan joven
Eddie explicó que él, con cincuenta y dos años, sólo tenía seis menos que Allan. Se esforzó por decir que el factor de la edad era importante, porque Allan había querido que él leyera cierto poema, "Cuando seas vieja", de Yeats. Lo embarazoso del caso era que Allan había imaginado que Ruth sería ya una anciana cuando él muriese. Había supuesto muy correctamente que, dada la diferencia de edad entre los dos, nada menos que dieciocho años, él moriría antes. Pero, algo muy propio de Allan, no se le había pasado por la imaginación que él moriría y su viuda aún sería joven
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